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Cuando llegó hasta su coche, se sentó de costado en el asiento del conductor, con las piernas hacia fuera. Inclinándose, se quitó los zapatos y sacudió la suciedad. Después de un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que no viniera ningún coche por el camino, metió las manos bajo la falda y se quitó las medias destrozadas. Las uso para limpiar los zapatos lo mejor que pudo y luego se los puso sobre los pies desnudos.

Llevaba pañuelos de papel en el bolso. Cogiendo uno, lo humedeció con la lengua, y se frotó los arañazos hasta que las diminutas gotas de sangre desaparecieron. Eso y pasarse un cepillo por el pelo, era todo lo que podía hacer para recomponerse. De todas formas, para asegurarse, usaría el viejo truco de su infancia, haciendo uso de la escalera exterior para subir al primer piso y dando un rodeo para llegar a su habitación.

No sabía quién era aquel hombre, pero esperaba no volverlo a ver nunca más.

Capítulo 15

Era justo como en los viejos tiempos, tratando de colarse en su habitación sin que nadie la viera. Pensó que antes, por lo general trataba de esconderse después de cometer alguna travesura o de una metedura de pata social. La confrontación con aquel bruto desconocido era algo mucho más serio. Además ahora era lo bastante madura como para admitir la insensatez en vez de contar una trola para tratar de esconderla. No iba a mentir si le preguntaban, pero no tenía la menor intención de contar voluntariamente lo que había pasado.

Roanna llegó a su habitación sin incidentes. Rápidamente se desnudó y se metió en la ducha, estremeciéndose cuando el agua le escoció sobre los arañazos de las piernas. Después de enjabonarse a conciencia, la mejor protección contra algún posible roce con plantas venenosas que hubieran podido estar escondidas entre la maleza y los árboles, se puso antiséptico en las heridas, seguido inmediatamente de una calmante aplicación de crema de aloe. El escozor se detuvo casi de inmediato, y sin aquel constante recordatorio del inquietante encuentro, sus nervios comenzaron a calmarse.

Unas pasadas con el cepillo devolvieron el orden a su pelo, y tres minutos de aplicación de cosméticos escondieron cualquier signo exterior de su trastorno. Roanna miró fijamente la sofisticada imagen que le devolvía el espejo; a veces se quedaba sorprendida por el reflejo que le devolvía, como si no fuera realmente ella. Gracias a Dios por las mujeres de su hermandad universitaria, pensó. La mayor parte de los cambios de su vida habían estado marcados por la pérdida: la muerte de sus padres, el asesinato de Jessie, la marcha de Webb. La Universidad, sin embargo, había sido un cambio para bien, y el mérito de ello correspondía por entero a aquellas jóvenes de hablar cadencioso, con ojos de águila y lengua afilada que habían tomado bajo su protección a aquella jovencita inadaptada y habían derramado su sabiduría tanto en el ámbito social como en el de la cosmética para convertirla en una debutante aceptable. Era gracioso como el aprender a aplicarse el rimel expertamente se había traducido en una pizca más de seguridad en sí misma y como el dominar con gracia un paso de baile había, de alguna forma, desatado su lengua y le permitió mantener una charla social.

Deslizó los aros de oro blanco en los agujeros de sus lóbulos, girando la cabeza para comprobar su aspecto. Le gustaba como le quedaban, la forma en que las puntas se su pelo se rizaban a través de ellos, como si hubiese sido expresamente cortado para hacerlo así. Otra cosa más que las compañeras de hermandad le habían enseñado, era a apreciar ciertos aspectos de su apariencia. El mayor regalo que le habían hecho estaba formado por todos esos pequeños logros: aprender a bailar, a maquillarse, a vestirse bien, a alternar en sociedad. El acople de cada uno de ellos había sido tan sutil que ni lo había notado, cada pieza encajando discretamente en su lugar, hasta que de repente se hizo tan evidente que pudo verla, y se quedó perpleja por ello.

Autoconfianza.

