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– Estoy seguro de que usted no se implica tanto en las cuestiones cotidianas. Tiene responsables de departamento y jefes de venta que toman esas decisiones por usted.

– La responsabilidad está en los despachos de la planta alta, señor Macaulay. Simplemente quiero subrayar el hecho de que he estado en la planta baja y he trabajado en todos los departamentos, he conducido los camiones de reparto…

– Incluso ha hecho usted de ayudante de Santa Claus, según dice el Evening Post -la interrumpió él-. ¿Aprendió mucho de aquella experiencia?

– No volvería a hacerlo nunca más.

Romana le brindó una sonrisa auténtica, esperando que él la interpretara como una oferta de paz. Tal vez podrían dejar de lanzarse pullas y empezar de nuevo como iguales. Pero él esquivó el ofrecimiento y respondió lanzándose directamente a la yugular.

– ¿No sabía usted que hay un acuerdo según el cual tenían que entregar la empresa cuando su padre se retirara? Supongo que no lo sabía. Su padre debió haber sido sincero con ustedes desde el principio. Habría sido lo mejor para todos. Pero no tenemos intención de entrar en detalles. Contrataremos al mejor equipo de dirección disponible para llevar los almacenes.

– Nosotras somos el mejor equipo directivo disponible -replicó ella.

Estaba segura de lo que decía. Ellas eran de la familia. No importaba cuánto se le pagara a un alto ejecutivo, seguro que no se tomaría el mismo interés.

– Déjelo en nuestras manos y seguiremos reportando los beneficios de los que ustedes han disfrutado durante años sin tener que levantar ni un dedo.

– Y sin poder intervenir en nada -respondió él-. Los beneficios no han aumentado en los últimos dos años. La empresa está estancada. Es hora de cambiar.

Vaya, el banquero había hecho los deberes. Seguro que podía calcular, hasta el último penique, cuánto habían ganado en el último ejercicio fiscal. Incluso en la última semana.

– El sector del comercio ha tenido dificultades en todas partes -replicó ella.

– Ya lo sé -contestó él, pareciendo incluso simpático-, pero me da la impresión de que Claibourne & Farraday está encantado en su papel de parecer los grandes almacenes más lujosos de Londres.

– Y lo son -declaró ella-. Puede que no sean los más grandes, pero tienen su propio estilo. Y es la tienda más acogedora de la ciudad.

– ¿Acogedora? Querrá decir anticuada, aburrida y carente de ideas nuevas.

Romana se estremeció con la descripción. Deberían sentarse juntos y lamentarse de la negativa de su padre a modernizarse, a renunciar a la decoración de madera y alfombra roja del siglo pasado. Pero no le iba a contar eso a Niall Macaulay.

– ¿Y tiene usted ideas nuevas? -le preguntó.

– Por supuesto que tenemos planes -contestó él, como si no pudiera ser de otra manera.

Con su camisa oscura abotonada hasta el cuello, y ningún asomo de pasión tras sus ojos grises de banquero, ¿qué creía que podía aportar a los mejores grandes almacenes de Londres?

– No he dicho planes. He dicho «ideas» -replicó ella-. Es totalmente distinto. Puede tener planeado vendernos a una gran cadena y dejarse de problemas, limitarse a recibir miles de millones que llevarse a su banco. Y como ustedes tienen la mayoría de las acciones, no podríamos hacer nada para impedírselo.

– Romana -dijo una voz a través del intercomunicador-, siento interrumpir, pero tienes que marcharte ahora mismo.

Niall Macaulay miró su reloj.

– Faltan cinco minutos para su próxima cita -dijo.

Cinco minutos eternos, pensó Romana.

– Lo siento, señor Macaulay. Ha sido fascinante intercambiar opiniones con usted, pero tengo que marcharme a ocuparme de mis asuntos en Claibourne & Farraday. Lo dejo con mi secretaria para que le diga a ella cuándo puede dedicarle algo de tiempo a la tienda, y yo me ajustaré a su horario.

Sin darle ocasión de hacer ningún comentario, Romana recogió sus bolsas y sin molestarse a esperar el ascensor se encaminó a las escaleras.

