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Linda Howard

Sombras Del Crepúsculo

Prólogo

Se escuchaba a si misma gemir ahogadamente, pero el placer que estallaba por todo su cuerpo hacía que todo lo demás pareciera irreal, ajeno en cierta forma a la ardiente magia que él le estaba proporcionando. El sol del mediodía se filtraba a través de las hojas que susurraban por encima de su cabeza, cegándola y deslumbrándola mientras se arqueaba contra él.

No era tierno con ella. No la trataba como a una flor de invernadero, al igual que los otros muchachos. Hasta que lo conoció, no supo lo aburrido que era ser tratada siempre como una princesa. Para los demás, el apellidarse Davenport la había convertido en un premio al que aspirar, pero sin mancillarlo; para él, ella era simplemente una mujer.

Con él, era una mujer. A pesar de que tenía diecinueve años, su familia la trataba como si todavía fuera una niña. Ese proteccionismo nunca la había molestado, hasta hacía dos semanas cuando se lo había encontrado por primera vez.

Podía ser ingenua e inocente; pero no era estúpida. Cuando se presentó a si mismo supo que su familia era poco más que basura blanca, y que la familia de ella se sentiría horrorizada por el simple hecho de que hubiera hablado con él. Pero la forma en que su musculoso torso tensaba la tela de su excesivamente ceñida camiseta había hecho que se le secara la boca, y el pavoneo masculino de sus andares había provocado una extraña tensión en lo más profundo de su abdomen. Cuando le habló su voz había enronquecido seductoramente, y sus ojos azules ardieron de promesas. Supo entonces que él no se limitaría a tomarla de la mano o a besuquearla. Sabía lo que quería de ella. Pero la salvaje respuesta de su cuerpo quedaba fuera de su experiencia, más allá de su control, y cuando le pidió que se encontrara con él, había accedido.

No podía ausentarse de noche sin que todos supiesen a donde iba, pero era fácil salir sola de paseo durante el día y concertar un lugar de encuentro. La sedujo esa primera vez, desnudándola completamente bajo este mismo roble − no, no podía fingir que había sido una seducción. Había acudido allí sabiendo lo que ocurriría, y deseándolo. A pesar del dolor de la primera vez, él le había mostrado también un desenfrenado placer que no sabía que existiera. Y cada día, volvía a por más.

A veces era grosero, pero incluso eso la excitaba. Se había sentido orgulloso de saber que había sido él quien “la desflorara,”, según sus propias palabras. A veces hacía algún comentario, con tono burlón, sobre un Neeley follándose a una Davenport. Su familia se sentiría horrorizada si se enteraba. Pero ella seguía soñando, soñando sobre que aspecto tendría él con un traje elegante y con el pelo bien cortado y pulcramente peinado, mientras ambos permanecían juntos de pie ante su familia, informándoles de que iban a casarse. Soñaba con él yendo a trabajar a una de las empresas familiares y mostrando a todos lo inteligente que era, que podía elevarse por encima del resto de su familia. Él sería un caballero en público, pero en privado la tiraría sobre la cama y seguiría haciéndole todas estas cosas sucias y deliciosas. No quería que esa parte cambiara en absoluto,

Él terminó, gruñendo al llegar al orgasmo, y casi inmediatamente se apartó de encima de ella. Deseó que la hubiera abrazado un momento antes de apartarse, pero no le gustaba hacerlo cuando hacia tanto calor. Se tumbó de espaldas, la luz del sol moteando su cuerpo desnudo, y casi inmediatamente comenzó a dormitar. A ella no le importó. Con dos semanas de experiencia, sabía que despertaría listo para hacer amor otra vez. Mientras tanto, se sentía feliz tan solo con mirarlo.

Era tan excitante que la dejaba sin aliento. Se incorporó sobre un codo, a su lado, inclinándose sobre él, y con un dedo suavemente explorador trazó el hoyuelo de su barbilla. Las comisuras de su boca se movieron en un tic, pero no despertó.

La familia sufriría un ataque colectivo de ira si supieran lo de él. ¡La familia! Suspiró. Ser una Davenport había regido su vida desde el día en que nació. No todo había sido malo. Adoraba la ropa y las joyas, el lujo de Davencourt, las escuelas prestigiosas y el total esnobismo de todo ello. Pero las normas de comportamiento la irritaban; a veces deseaba hacer algo salvaje, simplemente por hacerlo. Quería conducir rápido, saltar muros demasiado altos, quería…esto. Lo escabroso, lo peligroso, lo prohibido. Le volvía loca la forma en que desgarraba su cara y delicada ropa interior de seda en su afán por tocarla. Eso simbolizaba perfectamente todo lo que deseaba en esta vida, tanto el lujo como el peligro.

