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Recordaba a Lucinda cuando se encargaba de esta tarea. Una vez le preguntó por qué no contrataba a alguien para hacerlo, ya que le parecía una tarea horrorosamente aburrida, permanecer sentar durante horas escribiendo direcciones en cientos de sobres. Lucinda le había contestado de manera arrogante que una señora tenía que tomarse la molestia de invitar personalmente a cada uno de sus invitados, lo que Roanna interpretó cómo que significaba que era una de aquellas anticuadas reglas de etiqueta sureña que seguían vigentes, sin importar lo ilógica que resultara. Se había prometido a si misma que ella nunca haría algo tan aburrido.

Ahora, pacientemente, avanzaba con la lista de invitados. El trabajo seguía siendo aburrido, pero ahora entendía por qué la costumbre seguía vigente; daba una sensación de continuidad, de relación con aquellos que se habían ido. Su abuela había hecho esto, al igual que su bisabuela, y su tatarabuela, remontándose a un largo número de generaciones. Aquellas mujeres eran una parte de si misma, sus genes todavía pervivían en ella, aunque al parecer ella iba a ser el fin de la línea genealógica. Solo había existido un hombre para ella, y no estaba interesado. Fin de historia, fin de la familia.

Resueltamente Roanna se desprendió de todo pensamiento sobre Webb para poder concentrarse en el trabajo manual. Estaba acostumbrada a hacer cualquier papeleo en el escritorio del despacho, pero Webb había estado trabajando allí esa mañana. Aún sentía un pequeño sobresalto siempre que lo veía sentarse en la silla que había llegado a considerar como suya, sobresalto que no podía competir con la oleada de felicidad que la embargaba siempre ante su visión.

Se había retirado a una soleada salita en la parte de atrás, porque era la más privada, y comenzó su trabajo en el escritorio de allí. La silla resultó ser un instrumento de tortura si pasabas en ella más de quince minutos, así que se trasladó al sofá, con la escribanía en el regazo. Se le durmieron las piernas. Cuando Webb se había marchado después del almuerzo a visitar Yvonne, aliviada, Roanna se aprovecho de su ausencia para instalarse a trabajar en el estudio. Se sentó en el sillón y todo pareció de nuevo correcto. El escritorio era de la altura adecuada, el sillón cómodo y familiar.

Ella pertenecía a esta silla, pensó. Sin embargo, se negó a sentir resentimiento. Aquí era donde se había sentido necesaria por primera vez en su vida, pero pronto tendría algo que le pertenecería únicamente a ella. La muerte de Lucinda marcaría el final de una etapa de su vida y el comienzo de otra. ¿Por qué preocuparse por este símbolo de poder cuándo de todos modos pronto se marcharía a otra parte? Tan solo le resultaría angustioso abandonar a Webb, pensó, porque en realidad todo esto le había sido prometido a él mucho antes de que ella asumiera, en su ausencia, la administración de Davencourt.

Había una enorme diferencia entre el papeleo financiero y escribir direcciones, al menos en cuanto a la importancia de ambos, pero físicamente era igual de agotador. Trabajando por fin con relativa comodidad, dejó la mente en blanco mientras continuaba con las invitaciones.

Al principio apenas fue consciente de que la fatiga se apoderaba de su cuerpo, de tan acostumbrada como estaba. Se obligó a ignorarla y con cuidado escribió unas cuantas direcciones más, pero de repente sus párpados se volvieron tan pesados que apenas podía mantenerlos alzados. Su temor de las dos últimas noches de caer profundamente dormida y volver al sonambulismo había sido infundado; a pesar de la fatiga que invadía hasta el último rincón de su cuerpo apenas consiguió dar una par de cabezadas y en total logró dormir apenas un par de horas cada noche. La noche anterior, otra vez, había sido casi dolorosamente consciente de la presencia de Webb en la habitación de al lado, y se había despertado varias veces atenta a sus movimientos.

Ahora era consciente de lo tranquila que estaba la casa. Webb se había ido, y Lucinda dormía la siesta. Greg y Brock estaban en el trabajo. Gloria y Lanette podrían estar en contra de celebrar la fiesta, pero ambas se habían marchado a comprarse un nuevo vestido, y Harlan se había ido con ellas. Corliss desapareció inmediatamente después del desayuno, con un despreocupado “volveré más tarde,” y ninguna indicación de a dónde iba.

