No podía respirar; una vertiginosa oscuridad comenzó a invadir su consciencia. Desesperadamente arrancó su boca de la de él, y su cabeza cayó hacia atrás como una flor demasiado pesada para el frágil tallo. Su cuerpo estaba en llamas y no le importó, no le importaba lo que le hiciera, le dejaría tomarla allí mismo, ahora, sobre el suelo sin tan siquiera una manta que cubriera la tierra. Había ansiado su tacto, sufría por su…
– ¡No!- exclamó él, roncamente, poniendo sus manos sobre sus caderas y obligándola a apartarse de él.- ¡Maldita sea, no!
El rechazo fue tan impactante como su ostensible mirada de lujuria anterior. Roanna trastabilló, sus rodillas temblaban demasiado para sostenerla erguida. Se agarró a las crines de su caballo, enroscando los dedos sobre el grueso pelaje y dejando que el enorme animal soportara su peso cuando se apoyó contra él. Todo el color se evaporó de su cara mientras miraba atónita a Webb.
– ¿Qué?- jadeó.
– Te lo dije,- contestó él, en tono salvaje. -Lo que pasó en Nogales no se repetirá.
Un vacío helado se hizo en lo más profundo de su estómago. Santo Dios, se había equivocado. Había interpretado mal aquella expresión en su cara. No la había deseado en absoluto, era que estaba furioso por algo. Había ansiado tan desesperadamente que la quisiera que había ignorado todo lo que él había dicho y sólo prestó atención a su propio, eterno y desesperado deseo. Se había puesto completamente en ridículo, y creyó que moriría de vergüenza.
– Lo siento,- logró balbucear, alejándose de él. El caballo bien entrenado, retrocedió también, siguiéndola. -No pretendía…se que prometí… ¡OH, Dios!- Con este último gemido desesperado, se lanzó sobre el lomo del caballo y con un golpe de talón lo puso al galope.
Lo oyó gritar algo, pero no se detuvo. Las lágrimas le enturbiaban la visión cuando se inclinó sobre el cuello del caballo. No se creía capaz de volver a mirarlo a la cara nunca más, y no sabía si alguna vez sería capaz de reponerse de este rechazo final.
Webb se quedó mirando fijamente como se alejaba, su propio rostro lívido, sus manos colgando en puños a sus costados. Se maldijo, empleando cada insulto que había escuchado en su vida. ¡Dios, no podía haber manejado esto peor! Pero había estado agonizando de deseo todo el día, y cuando ella se había lanzado contra él así, se había perdido. Una ardiente marea de lujuria lo había ahogado, y había dejado de pensar, sencilla y llanamente. La habría empujado contra el suelo y la habría tomado allí mismo, hundiéndola en la tierra sucia, pero ella se había apartado de él y su cabeza había caído hacia atrás como la de una muñeca de trapo, y de repente se dio cuenta de cómo la trataba.
La había obligado a irse a la cama con él en Nogales, usando el chantaje como un medio de apagar su lujuria de ella. Esta vez había estado a punto de usar la fuerza bruta. Había conseguido apartarse del abismo, pero a duras apenas. Dios, sólo a duras penas. Tan sólo la había besado, ni siquiera le había tocado los pechos o le había quitado nada de ropa, y había estado al borde del orgasmo. Podría sentir la humedad del líquido preseminal en su ropa interior.
Y entonces la apartó de un empujón; a Roanna, quien había sufrido ya tantos rechazos que se había aislado de todo el mundo antes que darles el poder de herirla de nuevo. Sólo él conservaba ese poder, él era su única debilidad, y con la cruda y salvaje frustración que lo cegaba, la había alejado. Había querido explicárselo, decirle que no quería aprovecharse de ella del modo en que lo hizo en Nogales. Quería hablar con ella sobre aquella noche; preguntarle para cuando esperaba su período, si ya se le había retrasado. Pero las torpes palabras que habían salido de su boca habían sido como un puñetazo para ella, y había huido antes de que él pudiera decir algo más.
