Eras tú amor, destino, final amor luciente,
nacimiento penúltimo hacia la muerte acaso.
Pero no. Tú asomaste. ¿Eras ave, eras cuerpo,
alma sólo? ¡Ah, tu carne traslúcida
besaba como dos alas tibias,
como el aire que mueve un pecho respirando,
y sentí tus palabras, tu perfume,
y en el alma profunda, clarividente
diste fondo. Calado de ti hasta el tuétano de la luz,
sentí tristeza, tristeza del amor: amor es triste.
En mi alma nacía el día. Brillando
estaba de ti; tu alma en mí estaba.
Sentí dentro, en mi boca, el sabor a la aurora.
Mis sentidos dieron su dorada verdad. Sentí a los pájaros
en mi frente piar, ensordeciendo
mi corazón. Miré por dentro
los ramos, las cañadas luminosas, las alas variantes,
y un vuelo de plumajes de color, de encendidos
presentes me embriagó, mientras todo mi ser a un mediodía,
raudo, loco, creciente se incendiaba
y mi sangre ruidosa se despeñaba en gozos
de amor, de luz, de plenitud, de espuma.
ARCÁNGEL DE LAS TINIEBLAS
Me miras con tus ojos azules,
nacido del abismo.
Me miras bajo tu crespa cabellera nocturna,
helado cielo fulgurante que adoro.
Bajo tu frente nívea
dos arcos duros amenazan mi vida.
No me fulmines, cede, oh, cede amante y canta.
Naciste de un abismo entreabierto
en el nocturno insomnio de mi pavor solitario.
Humo abisal cuajante te formó, te precisó hermosísimo.
Adelantaste tu planta, todavía brillante de la roca pelada,
y subterráneamente me convocaste al mundo,
al infierno celeste, oh arcángel de la tiniebla.
Tu cuerpo resonaba remotamente allí, en el horizonte,
humoso mar espeso de deslumbrantes bordes,
labios de muerte bajo nocturnas aves
que graznaban deseo con pegajosas plumas.
Tu frente altiva rozaba estrellas
que afligidamente se apagaban sin vida,
y en la altura metálica, lisa, dura, tus ojos
eran las luminarias de un cielo condenado.
Respirabas sin vientos, pero en mi pecho daba
aletazos sombríos un latido conjunto.
Oh, no, no me toquéis, brisas frías,
labios larguísimos, membranosos avances
de un amor, de una sombra, de una muerte besada.
A la mañana siguiente algo amanecía
apenas entrevisto tras el monte azul, leve,
quizá ilusión, aurora, ¡oh matinal deseo!,
quizá destino cándido bajo la luz del día.
Pero la noche al cabo cayó pesadamente.
Oh labios turbios, oh carbunclo encendido,
oh torso que te erguiste, tachonado de fuego,
duro cuerpo de lumbre tenebrosa, pujante,
que incrustaste tu testa en los cielos helados.
Por eso yo te miro. Porque la noche reina.
Desnudo ángel de luz muerta, dueño mío.
Por eso miro tu frente, donde dos arcos impasibles
gobiernan mi vida sobre un mundo apagado.
PODERÍO DE LA NOCHE
El sol cansado de vibrar en los cielos
resbala lentamente en los bordes de la tierra,
mientras su gran ala fugitiva
se arrastra todavía con el delirio de la luz,
iluminando la vacía prematura tristeza.
Labios volantes, aves que suplican al día
su perduración frente a la vasta noche amenazante,
surcan un cielo que pálidamente se irisa
borrándose ligero hacia lo oscuro.
Un mar, pareja de aquella larguísima ala de la luz,
bate su color azulado
abiertamente, cálidamente aún,
con todas sus vivas plumas extendidas.
¿Qué coyuntura, qué vena, qué plumón estirado
como un pecho tendido a la postrera caricia del sol
alza sus espumas besadas,
su amontonado corazón espumoso,
sus ondas levantadas
que invadirán la tierra en una última búsqueda de la luz escapándose?
Yo sé cuan vasta soledad en las playas,
qué vacía presencia de un cielo aún no estrellado,
vela cóncavamente sobre el titánico esfuerzo,
sobre la estéril lucha de la espuma y la sombra.
El lejano horizonte, tan infinitamente solo
como un hombre en la muerte,
envía su vacío, resonancia de un cielo
donde la luna anuncia su nada ensordecida.
Un claror lívido invade un mundo donde nadie
alza su voz gimiente,
donde los peces huidos a los profundos senos misteriosos
apagan sus ojos lucientes de fósforo,
y donde los verdes aplacados,
los silenciosos azules
suprimen sus espumas enlutadas de noche.
¿Qué inmenso pájaro nocturno,
qué silenciosa pluma total y neutra
enciende fantasmas de luceros en su piel sibilina,
piel única sobre la cabeza de un hombre
que en una roca duerme su estrellado transcurso?
El rumor de la vida
sobre el gran mar oculto
no es el viento, aplacado,
no es el rumor de una brisa ligera que en otros días felices
rizara los luceros,
acariciando las pestañas amables,
los dulces besos que mis labios os dieron,
oh estrellas en la noche,
estrellas fijas enlazadas
por mis vivos deseos.
Entonces la juventud, la ilusión, el amor encantado
rizaban un cabello gentil que el azul confundía
diariamente con el resplandor estrellado del sol sobre la arena.
Emergido de la espuma con la candidez de la Creación reciente,
mi planta imprimía su huella en las playas
con la misma rapidez de las barcas,
ligeros envíos de un mar benévolo bajo el gran brazo del aire,
continuamente aplacado por una mano dichosa
acariciando sus espumas vivientes.
Pero lejos están los remotos días
en que el amor se confundía con la pujanza de la naturaleza radiante
y en que un mediodía feliz y poderoso
henchía un pecho, con un mundo a sus plantas.
Esta noche, cóncava y desligada,
no existe más que como existen las horas,
como el tiempo, que pliega
lentamente sus silenciosas capas de ceniza,
borrando la dicha de los ojos, los pechos y las manos,
y hasta aquel silencioso calor
que dejara en los labios el rumor de los besos.
Por eso yo no veo, como no mira nadie,
esa presente bóveda nocturna,
vacío reparador de la muerte no esquiva,
inmensa, invasora realidad intangible
que ha deslizado cautelosa
su hermético oleaje de plomo ajustadísimo.
Otro mar muerto, bello,
abajo acaba de asfixiarse. Unos labios
inmensos cesaron de latir, y en sus bordes
aún se ve deshacerse un aliento, una espuma.
2
DIOSA
Dormida sobre el tigre,
su leve trenza yace.
Mirad su bulto. Alienta
sobre la piel hermosa,
tranquila, soberana.
¿Quién puede osar, quién sólo
sus labios hoy pondría
sobre la luz dichosa
que, humana apenas, sueña?
Miradla allí. ¡Cuán sola!
¡Cuán intacta! ¿Tangible?
Casi divina, leve
el seno se alza, cesa,
se yergue, abate; gime
como el amor. Y un tigre
soberbio la sostiene
como la mar hircana,
donde flotase extensa,
feliz, nunca ofrecida.