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CABELLERA NEGRA

¿Por qué te miro, con tus ojos oscuros, terciopelo viviente en que mi vida lastimo? Cabello negro, luto donde entierro mi boca, oleaje doloroso donde mueren mis besos, orilla en fin donde mi voz al cabo se extingue y moja tu majestad, oh cabellera que en una almohada derramada reinas.
En tu borde se rompen, como en una playa oscura, mis deseos continuos. ¡Oh inundada: aún existes, sobrevives, imperas! Toda tú victoriosa como un pico en los mares.

CUERPO SIN AMOR

Pero no son tus ojos, tranquilos; pero no serán nunca tus ojos los que yo ame. Derribada, soberbia, centrada por el fuego nocturno de tus pupilas, tú me contemplas, quieto río que un astro lunar frío devuelves. Toda la noche hermosa sobre tu cuerpo brilla y tú la escupes, oh superficie que un resplandor gélido otorgas. La noche se desliza sobre tu forma. (¡Ah frío del mundo, quién mirará tu quieto, tu sideral transcurso sobre un cuerpo estrellado!) No améis esa presencia que entre los verdes quietos oscuramente pasa. Cuerpo o río que helado hacia la mar se escurre, donde nunca el humano beberá con su boca, aunque un ojo caliente de su hermosura sufra.

EL PERFUME

Chupar tu vida sobre tus labios, no es quererte en la muerte. Chupar tu vida, amante, para que lenta mueras de mí, de mí que mato. Para agotar tu vida como una rosa exhausta. Color, olor: mis venas saben a ti: allí te abres. Ebriamente encendido, tú me recorres. Toda, toda mi sangre es sólo perfume. Tú me habitas, aroma arrebatado que por mí te despliegas, que como sangre corres por mí: ¡que a mí me pueblas!

6

PADRE MIO

A mi hermana

Lejos estás, padre mío, allá en tu reino de las sombras. Mira a tu hijo, oscuro en esta tiniebla huérfana, lejos de la benévola luz de tus ojos continuos. Allí nací, crecí; de aquella luz pura tomé vida, y aquel fulgor sereno se embebió en esta forma, que todavía despide, como un eco apagado, tu luz resplandeciente.
Bajo la frente poderosa, mundo entero de vida, mente completa que un humano alcanzara, sentí la sombra que protegió mi infancia. Leve, leve, resbaló así la niñez como alígero pie sobre una hierba noble, y si besé a los pájaros, si pude posar mis labios sobre tantas alas fugaces que una aurora empujara, fue por ti, por tus benévolos ojos que presidieron mi nacimiento y fueron como brazos que por encima de mi testa cernían la luz, la luz tranquila, no heridora a mis ojos de niño. Alto, padre, como una montaña que pudiera inclinarse, que pudiera vencerse sobre mi propia frente descuidada y besarme tan luminosamente, tan silenciosa y puramente como la luz que pasa por las crestas radiantes donde reina el azul de los cielos purísimos.
Por tu pecho bajaba una cascada luminosa de bondad, que tocaba luego mi rostro y bañaba mi cuerpo aún infantil, que emergía de tu fuerza tranquila como desnudo, reciente, nacido cada día de ti, porque tú fuiste padre diario, y cada día yo nací de tu pecho, exhalado de tu amor, como acaso mensaje de tu seno purísimo. Porque yo nací entero cada día, entero y tierno siempre, y débil y gozoso cada día hollé naciendo la hierba misma intacta: pisé leve, estrené brisas, henchí también mi seno, y miré el mundo y lo vi bueno. Bueno tú, padre mío, mundo mío, tú sólo.
Hasta la orilla del mar condujiste mi mano. Benévolo y potente tú como un bosque en la orilla, yo sentí mis espaldas guardadas contra el viento estrellado. Pude sumergir mi cuerpo reciente cada aurora en la espuma, y besar a la mar candorosa en el día, siempre olvidada, siempre, de su noche de lutos.
Padre, tú me besaste con labios de azul sereno. Limpios de nubes veía yo tus ojos, aunque a veces un velo de tristeza eclipsaba a mi frente esa luz que sin duda de los cielos tomabas. Oh padre altísimo, oh tierno padre gigantesco que así, en los brazos, desvalido, me hubiste.
Huérfano de ti, menudo como entonces, caído sobre una hierba triste, heme hoy aquí, padre, sobre el mundo en tu ausencia, mientras pienso en tu forma sagrada, habitadora acaso de una sombra amorosa, por la que nunca, nunca tu corazón me olvida.
Oh padre mío, seguro estoy que en la tiniebla fuerte tú vives y me amas. Que un vigor poderoso, un latir, aún revienta en la tierra. Y que unas ondas de pronto, desde un fondo, sacuden a la tierra y la ondulan, y a mis pies se estremece.
Pero yo soy de carne todavía. Y mi vida es de carne, padre, padre mío. Y aquí estoy, solo, sobre la tierra quieta, menudo como entonces, sin verte, derribado sobre los inmensos brazos que horriblemente te imitan.

AL HOMBRE

¿Por qué protestas, hijo de la luz, humano que transitorio en la tierra, redimes por un instante tu materia sin vida? ¿De dónde vienes, mortal que del barro has llegado para un momento brillar y regresar después a tu apagada patria? Si un soplo, arcilla finita, erige tu vacilante forma y calidad de dios tomas en préstamo, no, no desafíes cara a cara a ese sol poderoso que fulge y compasivo te presta cabellera de fuego. Por un soplo celeste redimido un instante, alzas tu incandescencia temporal a los seres. Hete aquí luminoso, juvenil, perennal a los aires. Tu planta pisa el barro de que ya eres distinto. ¡Oh, cuán engañoso, hermoso humano que con testa de oro el sol piadoso coronado ha tu frente! ¡Cuán soberbia tu masa corporal, diferente sobre la tierra madre, que cual perla te brinda! Mas mira, mira que hoy, ahora mismo, el sol declina tristemente en los montes. Míralo rematar ya de pálidas luces, de tristes besos cenizosos de ocaso tu frente oscura. Mira tu cuerpo extinto cómo acaba en la noche. Regresa tú, mortal, humilde, pura arcilla apagada, a tu certera patria que tu pie sometía. He aquí la inmensa madre que de ti no es distinta. Y, barro tú en el barro, totalmente perdura.

ADIÓS A LOS CAMPOS

No he de volver, amados cerros, elevadas montañas, gráciles ríos fugitivos que sin adiós os vais. Desde esta suma de piedra temerosa diviso el valle. Lejos el sol poniente, hermoso y robusto todavía, colma de amarillo esplendor la cañada tranquila. Y allá remota la llanura dorada donde verdea siempre el inmarchito día, muestra su plenitud sin fatiga bajo un cielo completo. ¡Todo es hermoso y grande! El mundo está sin límites. Y sólo mi ojo humano adivina allá lejos la linde, fugitiva mas terca en sus espumas, de un mar de día espléndido que de un fondo de nácares tornasolado irrumpe.