Los cadáveres de las otras dos sombrillitas yacían delante de ella. Una amarilla, y la otra rosa. Ponlas todas juntas y tendrás un bonito ramillete de sombrillitas. ¡Yuhuu! Tal vez las guardara para ponerlas sobre la tumba de Tía Lucinda. Mira que idea; para cuando el viejo murciélago estirara la pata, debería haber juntado las suficientes como para hacerle una corona funeraria verdaderamente bonita.
O tal vez podría embutírselas garganta abajo a Webb Tallant. Muerte por sobredosis de sombrillitas; sonaba bien.
El bastardo le había dado un susto de muerte esa tarde cuando la había sujetado así. Y la mirada en sus ojos. ¡Dios! Era la mirada más fría y despiadada que había visto en su vida, ¡y total para nada! El sueño de belleza de la señorita “Siempre-digo-lo-correcto” no había sido interrumpido, y Dios sabía que necesitaba todo el que pudiera conseguir. Corliss rió entre dientes, pero su alegría se marchitó cuando recordó la amenaza de Webb.
Lo odiaba. ¿Por qué lo tenía todo? No se lo merecía. La irritaba que siempre fuera el elegido, el favorito, cuando su parentesco con Tía Lucinda no era más cercano que el suyo. Era un tacaño y un egoísta, la vieja bruja iba a legarle Davencourt, y no le permitiría seguir viviendo allí cuando Tía Lucinda muriera. ¡Era muy injusto!
A pesar de lo mal que le caía Roanna, al menos ella era una verdadera Davenport, y no se sentiría tan mal si Davencourt se lo quedara ella. Y una mierda, se replicó. Roanna era una estúpida debilucha, que tampoco merecía Davencourt. Lo único bueno de que Roanna heredara la casa era que Corliss sabía que podía manejarla con una mano atada a la espalda. Tendría a ese ratoncito tan acojonado que se apresuraría a entregarle la pasta en vez de obligar a Corliss a robarla.
Pero si tía Lucinda no le iba a dejar Davencourt a Roanna, ¡entonces no era justo que Webb se la quedara! Puede que tía Lucinda no creyera que Webb había asesinado a Jessie, pero Corliss tenía su propia opinión, reforzada además por la expresión que había visto en su cara esa misma tarde. No tenía la menor duda de que podía asesinar. Porqué durante un instante había creído realmente que iba a matarla, y todo por una bromita que pensaba gastar. Sólo había pensado en dar un portazo, no es que realmente fuera a hacerlo. Pero él la había agarrado y le había hecho daño en el cuello, el muy bastardo.
Alguien se deslizó en el taburete junto al suyo. -Tienes pinta de necesitar otra copa,- ronroneo en su oído una suave voz masculina.
Corliss lanzó un desdeñoso vistazo al hombre sentado junto a ella. Era bastante apuesto, supuso, pero demasiado mayor. -Piérdete, viejales.
Él se rió entre dientes. -No dejes que las canas te engañen. Solo porque hay nieve en el tejado no significa que no haya fuego en el horno.
– Sí, sí, ya he oído todo eso antes,- dijo, aburrida. Dio otro trago al daiquiri. -Quién tuvo, retuvo y todo eso. ¿Y a mi qué? Qué te jodan… y no te lo tomes como una invitación.
– No estoy interesado en joder contigo,- dijo él, y sonó aún más aburrido que ella.
Se quedó tan sorprendida por su declaración que lo miró, lo miró de verdad. Vio el grueso cabello que se había vuelto casi totalmente gris, y un cuerpo que continuaba siendo poderoso y estando en forma a pesar de que debía rondar los cincuenta. Pero fueron sus ojos los que la atraparon, pensó; eran los ojos más azules que había visto jamás, y mirar en su interior era como hacerlo en los de una serpiente: inexpresivos y totalmente carentes de sentimiento. A Corliss le provocaron escalofríos, pero no podía evitar sentirse fascinada.
Él hizo un gesto con la cabeza en dirección a las sombrillitas desparramadas sobre la barra. -Te has liquidado las copas a toda velocidad. ¿Un mal día?
– No sabes ni la mitad,- dijo ella, pero entonces se rió. -Sin embargo, la cosa parece mejorar.
– Entonces, ¿por qué no me cuentas?,- la invitó él. -Eres Corliss Spence, ¿verdad? ¿No vives en Davencourt?