¡Cómo había envidiado siempre a la gente que la poseía! Webb y Lucinda poseían una seguridad en sí mismos dinámica y agresiva, de la que construye imperios y funda naciones. Gloria por lo general se centraba en si misma, pero lo cierto era, en cualquier caso, que se creía mejor que nadie. La autoconfianza de Jessie había sido monumental. Loyal la poseía en su trato con los animales y en su cuidado, y Tansy en su dominio de la cocina. Incluso los mecánicos del concesionario donde había comprado su coche estaban seguros de su capacidad para resolver cualquier problema de su ámbito.

Aquella estructura lentamente forjada era su seguridad en si misma. La comprensión la hizo abrir los ojos sorprendida. Se sentía segura de si misma en lo que se refería a los caballos; eso siempre había sido cierto. Se había sentido segura de si misma- o fue pura temeridad- para enfrentarse con aquel hombre horrible en el bosque hoy y obligarlo a dejar de maltratar a aquel caballo.

La fuerza combinada de la sorpresa y la furia la habían lanzado a la acción, con un espíritu que no sabía que anidara en su interior. El caballo había sido el catalizador, desde luego; amaba tanto a los animales que siempre la había sacado de sus casillas ver que alguien maltrataba a alguno. A pesar de ello, sus propias acciones la sorprendieron, enfrentándola a una parte de si misma que creía que hacía mucho tiempo que había muerto, o al menos quedado bloqueada. Nunca había sido dada a las rabietas o a salirse con la suya en todo, pero si hacía valer su opinión cuando le parecía apropiado. Mantenía una gran parte de ella en privado, pero era por decisión propia, su manera de manejar la angustia y mantener el dolor a raya. Se protegía a si misma no dejando translucir su preocupación, o al menos no dejando saber a los demás lo que le afectaba, y en general, ese aspecto de indiferencia funcionaba.

Siguió mirando fijamente en el espejo el rostro que tan bien conocía, pero que de repente parecía distinto y nuevo, como si acabara de descubrir una perspectiva diferente del mismo.

La gente en la ciudad la trataba con respeto, prestando atención cuando daba su opinión, las pocas veces que lo hacía. Incluso hasta había un grupo de jóvenes mujeres de negocios de la zona de Shoals que con regularidad la invitaban a sus almuerzos del sábado en Callahan, no para hablar de negocios, sino para charlar riendo y bromeando y… ser amigas. Amigas. No la invitaban porque fuera la suplente de Lucinda, o porque quisieran presentarle un proyecto o pedirle un favor. La invitaban simplemente porque les caía bien.

No se había dado cuenta. Sus labios se entreabrieron sorprendidos. Estaba tan acostumbrada a pensar en si misma como la representante de Lucinda que no había considerado la posibilidad de ser invitada a ningún sitio por si misma.

¿Cuándo había ocurrido? Pensó en ello, pero no pudo encontrar el momento. El proceso había sido tan gradual que no encontró ningún acontecimiento aislado que marcara el cambio.

Una sensación de paz comenzó a extenderse en lo más profundo de su interior. Webb iba a tener Davencourt, tal y como Lucinda siempre planeó, pero el profundamente arraigado temor que Roanna sentía y con el que siempre había vivido, el de tener que abandonar sus protectores confines comenzó a desvanecerse. Seguía pensando en marcharse de la mansión; lo amaba tanto que desconfiaba de su autocontrol estando cerca de él. Si se quedaba, probablemente acabaría arrastrándose hasta su cama cualquier noche y rogándole que la tomara de nuevo.

No quería eso. No quería avergonzarlo ni a él, ni a si misma. Esta recién descubierta sensación de valor era demasiado nueva, demasiado frágil, para sobrevivir a otro devastador rechazo.

Comenzó a pensar dónde iría, lo que haría. Deseaba permanecer en la zona de los Shoals, por supuesto; sus raíces estaban profundamente enterradas allí, por generaciones. Tenía dinero propio, heredado de sus padres, y también heredaría una parte de Lucinda aunque el grueso de la fortuna fuera a parar a Webb. Podría hacer lo que quisiera. Era un pensamiento liberador.