¿«Dedicarle algo de tiempo»? No estaba dispuesto a que una muchachita como aquella se saliera con la suya de esa manera. Era ella la que no se tomaba el asunto con la seriedad que merecía, y estaba dispuesto a demostrarlo. Recogió su abrigo y su paraguas y fue tras ella.

– ¿Señorita Claibourne?

El portero uniformado de la entrada principal había parado un taxi y estaba sujetando la puerta. Ella entró. Tenía prisa y no necesitaba otra dosis de Niall Macaulay. Obviamente la había seguido escaleras abajo. Entonces, por educación, le preguntó:

– ¿Puedo dejarlo en algún sitio, señor Macaulay?

– No -respondió él.

El alivio de Romana duró sólo hasta que Niall se colocó a su lado en el taxi.

– Yo voy donde usted vaya, señorita Claibourne. Cuando dije que iba a invertir algo de tiempo en supervisar su trabajo, no me refería a alguna ocasión concertada previamente. Me refería a ahora.

– ¿Ahora? -repitió ella estúpidamente-. ¿Se refiere a este preciso instante?

Romana se rió con una risa forzada, deseando que se tratara de una broma. Él no se rió con ella. No podía ser de otra manera: ese hombre no bromeaba.

– Discúlpeme -dijo, deseando parecer sincera-. Había entendido que tenía un banco que dirigir y estaba muy ocupado. Supongo que preferirá no implicarse en todas mis actividades -ni siquiera ella deseaba tal cosa ese día.

Seguro que él pensaba que estaba escondiendo algo. Romana se sintió tentada de decir que sí y dejar que él averiguara por sí mismo la razón, pero no sería un buen comienzo.

– Confíe en mí, hoy no es un buen día para ser mi sombra.

– Confíe usted en mí cuando le digo que yo creo que sí. Si no estoy con usted todo el rato, ¿cómo voy a aprender?

– No lo entiende. Yo no…

– ¿No va a trabajar hoy?

La mirada que él lanzó a sus bolsas sugería que no necesitaba un mes para conocer lo que le hacía falta sobre ella. Sus ojos daban a entender que lo había adivinado todo en el momento en que un vaso de capuchino había dejado sin brillo sus zapatos.

– Sí, pero…

– ¿No debería decirle al taxista dónde quiere ir?

– Sigo pensando que sería más lógico enviarle por fax una lista de mis actividades del mes -replicó ella.

– Seguro que sería una lectura muy constructiva, pero me interesa especialmente lo que vaya a hacer usted hoy. ¿Va a trabajar? -repitió él-. Porque cobra un sueldo de jomada completa, ¿no?

Parecía estar insinuando que Romana recibía un salario sin trabajar.

– Sí -contestó-. Mi sueldo corresponde a una jornada completa.

Y ese día iba a ganarse cada penique, pensó mientras se inclinaba hacia delante para decirle al taxista la dirección.

India se había mostrado sorprendida de que los Farraday aceptaran su estrategia para retrasar la expulsión de las Claibourne. Romana pensó en ese instante que tal vez las cosas no fueran tan simples como parecían a primera vista. ¿Por qué si no tres hombres ocupados dedicarían tanto tiempo a la supervisión de tres mujeres jóvenes que no tenían nada que enseñarles?

Niall Macaulay había admitido que ellos no dirigirían personalmente la empresa, sino que delegarían en un equipo de dirección. ¿Necesitarían demostrar que las hermanas Claibourne eran unas incompetentes, y así expulsarlas del consejo de administración sin problemas?

– ¿Señorita Claibourne?

– ¿Qué? ¡Ah! ¿Quiere usted saber cómo lo consigo? -preguntó.

– Hace un rato ha soltado un discurso sobre lo mucho que se esforzaba usted, asegurando que nadie más podría hacer su trabajo.

– No he dicho que nadie más pudiera hacerlo. Pero no creo que un inversor bancario pueda reemplazarme.

No aquel inversor bancario, desde luego. Las relaciones públicas requerían calidez, y la habilidad de saber sonreír aunque no se tuvieran ganas de hacerlo.