A menudo esta era una de las primeras cosas que la gente le preguntaba cuando se la presentaban. A Corliss le encantaba la distinción que le proporcionaba, la sensación de ser alguien especial. Webb iba a arrebatárselo, y lo odiaba por ello.-Sí, vivo allí,- dijo ella. -Al menos por ahora.
El hombre se llevo su copa a la boca. Por el color del líquido, parecía bourbon a palo seco. Tomó varios sorbos mientras la contemplaba con aquellos glaciales ojos azules. -Me da la sensación de que dentro de poco vas a sacar tu trasero de allí. Debe ser bastante incomodo vivir con un asesino.
Corliss pensó en la mano de Webb apretándole el cuello, y tembló. -Es un bastardo,- dijo. -Voy a mudarme pronto. ¡Hoy me atacó sin motivo!
– Cuéntame,- le instó otra vez, y le tendió la mano. -A propósito, mi nombre es Harper Neeley.
Corliss le estrechó la mano y sintió una pequeña sacudida de atracción. Sería un tanto mayor, pero había algo en él que le hacia estremecer. Sin embargo, por ahora, estaba más que encantada de contarle a su nuevo amigo todo lo que quisiera saber sobre lo odioso que era Webb Tallant.
Roanna se arrepentía de haber sucumbido al sueño durante la siesta de esa tarde. En ese momento había sido muy reparadora, pero ahora se enfrentaba a otra larga noche en vela. Había subido a las diez en punto y había realizado todo el ritual nocturno, poniéndose el camisón, cepillándose los dientes, metiéndose en la cama, todo para nada. Supo desde el principio que el sueño tardaría mucho en llegar, si es que lo hacía, así que salió de la cama y se enroscó en el sillón. Cogió el libro que había estado tratando de leer las dos últimas noches y finalmente consiguió concentrarse en él.
Webb subió a las once, y ella apagó la lámpara de lectura mientras escuchaba cómo se duchaba. Miró el rastro de luz que salía de su habitación, preguntándose si se acercaría a las puertaventanas y así ella podría ver su sombra sobre la galería. No lo hizo; su luz se apagó, y se hizo el silencio en la otra habitación.
La luz de su lamparita atraía a los mosquitos, por lo que Roanna siempre mantenía las puertas que daban a la galería cerradas mientras leía así que no podría oírlo si él abría las suyas esa noche. Permaneció silenciosamente sentada en la oscuridad, esperando a que hubiera pasado tiempo suficiente para que él se durmiera, rogando para poder hacer ella lo mismo. Miró las manecillas fluorescentes de reloj hasta que pasaron de la medianoche; sólo entonces volvió a encender la lamparita y retomó la lectura.
Una hora más tarde bostezó y descansó el libro en el regazo. Incluso aunque no pudiera dormir, estaba tan cansada que lo único que quería era tumbarse. Echó un vistazo afuera y vio que se estaba acercando una tormenta nocturna; pudo ver el rojo destello de los relámpagos, pero por ahora estaba tan lejos que no pudo oír ningún trueno. Quizás si abría las puertas y se metía en la cama, sentiría más cerca la tormenta, trayendo la dulce lluvia con ella. La lluvia era su mejor sedante, arrullándola, hasta que caía en el más reparador de los sueños.
Estaba tan cansada que tardó un largo momento en darse cuenta de que los relámpagos no eran rojos. No había ninguna tormenta.
Había alguien en la galería, su oscura silueta apenas discernible entre las sombras.
Estaba mirándola.
Webb.
Lo reconoció de inmediato, tan rápido que no le dio tiempo a asustarse con la idea de que hubiera un extraño en la galería. Estaba fumando y el cigarrillo describió un luminoso arco rojizo cuando se lo llevó a los labios. La punta encendida brillo aún con más fuerza cuando le dio una calada y con la breve llamarada ella pudo distinguir las duras facciones de su rostro, sus altos y afilados pómulos.
Estaba recostado contra el pasamanos, justo en el límite de la claridad que escapaba de su habitación. Una luz plateada y fantasmal brillaba sobre sus hombros desnudos, procedente de las estrellas que tachonaban el cielo nocturno. Llevaba un pantalón oscuro, los vaqueros quizás, pero nada más.