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Había dormido igual la noche que pasaron juntos; el poco tiempo que él la dejo dormir. Si hubiera sabido entonces lo verdaderamente ajeno que un profundo y reconstituyente sueño era para ella, no la habría despertado tantas veces. Pero inmediatamente después, cada una de las veces, ella se había enroscado en sus brazos, de aquella misma manera, con su cabeza descansando sobre su hombro.

Una afilada punzada de deseo lo atravesó. Le gustaría poder abrazarla de aquella forma otra vez, pensó. Podría dormir en sus brazos tanto tiempo como quisiera.

Capítulo 16

Corliss iba temblando mientras subía las escaleras, pero era un temblor mas interno que externo. Necesitaba algo ya. Entró a toda prisa en su habitación y cerró la puerta, y entonces comenzó a buscar frenéticamente en todos sus escondrijos favoritos: en el interior del diminuto roto del fondo del sofá, dentro del bote vacío del desmaquillante, en la lámpara, en las hormas para los zapatos. Encontró exactamente lo que esperaba, nada, pero aún así necesitaba asegurarse de haberlo registrado todo.

¿Cómo se había atrevido a hablarle así? Siempre lo había odiado, había odiado a Jessie, a Roanna. ¡No era justo! ¿Por qué habían tenido ellos que vivir en Davencourt mientras ella tuvo que hacerlo en aquella estúpida casita? Durante toda su vida la habían despreciado en el colegio como la pariente pobre de los Davenport. Pero a veces las cosas buenas ocurren, como cuando mataron a Jessie y a Webb lo culparon de ello. Corliss se había regocijado en silencio; ¡Dios, había sido tan difícil no reírse ante aquel giro de los acontecimientos! Pero se había comportado como se esperaba que lo hiciera, pareció apropiadamente triste, y cuando Webb se largó, las cosas pronto volvieron a la normalidad y su familia se trasladó a Davencourt, donde deberían haber vivido todos aquellos años, después de todo.

Tuvo entonces montones de amigos, gente que sabía divertirse de verdad, y no presumidos de los de “mi tatara-abuelo luchó en la Guerra ”, de los que lucían y no eructaban en presencia de las damas. Qué mamarrachos. Sus amigos sí sabían divertirse.

Había sido espabilada, se había mantenido lejos de las drogas duras. Nada de chutarse, de eso nada. Aquella mierda podía matarla. Le gustaba al alcohol, pero lo que de verdad adoraba era aquel dulce polvo blanco. Una rayita y adiós a las preocupaciones; se sentía en la cima del mundo, la mejor, la más guapa, la más sexy. Una vez se había sentido tan malditamente atractiva que se lo había montado con tres tíos a la vez, uno después de otro, y por último los tres juntos, y los había agotado a los tres. Había sido de locura, se había sentido la mejor, no había vuelto a tener sexo así desde entonces. Le gustaría hacerlo de nuevo, pero ahora le costaba más volar, y en realidad disfrutaba más de eso que de follar. Además, un par de veces tuvo un pequeño problema uno o dos meses después, y se había tenido que marchar a Memphis donde nadie la conocía para ocuparse de él. Prefería no tener un panecillo en el horno que le arruinara la diversión.

Pero todos sus escondrijos estaban vacíos. No tenía nada de coca, y nada de dinero. De forma desesperada vagó por la habitación, tratando de pensar. Tía Lucinda siempre guardaba un buen fajo de billetes en el monedero, pero este estaba en su dormitorio y la vieja estaba todavía en su suite, así que no podía cogerlo. La abuela y su madre se habían ido de compra, por lo que se habrían llevado todo el efectivo con ellas. Pero Roanna estaba dormida en el estudio… Corliss sonrió para sus adentros mientras salía furtivamente de su suite, y cruzaba aprisa el rellano superior hacia el cuarto de Roanna.

Pensó que después de todo había sido algo bueno que Webb le hubiera impedido cerrar de golpe aquella puerta. Deja que la pequeña y querida Roanna duerma, la estúpida zorrita.

