No tenía ni idea del tiempo que llevaría ahí fuera, fumando y contemplándola en silencio a través del cristal de las puertaventanas de su habitación. Respiró profundamente, tomando conciencia física de él tan repentina e intensamente que el impacto le dolió. Despacio recostó la cabeza contra el respaldo del sillón y le devolvió la mirada. Fue agudamente consciente de su desnudez bajo la tela de su modesto camisón: los pechos que él había besado, los muslos que había separado. ¿Recordaba él también esa noche?
¿Por qué no estaba dormido? Era casi la una y media.
Él se giró y lanzó el cigarro por encima de la barandilla, hacia la hierba cubierta de rocío. La mirada de Roanna siguió automáticamente el movimiento, el arco de fuego, y cuando volvió la vista atrás, no estaba.
No había oído cerrarse sus puertas. ¿Habría vuelto dentro, o estaría paseando por la galería? Con sus propias puertas cerradas, no podía oír si se abrían o cerraban las otras. Se estiró y apagó la lámpara, sumergiendo de nuevo la habitación en oscuridad. Sin luz podía ver claramente la balconada, bañada por la débil y plateada luz de las estrellas. Él no estaba allí.
Temblaba imperceptiblemente mientras se dirigía lentamente hacia la cama. ¿Por qué había estado allí mirándola? ¿Tenía alguna intención en particular, o estaba fuera fumando y mirando su ventana porque tenía luz?
El cuerpo le dolía, y cruzó los brazos sobre sus palpitantes senos. Habían pasado dos semanas desde aquella noche en Nogales, y anhelaba sentir su carne caliente y desnuda contra ella otra vez, su peso hundiéndola en el colchón, moviéndose sobre ella, dentro de ella. El leve dolor sufrido por la pérdida de su virginidad se había desvanecido hacia mucho, y deseó sentirlo dentro otra vez. Deseó ir a él en el silencio de la noche, deslizarse en su cama a su lado, regalarle su propio cuerpo.
El sueño nunca había estado más inalcanzable.
Él le dedicó una penetrante mirada cuando entró en el estudio a la mañana siguiente. Había usado maquillaje para disimular las oscuras ojeras bajo sus ojos, pero él se dio cuenta de inmediato de su esfuerzo.- Una mala noche, ¿verdad? – preguntó, bruscamente.- ¿Has conseguido dormir algo?
Ella negó con la cabeza, pero mantuvo el rostro inexpresivo, así no podría adivinar su tormento físico. -No, pero antes o después estaré lo bastante cansada para dormir. Estoy acostumbrada.
Él cerró el archivo que tenía abierto sobre el escritorio, pulso la tecla de salida en el teclado, y apagó el ordenador. Se puso en pie con aire decidido.
– Ve a cambiarte de ropa,- le ordenó.-Vaqueros y botas. Vamos a dar un paseo a caballo.
Ante la frase paseo a caballo todo su cuerpo se sintió consumido por la impaciencia y renovado de energía. Incluso tan cansada como estaba, salir a cabalgar sonaba como algo celestial. El caballo moviéndose suavemente bajo ella, la brisa acariciándole la cara, el aire cálido y puro renovando sus pulmones. Nada de reuniones, ni horarios que cumplir, ni presión. Pero entonces recordó que si tenía un horario y una reunión, y suspiró.
– No puedo. Tengo…
– No me importa qué reuniones tengas hoy,- la interrumpió. -Llama y di que no irás. Hoy, lo único que harás será relajarte, y es una orden.
Aún así, ella vaciló. Durante diez años toda su vida había estado enfocada hacia el deber, ocupándose de los negocios, tratando de llenar el hueco dejado por su marcha. Era difícil volver la espalda de repente a diez años de costumbre.
Él puso las manos sobre sus hombros y la giró hacia la puerta. -Es una orden,- repitió con firmeza, y le dio un ligero golpe en el trasero para ponerla en marcha. Se suponía que era un azote, pero tan gentil que se sintió mas bien como un roce cariñoso. Retiró la mano antes de que se prolongara, antes de que sus dedos pudieran curvarse sobre la firme nalga que acababa de rozar.