Sin embargo, no era eso lo que la familia quería para ella. Se suponía que se casaría con el Heredero, como lo llamaba para si, y que asumiría su papel en la sociedad de Colbert County, asistiendo a almuerzos en el club de yates, a interminables cenas de negocios y de política, y cumpliendo con su deber de producir un par de pequeños herederos.

Ella no quería casarse con el Heredero. Lo que ella quería era esto, esta ardiente y temeraria excitación, la emoción de saber que coqueteaba con lo prohibido.

Bajó la mano por su cuerpo, deslizando sus dedos por la mata de vello púbico que rodeaba su pene. Tal y como esperaba, él se movió, despertándose, al igual que su sexo. Soltó una áspera y sonora carcajada mientras se incorporaba, aplastándola sobre la manta y acomodándose encima de ella.

“Eres la zorrita más insaciable que me he follado nunca,” dijo y la penetró con rudeza.

Ella se estremeció, más por la deliberada crudeza de sus palabras que por la fuerza de su embestida. Aun estaba mojada de la última vez, así que su cuerpo le aceptó fácilmente. Pero parecía que le gustaba decir cosas que sabía que la herían, mirándola con ojos entornados mientras observaba su reacción. Sabía por que lo hacía, pensó, y lo perdonaba. Sabía que no se sentía del todo cómodo siendo su amante, era muy consciente del abismo social que existía entre ambos, y esta era su manera de arrastrarla a su nivel. Pero no hacía falta que la hiciera descender, pensó; ella lo haría ascender.

Ciñó sus muslos alrededor de sus caderas, aminorando sus embestidas para poder contárselo antes de que el creciente ardor en sus entrañas la hiciese olvidar lo que quería decir. “Casémonos la semana que viene. No me importa que no sea una gran boda, podemos fugarnos si…”

El se detuvo, bajando sus centelleantes ojos azules hacia ella. -¿Casarnos?-, le preguntó y se echó a reír. -¿De dónde has sacado esa idea tan estúpida? Ya estoy casado-.

Volvió a embestirla. Ella permaneció tumbada bajo él, entumecida por el shock. Una ligera brisa movía las hojas por encima de su cabeza, y la luz del sol penetraba a través de ellas, cegándola. ¿Casado? Lo admitía, no sabia mucho sobre él ni sobre su familia, solo que no eran respetables, ¿pero una esposa?

El dolor y la ira la invadieron, y lo golpeó, cruzándole la cara con la mano. El le devolvió la bofetada y la agarró por las muñecas, sujetándoselas contra el suelo a ambos lados de la cabeza. -Maldita sea, ¿qué pasa contigo?-, estalló, con la furia ardiendo en sus ojos.

Ella luchaba contra él, tratando de quitárselo de encima, pero era demasiado pesado. Las lágrimas le escocían en los ojos y empezaron a deslizarse por sus sienes hacia el pelo. Su presencia dentro de ella se le hizo repentinamente insoportable, y cada embestida parecía rasparla como una lima oxidada. En el paroxismo de su dolor, pensó que se moriría si él continuaba. -¡Mentiroso!-, chilló, intentando liberar sus manos. -¡Tramposo! ¡Sal de mí! ¡Vete… vete a follarte a tu esposa!

– No me deja-, jadeó el, embistiéndola repetidamente con una expresión de cruel placer ante su forcejeo para escapar. -Acaba de tener un crío.

Ella gritó rabiosa y consiguió liberar una mano, arañándole la cara antes que pudiese volver a cogérsela. Maldiciendo, la abofeteó de nuevo, después, salió de ella y rápidamente la tumbó sobre su estomago. Estuvo encima de ella antes de que pudiera escapar, y gritó otra vez cuando notó como se hundía muy dentro de ella. Estaba indefensa, aplastada por su peso, incapaz de alcanzarlo para pegarle o darle una patada. La utilizó, haciéndole daño con su rudeza. No hacia ni cinco minutos que eso mismo la había excitado, pero ahora quería vomitar, y tuvo que apretar los dientes para contener la ardiente nausea que la envolvió.