Súbitamente Webb apareció junto a ella, su mano en su brazo y la puso en pie. -Estás tan cansada que te tambaleas en tu silla, dijo, en tono abrupto. -Vete a la cama. La oferta de Mayfield era todo que teníamos que discutir.
Incluso aquel mínimo contacto bastó para que Roanna deseara inclinarse hacia él, descansar recostada en su fortaleza, sentir el calor y la solidez de su cuerpo contra ella una vez más. Para no ceder al impulso, se obligó a apartarse de él.
– Estoy cansada,- admitió en tono apagado. -Si estás seguro de que esto es todo, me voy arriba.
– Eso es todo,- dijo Webb, y un ceño fruncía sus cejas.
Roanna murmuró un -buenas noches- a Lucinda y abandonó la habitación. Webb la vio salir con ojos entrecerrados. Se había apartado de él. Por primera vez desde que podía recordar, Roanna había evitado su contacto.
– ¿Dormirá? – preguntó en voz alta, sin mirar a Lucinda,
– Probablemente no.- Suspiró. -O no mucho, en todo caso. Parece… OH, no sé, un poco nerviosa. Esta es la primera vez que se ha mostrado categórica en años. Me alegro de que escucharas lo que tenía que decir en vez de descartarlo sin más. Tuve que aprender a prestar atención a lo que decía. Es que percibe mucho sobre la gente, porque ellos se dedican a hablar sin más y ella se limita a escuchar. Roanna se percata de los pequeños detalles.
Charlaron durante unos minutos más, después, cuidadosamente, Lucinda se incorporó del sofá, rehusando orgullosamente mostrar lo dificultoso que le resultaba. -Yo también estoy un poco cansada,- dijo. -Mis días de bailar hasta el alba han quedado atrás.
– Yo nunca los tuve,- contestó Webb irónicamente. -Siempre había trabajo que hacer.
Ella hizo una pausa, mirándolo con preocupación. -¿Fue demasiado?- le preguntó de repente. -Eras tan joven cuando dejé Davencourt en tus manos. No tuviste tiempo de ser simplemente un muchacho.
– Era un trabajo duro,- dijo él, encogiéndose de hombros. -Pero era lo que quería. No lo lamento.- El nunca lamentó el trabajo. Lamentó un montón de otras cosas, pero nunca la completa satisfacción de superarse a si mismo, aprendiendo y llevándolo a cabo. No lo había hecho solo por Davencourt, sino por sí mismo, porque experimentaba un gran placer con el poder y la excitación que conllevaba. Había sido el chico de oro, el príncipe heredero, y se había deleitado en el papel. Incluso se había casado con la princesa, y menudo desastre resultó ser. No podía culpar a Lucinda de ello, aunque esta hubiera fomentado alegremente el matrimonio entre él y Jessie. Fue su ciega ambición la que lo había conducido de buen grado al altar.
Lucinda le acarició el brazo al pasar, y también se la quedó mirando mientras salía, notando el cuidado con el que daba cada paso. Sentía mucho más dolor y mucha más debilidad de la que dejaba a nadie adivinar. Como no deseaba que nadie la mimara en exceso, la dejó ir sin un comentario.
Suspiró, un suave sonido en la tranquilidad del cuarto. Una vez estos habían sido sus dominios y mostraban el inconfundible sello de un uso exclusivamente masculino. No había sufrido demasiados cambios, exceptuando el añadido de los ordenadores y el fax, porque Davencourt no era una casa dada a bruscos o dramáticos cambios. Por el contrario, envejecía de manera sutil, con delicadas y graduales alteraciones. Sin embargo, la habitación ahora pareció más suave, más femenina. Las cortinas eran diferentes, en tonos más luminosos, pero era más que eso. El mismo aroma de la habitación había cambiado, como si hubiera absorbido el dulzor inherente de la piel femenina, de los perfumes y lociones que Lucinda y Roanna usaban. Podía distinguir con facilidad el aroma a Chanel de Lucinda; era el mismo que había usado desde que tenía memoria. El olor de Roanna era ligero, más dulce, y se hacia más fuerte cuando se sentaba al escritorio.