A pesar del aire acondicionado, el estudio estaba caldeado por la intensidad del feroz sol veraniego que se colaba por las ventanas. Los párpados de Roanna fueron cayendo poco a poco hasta que se cerraron completamente. Ella siempre intentaba no dormir la siesta durante el día porque esto sólo contribuía a que le resultara más difícil conciliar el sueño por la noche, pero a veces la fatiga la vencía. Allí sentada, en el tranquilo y cálido estudio, perdió la batalla por mantenerse despierta.

Webb se percató, en cuanto entró en el garaje de que el coche de Roanna estaba en su sitio, de que Corliss ya había regresado y de que Gloria y Lanette aún seguían fuera de compras. Fue, sin embargo, la presencia del coche de Roanna, la que hizo que un ardiente latigazo de excitación recorriera su cuerpo. Ella había tenido reuniones vespertinas los dos días que llevaba de regreso, y medio esperaba que esa tarde también hubiera salido, aunque no había dicho nada sobre tener una cita. En la cerrada estructura social de las pequeñas ciudades, los negocios y los compromisos sociales a menudo se solapaban, a la manera de antes. Hasta que él no estuviera totalmente integrado de nuevo en la sociedad del condado otra vez, Roanna tendría que ocuparse de aquellas obligaciones ella sola.

Aunque no había esperado verla tan poco. En el pasado, Roanna siempre iba pegada a sus talones, fuera lo que fuera que él estuviera haciendo. Cuando tenía siete u ocho años, había tenido que impedir físicamente que lo siguiera dentro del cuarto de baño, e incluso así, se limitó a esperarlo en la puerta.Claro que por entonces, ella acababa de perder a sus padres y él había sido su única fuente de seguridad; su frenética dependencia había cesado gradualmente conforme ella se fue aclimatando. Pero incluso cuando se convirtió en adolescente, siempre estaba allí, su carita tan del montón, girada hacia él como un girasol hacia el astro rey.

Pero ya no era del montón; se había convertido en una mujer asombrosa, con la clase de estructura ósea fuerte y definida, cuya belleza no sucumbiría a la edad. Él había luchado consigo mismo para resistir la constante tentación; no podía aprovecharse de su angustiosa vulnerabilidad solo para satisfacer su lujuria. Maldita fuera su estampa, sin embargo, porque en vez de mostrarse vulnerable, ella se había tornado completamente remota con él, y la mayor parte del tiempo ni siquiera estaba cerca. Era como si lo estuviera evitando a propósito, y esta comprensión lo sacudió en lo más profundo. ¿Se sentía avergonzada porque se había acostado con él? Recordó lo hermética que había sido su expresión a la mañana siguiente. ¿O estaba resentida porque él iba a heredar Davencourt en vez de ella?

Lucinda dijo que Roanna no tenía interés ninguno en dirigir Davencourt, pero ¿y si se equivocaba? Roanna escondía demasiado detrás de aquel apacible y remoto rostro. Hubo un tiempo en que él había sido capaz de leer en ella como en un libro abierto, y ahora se encontraba observándola siempre que podía, tratando de descifrar el más mínimo parpadeo o gesto que pudiera insinuar sus sentimientos. La mayoría de las veces, sin embargo, lo único que veía era la fatiga que la consumía y la reservada paciencia con que ella lo soportaba.

Si se hubiera percatado antes de lo malditamente agotadora que esta fiesta sería para ella, nunca habría estado de acuerdo en celebrarla. Si cuando entrara en casa ella seguía trabajando, iba a obligarla a parar. Su cara estaba pálida y consumida, y unas oscuras ojeras habían aparecido bajo sus ojos, prueba de que no había dormido. El insomnio era una cosa; no dormir por la noche y matarse a trabajar durante el día otra muy distinta. Necesitaba hacer algo que la distrajera, y pensó que un largo y relajado paseo a caballo era la respuesta. No sólo porque a ella le encantaba montar, sino porque además puede que el ejercicio físico obligara a su cuerpo a descansar esa noche. También a él le vendría bien; había estado pasando largas jornadas de trabajo en el sillón casi cada día, y echaba de menos el ejercicio, casi tanto como la relajante compañía de los caballos.