Iba a herirse seriamente sus partes si no dejaba de pensar en ello. Se secó las gotas de sudor sobre las cejas y deliberadamente arrancó su mirada de su trasero. Contemplo los árboles, las orejas del caballo, cualquier cosa excepto a ella, hasta que su erección desapareció y se sintió cómodo otra vez.
No hablaron. Roanna se había vuelto muy callada y ahora parecía tan completamente absorta en el placer de cabalgar que no quiso molestarla. Disfrutó también de la libertad auto concedida. Había estado trabajando casi desde el mismo instante en que puso un pie en Davencourt, y no se había tomado tiempo para aclimatarse. Sus ojos estaban acostumbrados a áridas y majestuosas montañas e interminables extensiones de cielo, a los cactus y arbustos rodantes, a las nubes de polvo y un aire tan seco que podías ver a cincuenta millas. Se había aclimatado al calor seco y ardiente, a los arroyos que repentinamente inundados por la lluvia del día anterior, descendían sin control.
Había olvidado lo malditamente verde que era este lugar, poseía cada matiz de ese color de la creación. Esto inundó sus ojos, los poros de su piel. El aire era denso y nebuloso por la humedad. Los árboles de hoja caduca y las plantas de hoja perenne crujían suavemente mecidos por una brisa tan ligera que no podía sentirla, las flores silvestres balanceaban sus multicoloridas testas, las aves alzaban el vuelo, elevándose y gorgojeando y los insectos zumbaban.
Todo ello lo impactó con fuerza, como un golpe en el estomago. Había desarrollado un verdadero amor por Arizona y no olvidaría jamás aquella parte de su vida, pero esto era el hogar. Aquí era donde estaban sus raíces, generaciones de ellas arraigadas en el fértil suelo. Los Tallants había vivido aquí durante casi doscientos años, e incluso cien años antes de esto si contabas la herencia Cherokee y Choctaw que corría por su linaje.
No se permitió añorar Alabama cuando se marchó. Se había concentrado únicamente en el futuro y en lo que podría construir con sus propias manos en el nuevo hogar que había elegido. Pero ahora que estaba de vuelta, era como si su alma hubiera resucitado. Dirigiría a su familia, a pesar de lo temperamentales y desagradecidos que algunos eran. No le gustó tener a tantos Tallants viviendo a costa de los Davenports y sin mover un maldito dedo para mantenerse. Lucinda era el vínculo entre los Davenports y los Tallants, y cuando ella muriera… Miró la esbelta figura que cabalgaba delante de él. La familia no había sido muy prolífica, y los inoportunos fallecimientos habían diezmado sus filas. Roanna sería la última superviviente de los Davenport, la última del linaje.
Sin importar lo que tuviera que hacer, mantendría el legado de los Davenport intacto para ella.
Cabalgaron durante horas, saltándose incluso el almuerzo. No le hacía gracia que se saltara cualquier comida, pero parecía tan relajada, con un ligero rubor en las mejillas, que decidió que lo compensaba. Se aseguraría de que de ahora en adelante tuviera tiempo para dar un paseo cada día si lo deseaba, y no sería mala idea que se aplicará la misma decisión a él.
No chispeaba con el entusiasmo del que antiguamente hacía gala, hablando sin parar y haciéndolo reír con sus extravagantes y a veces escandalosos comentarios. Esa Roanna nunca volvería, pensó con una punzada de tristeza. No sólo era el trauma el que la había convertido en la mujer reservada y controlada que era ahora; había crecido. De todos modos, habría cambiado, aunque no hasta este punto; el tiempo y las responsabilidades tendían a transformar a la gente. Echaría de menos al diablillo insolente, pero la mujer en que se había convertido lo había cautivado de un modo en que nunca nadie lo había hecho. Esa volátil mezcla de lujuria y reserva lo volvía loco, los dos instintos batallando mutuamente.
Había salido a la galería la noche anterior y la había contemplado a través del ventanal mientras leía. Enmarcada por suave resplandor, enroscada en un enorme sillón que empequeñecía su delgada figura. La luz resaltaba los destellos rojizos de su cabello castaño, haciéndolo resplandecer con ricos y oscuros matices. Un modesto y níveo camisón la envolvía hasta los tobillos, pero pudo entrever la débil sombra de sus pezones bajo la tela, el tono más oscuro del vértice de sus muslos, y supo que el camisón era todo lo que vestía.