El débil aroma lo atrajo. Volvió a su asiento en el escritorio y revolvió algunos papeles pero después de unos minutos se rindió y en cambio se recostó, frunciendo el ceño mientras sus pensamientos volvían sobre Roanna.
Nunca se había apartado de él antes. No podía sacarse eso de la cabeza. Lo molestaba profundamente en su interior, como si hubiera perdido algo precioso. Se había jurado no aprovecharse; demonios, hasta se había sentido un poco noble por ello, porque había estado negándose algo que deseaba mucho: ella. Pero estaba tan malditamente remota, como si aquella noche en Nogales nuca hubiera sucedido, como si no se hubiese pasado toda su adolescencia pegada a sus talones y venerándolo con una sonrisa de adoración.
Era tan controlada, estaba tan encerrada en si misma. Seguía mirándola con una sonrisa, esperando que ella se la devolviera en uno de esos momentos de humor que siempre habían compartido antes, pero su imperturbable y remoto rostro permanecía tan solemne como de costumbre, como si ya no quedaran sonrisas en ella.
Sus pensamientos regresaron al momento en que hicieron el amor. Deseaba ver a Roanna sonreír de nuevo, pero aún más, deseaba saber si llevaba un bebe suyo dentro. Tan pronto como pudiera arreglarlo, iba a tener una conversación en privado con ella… algo que podría resultar ser más difícil de lo que nunca había imaginado, dado el modo en que ella había comenzado a evitarlo.
La tarde siguiente, Roanna suspiró mientras se reclinaba contra el respaldo del enorme sillón de cuero, masajeándose el cuello para aliviar la tensión. Una ordenada pila de invitaciones, con la dirección ya puesta, descansaban sobre una esquina del escritorio, pero un vistazo a la lista de invitados le dijo que aún le quedaban, al menos, un tercio de las invitaciones por escribir.
Una vez que Lucinda consiguió el consentimiento de Webb para la fiesta, había comenzado a trazar sus planes de batalla. Todo el que era alguien tenía que ser invitado, lo que hizo que la lista de invitados abarcara unas quinientas personas. Una muchedumbre de ese tamaño sencillamente no cabría en casa, ni siquiera, en una casa tan grande como Davencourt, a menos que los metieran en los dormitorios. Lucinda no se había desanimado; simplemente abrirían las puertas francesas del salón a la terraza, decorarían con guirnaldas de luces los árboles y arbustos del jardín, y dejarían que la gente entrara y saliera a su gusto. De todas formas la terraza era mejor para bailar.
Roanna había comenzado el trabajo de inmediato. Era imposible que Tansy se las arreglara para preparar comida para semejante multitud, así que se dispuso a localizar a un proveedor que pudiera suministrar comida para una fiesta de semejante tamaño con tan poca antelación, porque la fecha que Lucinda había elegido era en menos de dos semanas. Lo había hecho intencionadamente, no queriendo dar tiempo a los invitados para que se lo pensaran demasiado, pero con tiempo suficiente para que pudieran comprar un traje nuevo y pedir cita en la peluquería. Los pocos proveedores en el área de los Shoals estaban ya comprometidos para aquella fecha, así que Roanna se había visto obligada a contratar a una firma de Huntsville con la que nunca había trabajado antes. Sólo esperaba que todo saliera bien.
Había una tonelada de artículos de decoración almacenados en el desván y cientos de tiras de lucecitas, pero Lucinda habían decidido que solo utilizarían las de color melocotón porque este suave color favorecería a todo el mundo. No había ninguna luz de este color en el desván. Después de una docena de llamadas, Roanna las había localizado en una tienda especializada en Birmingham, y consiguió que las enviaran de inmediato.
No había sillas suficientes, incluso teniendo en cuenta que una parte de los invitados estarían bailando o deambulando por el jardín. Hubo que traer más sillas, había que contratar una orquesta, encargar las flores, y encontrar una imprenta que pudiera hacerles las invitaciones inmediatamente. Todo esto estaba finalmente conseguido, y ahora Roanna estaba ocupada escribiendo la dirección en los sobres. Había estado con ello durante las tres últimas horas, y estaba agotada.