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Te estreché la cintura, fría culebra gruesa que en mis dedos resbala. Contra mi pecho cálido sentí tu paso lento. Viscosamente fuiste sólo un instante mía, y pasaste, pasaste, inexorable y larga.
Te vi después, tus dos ojos brillando tercamente, tendida sobre el arroyo puro, beber un cielo inerme, tranquilo, que ofrecía para tu lengua bífida su virginal destello.
Aún recuerdo ese brillo de tu testa sombría, negra magia que oculta bajo su crespo acero la luz nefasta y fría de tus pupilas hondas, donde un hielo en abismos sin luz subyuga a nadie.
¡A nadie! Sola, aguardas un rostro, otra pupila, azul, verde, en colores felices que rielen claramente amorosos bajo la luz del día, o que revelen dulces la boca para un beso.
Pero no. En ese monte pelado, en esa cumbre pelada, están los árboles pelados que tú ciñes. ¿Silba tu boca cruda, o silba el viento roto? ¿Ese rayo es la ira de la maldad, o es sólo el cielo que desposa su fuego con la cima?
¿Esa sombra es tu cuerpo que en la tormenta escapa, herido de la cólera nocturna, en el relámpago, o es el grito pelado de la montaña, libre, libre sin ti y ya monda, que fulminada exulta?

MAR DEL PARAÍSO

Heme aquí trente a ti, mar, todavía… Con el polvo de la tierra en mis hombros, impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre, heme aquí, luz eterna, vasto mar sin cansancio, última expresión de un amor que no acaba, rosa del mundo ardiente.
Eras tú, cuando niño, la sandalia fresquísima para mi pie desnudo. Un albo crecimiento de espumas por mi pierna me engañara en aquella remota infancia de delicias. Un sol, una promesa de dicha, una felicidad humana, una cándida correlación de luz con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo, imperaba generosa sobre mi frente deslumbrada y extendía sobre mis ojos su inmaterial palma alcanzable, abanico de amor o resplandor continuo que imitaba unos labios para mi piel sin nubes.
Lejos de rumor pedregoso de los caminos oscuros donde hombres ignoraban tu fulgor aún virgíneo. Niño grácil, para mí la sombra de la nube en la playa no era el torvo presentimiento de mi vida en su polvo, no era el contorno bien preciso donde la sangre un día acabaría coagulada, sin destello y sin numen. Más bien, con mi dedo pequeño, mientras la nube detenía su paso, yo tracé sobre la fina arena dorada su perfil estremecido, y apliqué mi mejilla sobre su tierna luz transitoria, mientras mis labios decían los primeros nombres amorosos: cielo, arena, mar…
El lejano crujir de los aceros, el eco al fondo de los bosques partidos por los hombres, era allí para mí un monte oscuro pero también hermoso. Y mis oídos confundían el contacto heridor del labio crudo del hacha en las encinas con un beso implacable, cierto de amor, en ramas.
La presencia de peces por las orillas, su plata núbil, el oro no manchado por los dedos de nadie, la resbalosa escama de la luz, era un brillo en los míos. No apresé nunca esa forma huidiza de un pez en su hermosura, la esplendente libertad de los seres, ni amenacé una vida, porque amé mucho: amaba sin conocer el amor; sólo vivía…
Las barcas que a lo lejos confundían sus velas con las crujientes alas de las gaviotas o dejaban espuma como suspiros leves, hallaban en mi pecho confiado un envío, un grito, un nombre de amor, un deseo para mis labios húmedos, y si las vi pasar, mis manos menudas se alzaron y gimieron de dicha a su secreta presencia, ante el azul telón que mis ojos adivinaron, viaje hacia un mundo prometido, entrevisto, al que mi destino me convocaba con muy dulce certeza.
Por mis labios de niño cantó la tierra; el mar cantaba dulcemente azotado por mis manos inocentes. La luz, tenuamente mordida por mis dientes blanquísimos, cantó; cantó la sangre de la aurora en mi lengua.
Tiernamente en mi boca, la luz del mundo me iluminaba por dentro. Toda la asunción de la vida embriagó mis sentidos. Y los rumorosos bosques me desearon entre sus verdes frondas, porque la luz rosada era en mi cuerpo dicha.
Por eso hoy, mar, con el polvo de la tierra en mis hombros, impregnado todavía del efímero deseo apagado del hombre, heme aquí, luz eterna, vasto mar sin cansancio, rosa del mundo ardiente. Heme aquí frente a ti, mar, todavía…

PLENITUD DEL AMOR

¿Qué fresco y nuevo encanto, qué dulce perfil rubio emerge de la tarde sin nieblas? Cuando creí que la esperanza, la ilusión, la vida, derivaba hacia oriente en triste y vana busca del placer. Cuando yo había visto bogar por los cielos imágenes sonrientes, dulces corazones cansados, espinas que atravesaban bellos labios, y un humo casi doliente donde palabras amantes se deshacían como el aliento del amor sin destino… Apareciste tú ligera como el árbol, como la brisa cálida que un oleaje envía del mediodía, envuelta en las sales febriles, como en las frescas aguas del azul.
Un árbol joven, sobre un limitado horizonte, horizonte tangible para besos amantes; un árbol nuevo y verde que melodiosamente mueve sus hojas altaneras alabando la dicha de su viento en los brazos.
Un pecho alegre, un corazón sencillo como la pleamar remota que hereda sangre, espuma, de otras regiones vivas.
Un oleaje lúcido bajo el gran sol abierto, desplegando las plumas de una mar inspirada; plumas, aves, espumas, mares verdes o cálidas: todo el mensaje vivo de un pecho rumoroso.
Yo sé que tu perfil sobre el azul tierno del crepúsculo entero, no finge vaga nube que un ensueño ha creado.
¡Qué dura frente dulce, qué piedra hermosa y viva, encendida de besos bajo el sol melodioso, es tu frente besada por unos labios libres, rama joven bellísima que un ocaso arrebata!
¡Ah la verdad tangible de un cuerpo estremecido entre los brazos vivos de tu amante furioso, que besa vivos labios, blancos dientes, ardores y un cuello como un agua cálidamente alerta!
Por un torso desnudo tibios hilillos ruedan. ¡Qué gran risa de lluvia sobre tu pecho ardiente! ¡Qué fresco vientre terso, donde su curva oculta leve musgo de sombra rumoroso de peces!
Muslos de tierra, barcas donde bogar un día por el músico mar del amor enturbiado donde escapar libérrimos rumbo a los cielos altos en que la espuma nace de dos cuerpos volantes.
¡Ah, maravilla lúcida de tu cuerpo cantando, destellando de besos sobre tu piel despierta: bóveda centelleante, nocturnamente hermosa, que humedece mi pecho de estrellas o de espumas!
Lejos ya la agonía, la soledad gimiente, las torpes aves bajas que gravemente rozaron mi frente en los oscuros días del dolor. Lejos los mares ocultos que enviaban sus aguas, pesadas, gruesas, lentas, bajo la extinguida zona de la luz.