Ella se paró en la puerta y miró hacia atrás. Notó que estaba ligeramente ruborizada. ¿Por qué le había acariciado el trasero? -No sabía que fumaras,- dijo ella.
– Generalmente no lo hago. Un paquete me dura un mes o más. Termino tirando la mayoría porque los cigarrillos se han estropeado.
Abrió la boca para preguntarle por qué había estado fumando la noche anterior si no era su costumbre pero se tragó las palabras. No quería acosarlo con preguntas personales como hacía cuando era una niña. Había tenido mucha paciencia con ella, pero ahora sabía que había sido una molestia para él.
En cambio, se dirigió en silencio a arriba a cambiarse de ropa, sintiendo el corazón tan ligero como su cuerpo. ¿Un día entero para si misma, sin nada más que hacer que cabalgar? ¡Era el paraíso!
Webb debía haber avisado a los establos, porque Loyal los esperaba con dos caballos ya ensillados. Roanna lo miró sorprendida. Siempre se había ocupado de su montura desde que fue los suficientemente mayor como para levantar una silla de montar. -Lo habría ensillado yo misma,- protestó.
Loyal le sonrió ampliamente. -Lo sé, pero pensé en ahorrarle tiempo. Ya no cabalga tan a menudo, así que quise que tuviera unos minutos extras.
Buckley, su favorito de siempre, tenía ya quince años, y sólo lo montaba para pasear sin prisa, sobre terreno llano. El caballo que Loyal había elegido para ella hoy era una yegua robusta, no muy veloz, pero con patas de acero y mucha resistencia. Se percató de que la montura de Webb tenía unas características semejantes. Loyal se había figurado acertadamente que iban a salir para algo más que un simple trote dominguero.
Webb salió de uno de los cubículos donde había estado acariciando a su ocupante, un potro retozón quién había estado jugueteando rudamente afuera con otros potros y una patada le había causado un corte en la pierna. -Tu bálsamo aún obra milagros,- le dijo a Loyal. -Ese corte parece tener ya una semana en vez de solo dos días.
Tomó las riendas que Loyal sostenía, y ambos montaron en sus sillas. Roanna sintió como su cuerpo cambiaba, la vieja magia se infiltró en sus músculos como siempre hacía. Por instinto se comprometió con el ritmo del caballo desde el primer paso de este, su fuerza fluyendo hacia ella, contagiando sus ágiles miembros de un movimiento lleno de gracia.
Webb mantuvo a su caballo un paso por detrás, principalmente por el placer de mirarla. Era el mejor jinete que había visto en toda su vida. El mismo era tan diestro en cuanto a equitación que si hubiese querido, podría haber competido exitosamente en cualquier prueba ecuestre, o de saltos o en el rodeo, pero Roanna era aún mejor. A veces, cada década más o menos, surgía un atleta en la competición cuyos movimientos trascendían lo meramente deportivo, convirtiendo cada juego, encuentro o competición en arte, y eso era lo que suponía contemplar a Roanna cabalgando. Incluso cuando solo iban al paso, como ahora, y montaban por el simple placer de hacerlo, los movimientos de su cuerpo eran fluidos como si se hubiera adaptado y controlara cada matiz del movimiento del animal bajo ella.
¿Tendría el mismo aspecto si lo montara a él? Se le cortó la respiración. Sus esbeltos muslos tensándose y relajándose, alzándola y dejándola luego caer, deslizándose sobre su erección, de modo que lo envolviera con una suave succión mientras su torso se movía con aquel grácil balanceo…
Interrumpió el pensamiento cuando la sangre se le agolpó en la entrepierna, y se removió incómodamente. Tener una erección mientras cabalgaba no era una buena idea, pero le resultaba difícil disipar la imagen. Cada vez que la miraba veía la curva de su trasero, y se recordaba tocándola, acariciándola, penetrándola firme y profundamente, y corriéndose dentro de ella con una fuerza que lo hizo sentir como si hubiera explotado.