Silenciosamente se coló en el dormitorio de Roanna. Esta siempre guardaba sus bolsos ordenadamente en el armario como una niña buena. A Corliss le llevó sólo un momento sisar la cartera de Roanna y contar el dinero. Sólo ochenta y tres dólares, maldición. Incluso alguien tan obtusa como Roanna notaría que le faltaban un par de billetes de veinte. Raras veces se molestaba en buscar en el monedero de Roanna por esta razón, casi nunca llevaba mucho efectivo.

Sus ojos cayeron sobre la chequera, pero resistió la tentación., tendría que firmar un recibo para hacerlo efectivo, y de todos modos el cajero del banco podría darse cuenta de que no era Roanna. Ese era el problema de las ciudades provincianas, todo el mundo conocía a todo el mundo.

Sin embargo, la tarjeta de crédito era otra cosa. Si solamente pudiera encontrar el PIN de Roanna… Rápidamente empezó a sacar todos los recibos del monedero. Se suponía que nadie anotaba su PIN, pero todo el mundo lo hacía. Encontró un trozo de papel, doblado con esmero, con cuatro números apuntados. Rió por lo bajo mientras cogía una pluma del interior del bolso y garabateó el número sobre la palma de la mano. Quizás no fuera el PIN, ¿pero y qué? Lo peor que le podía pasar era que la maquina no le diera dinero, no era como si fuera a llamar a Roanna y chivarse de ella.

Sonriendo, se guardó la tarjeta en el bolsillo. Esto era mejor que pillar veinte aquí y allí. Sacaría un par de cientos, le devolvería la tarjeta a Roanna antes de que esta la echara de menos, y tendría un poco de diversión esa noche. Infiernos, hasta pondría el comprobante en la carpeta donde Roanna guardaba esas cosas; de aquella forma, no habría ninguna discrepancia cuando le llegara el extracto de cuentas. Era un buen plan; tendría que usarlo más veces, incluso pensó que sería divertido usar la tarjeta de la tía Lucinda de vez en cuando, si podía conseguirla, y alternarlas en vez de usar siempre la misma. La variedad era la sal de la vida. Esto además reducía las posibilidades de ser pillada, que era lo más importante; eso y conseguir pasta.

Hacia las ocho de esa misma noche, Corliss se sentía mucho mejor. Después del “golpe” al cajero automático, le había llevado algún tiempo encontrar a su proveedor habitual, pero por fin lo había localizado. El polvo blanco la incitaba, y ansiaba esnifarlo todo de una sola vez, pero sabía que era más inteligente racionarlo, porque no había seguridad de cuan a menudo podría echar mano de otra tarjeta de crédito ajena. Se permitió una única raya, lo bastante para calmar su ansiedad.

Ya se sentía de humor para divertirse. Se pasó por su bar favorito, pero ninguno de sus amigos estaba allí, y se sentó sola, tarareando un poco. Pidió su bebida favorita, daiquiri de fresa, que le encantaba porque de la forma en que el camarero se los mezclaba eran una bomba alcohólica, pero al mismo tiempo tenían el aspecto de ser uno de esos cócteles delicados que las señoritas bien educadas tomaban.

Sin embargo, cuanto más tiempo pasaba allí sentada más se ensombrecía su humor. Trató de aferrarse a la euforia inducida por la droga, pero esta, como siempre, se iba desvaneciendo, y le dieron ganas de ponerse a gritar. El daiquiri estaba bien, pero el alcohol no le funcionaba tan bien como la coca. Tal vez si pillaba una buena cogorza, ayudaría.

Paso una hora eterna, y ninguno de sus amigos apareció. ¿Habrían quedado en otro sitio sin avisarla? Sintió una punzada de pánico. Nadie se habría enterado de que Webb había amenazado con echarla de Davencourt, aún no.

Desesperadamente se terminó a sorbos el daiquiri, tratando de no sacarse un ojo con la estúpida sombrillita turquesa de papel. O la pajilla era más corta que de costumbre, o aquella maldita sombrilla se había agigantado. No había tenido ese problema con las dos primeras copas. Fulminó con la mirada al camarero, preguntándose si no le estaría gastando una jugarreta, pero ni siquiera la miraba, así que decidió que no.