Supo que podía entrar en su habitación y arrodillarse delante de aquel sillón, y ella no protestaría. Podría deslizar sus manos bajo la tela hasta curvarlas sobre su trasero y tirar de ella hacia él. Se había puesto duro como una roca, pensando en ello, imaginándose la sensación de ella deslizándose bajo su cuerpo.
Entonces ella había alzado la vista, como si hubiera sentido el ardor de sus pensamientos. Sus ojos castaños, del color del whisky fueron como dos misteriosos estanques sombreados cuando lo miró fijamente a través del cristal. Bajo la blanca tela, sus pezones se habían endurecido, convertidos en picos diminutos.
Tan solo con eso, el cuerpo de ella le había respondido. Una mirada. Un recuerdo. Podía haberla tenido entonces. Podía tenerla ahora, pensó, mirándola.
¿Estaría embarazada?
Era demasiado pronto para que su cuerpo mostrara alguna señal, pero aún así, de todos modos ansió desnudarla, atraerla hacia si con sus enormes manos para poder examinar minuciosamente cada centímetro de ella a la brillante luz del sol, memorizarla de tal modo que en el futuro fuera capaz de notar hasta el más insignificante cambio en ella.
Tenia que sacársela de la cabeza.
Roanna se detuvo. Se sentía jubilosa por el paseo, pero sus músculos le decían que ya llevaba demasiado tiempo sobre la silla. -Necesito caminar un rato,- dijo, desmontando. -Estoy un poco agarrotada. Tú puedes continuar si quieres.
Casi deseó que lo hiciera; era una fuente de tensión, estar a solas con él, cabalgar junto a él en perfecta armonía, como hacían antes. Relajada y con la guardia baja, varias veces casi se había girado hacia él con un comentario gracioso en la punta de la lengua. Se había contenido todas las veces, pero el escapar por los pelos la había puesto nerviosa. Sería un alivio quedarse sola.
Pero él también desmontó y acomodó su paso al de ella. Roanna echó un vistazo a su expresión y rápidamente apartó la mirada. Tenía la mandíbula apretada, y miraba fijamente hacia delante como si no pudiera soportar ni siquiera mirarla.
Aturdida, se preguntó qué había hecho mal. Caminaron en silencio, con los cascos de los caballos resonando tras ellos. No había hecho nada mal, comprendió. Apenas habían hablado. No tenía ni idea de lo que lo molestaba, pero se negó a asumir automáticamente la culpa del modo en que hacía siempre en el pasado.
Él puso una mano sobre su brazo y la hizo detenerse.
Los caballos se pararon, pifiando tras ellos. Ella le dirigió una mirada interrogante y permaneció quieta. Sus ojos eran de un profundo e intenso verde, brillando con un ardor que nada tenía ver con la cólera. Estaba parado muy cerca de ella, tan cerca que podría sentir el húmedo calor de su cuerpo sudoroso, y su amplio pecho se elevaba y descendía con profundas y arduas inhalaciones.
El impacto de la lujuria masculina la golpeó como un rayo, y se tambaleó. Aturdida, trató de pensar, retroceder, pero algo dentro de ella se desligó de su voluntad. ¡Él la deseaba! La felicidad floreció en su interior, un intimo y dorado resplandor que borró años de tristeza. Las riendas cayeron de sus laxos dedos, y se inclinó hacia delante como si tiraran de ella con una cadena invisible, poniéndose de puntillas mientras sus brazos rodeaban su cuello y su boca suave se ofrecía a la de él.
Él se tensó en su abrazo, solo un segundo, entonces también soltó las riendas de su caballo, y sus brazos se cerraron alrededor de ella, aplastándola con fuerza contra él. Su boca fue igual de feroz contra la suya, hundiendo la lengua profundamente. Se comportaba casi con salvajismo, la fuerza de su beso magullando sus labios, su férreo abrazo comprimiendo sus costillas. Podía sentir el relieve de su erección presionando sobre la suave coyuntura de sus muslos.