No tenía sentido tratar de alcanzarla. No es que el caballo de ella fuera un rayo a cuatro patas, pero tampoco el de él. Y tenía la ventaja de pesar aproximadamente la mitad que él, y ser mejor jinete para empezar. Perseguirla seria un esfuerzo inútil, y agotaría a su montura con este calor.
Pero tenía que hablar con ella, decir algo, lo que fuera, que borrara aquella mirada vacía y atormentada de sus ojos.
Roanna no regresó a la casa. Lo único que deseaba era esconderse y no volver a mirar a Webb a la cara nunca más. Se sentía destrozada por dentro, y el dolor era tan reciente y desgarrador que sencillamente no podía enfrentar a nadie.
Sabía que no podía evitarlo para siempre. Estaba atada a Davencourt mientras Lucinda viviera. De alguna forma, mañana, encontraría la fuerza para verlo y fingir que nada había pasado, que, no se había lanzado, literalmente, a sus brazos otra vez. Mañana habría reconstruido su escudo protector; tal vez mostrara algunas grietas donde había tenido que repararlo, pero la coraza aguantaría. Le pediría disculpas, fingiendo que no había tenido importancia. Y resistiría.
Permaneció lejos el resto de la tarde, deteniéndose en un sombreado paraje para abrevar al caballo y dejándolo pastar sobre la suave y fresca hierba de alrededor. Se sentó a la sombra y dejó en blanco la mente, permitiendo que el tiempo pasara lentamente, como hacía por las noches cuando estaba sola y las horas de insomnio se extendían ante ella. Todo pasaba, segundo a segundo, si no se permitía a si misma sentir.
Pero cuando las sombras rosadas y purpúreas del crepúsculo comenzaron a oscurecer el mundo a su alrededor, supo que no podía retrasarlo por más tiempo y de mala gana monto a caballo y lo encaminó hacia Davencourt. Un preocupado Loyal le salió al encuentro.
– ¿Está bien? – le preguntó. Webb debía haber estado de un humor de perros cuando regresó, pero Loyal no le preguntó qué había pasado; no era asunto suyo, y ella se lo contaría si quisiera. Lo que él realmente quería saber era si se encontraba físicamente bien, y Roanna logró asentir con la cabeza.
– Estoy bien,- dijo, y su voz era firme, aunque con un eco de ronquera. Qué extraño; no había gritado, pero aún así la tensión era evidente en su tono.
– Continúe hacia la casa,- le dijo él, con el ceño todavía fruncido con preocupación. -Yo me ocuparé del caballo.
Vaya, ya iban dos veces en un día. Su coraza protectora no debía estar tan restaurada como ella pensaba. Sin embargo, estaba cansada, tan devastada, que simplemente dijo, -Gracias-, y se arrastró hacia la casa.
Pensó en usar la escalera de servicio de nuevo, pero de alguna manera parecía demasiado esfuerzo. Se había escabullido por esa escalera demasiadas veces en su vida, pensó, en vez de afrontar las cosas. Así que se dirigió a los escalones delanteros, abrió la puerta, y subió por la escalera principal. Estaba a la mitad cuando oyó acercarse el sordo taconeo de unas botas de montar y Webb dijo desde el vestíbulo, -Roanna, tenemos que hablar.
Necesitó de hasta la última gota de entereza que poseía, pero se giró para afrontarlo. El parecía, si cabe, tan extenuado como ella. Estaba parado a los pies de la escalera, con una mano sobre la barandilla y un pie sobre el primer escalón, como si se dispusiera a ir tras ella si no le obedecía. Sus ojos estaban entornados, su boca era una línea severa.
– Mañana,- dijo ella, con voz suave, y se dio la vuelta… y él la dejó ir. Con cada paso esperó oírlo venir tras ella, pero llegó al final de la escalera y luego a su habitación, libre.
Tomó una ducha, se vistió y bajó a cenar. Su instinto la instaba a esconderse en su habitación, al igual que cuando pensó en utilizar la escalera de servicio, pero el tiempo de esto había pasado. No más huidas, pensó. Afrontaría lo que tuviera que afrontar, se ocuparía de lo que se tuviera que ocupar, y pronto sería libre.