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– Sé que no quieres la casa atestada de parientes,- dijo ella. -Yo me mudaré, también…

– Tú no vas a ninguna parte,- la interrumpió él ásperamente, poniéndose en pie.

Ella lo miró desconcertada.

– Esta es tu casa, maldita sea. ¿Pensabas que trataba de decirte que tenías que irte? – No pudo ocultar la cólera en su tono, no sólo al pensar en ella marchándose, sino porque que ella había creído que él quería que lo hiciera.

– Yo también soy sólo un pariente lejano,- le recordó. -¿Qué va a parecer que vivamos aquí juntos, incluso aunque Gloria y Harlan vivan también aquí? Es diferente ahora, porque la casa está llena, pero cuando los demás se muden la gente hablará si yo no lo hago también. Tú querrás casarte de nuevo un día, y…

– Esta es tu casa,- repitió, apretando los dientes en un esfuerzo para mantener la voz calmada.-Si uno de nosotros tiene que mudarse, seré yo. -

– No puedes hacer eso,- dijo ella, estupefacta. – Davencourt será tuyo. No sería correcto que tú te marcharas solo para que yo tenga un sitio donde vivir.

– ¿No has pensado nunca que debería ser tuyo?- le espetó, provocado más allá de toda resistencia. -Tú eras la Davenport. ¿No estas malditamente resentida conmigo por estar aquí?

– No. Sí.- Ella lo miró un momento, sus ojos velados e ilegibles mientras las palabras pendían entre ellos. -No estoy resentida, pero te envidio, porque Davencourt va a ser suyo. Creciste con esa promesa. Has modelado tu vida alrededor de la custodia de esta familia, de esta casa. Por ello, te lo has ganado, y debería ser tuyo. Yo sabía cuando fui a buscarte a Arizona que Lucinda cambiaría su testamento, dejándotelo todo otra vez; lo hablamos de antemano. Pero aunque te envidié, nunca he pensado en Davencourt como mío. Ha sido mi hogar desde que tenía siete años, pero no era mío. Era de Lucinda, y pronto será tuyo.

Suspiró, y con cuidado reclinó la cabeza contra el respaldo del sillón. -Tengo un titulo en Administración de Empresa, pero lo saqué sólo porque Lucinda necesitaba ayuda. Nunca he estado interesada en los negocios y las finanzas, mientras que tú destacas en ello. El único trabajo que siempre he querido hacer es entrenar caballos. No quiero pasar el resto de mi vida en reuniones de negocios; quédate con esa parte, y gracias además. No me quedaré en la pobreza, y lo sabes. Tengo mi propia herencia.

Él abrió la boca y ella alzó una mano para detenerlo. -No he terminado. Cuando ya no sea más necesaria aquí…- Hizo una pausa, y supo que pensaba en la muerte de Lucinda, como hacía él. El pensamiento siempre estaba allí, acechando en su futuro tanto si ellos se animaban a hablar de ello abiertamente o no. -Cuando llegue el fin, voy a crear mi propio establo, mi propia casa. Por primera vez algo me pertenecerá, y nadie más va a poder quitármelo jamás.

Webb apretó los puños. La mirada de ella era despejada, aunque distante de alguna manera, como si mirara hacia atrás, hacia todas las cosas y las personas que le habían sido arrebatadas cuando era demasiado joven e indefensa para tener el más mínimo control sobre su vida: sus padres, su hogar, el mismo centro de su existencia. Su amor propio le había sido sistemáticamente arrebatado por Jessie, con la inconsciente ayuda de Lucinda. Pero lo había tenido a él como su baluarte hasta que, también, la había abandonado, y desde entonces Roanna no se había permitido tener a nadie, sentir cariño por nada. Se había desconectado a si misma. Mientras su vida estaba en suspenso se había volcado en Lucinda, pero ese tiempo llegaba a su final.

Cuando Lucinda muriera, Roanna planeaba marcharse.

La miró furioso. Todos querían Davencourt, y no tenían derecho a él. Y Roanna que legítimamente podía reclamarlo, no lo quería. Quería marcharse.

Estaba tan furioso por ello que decidió que debería volver a su habitación antes de que realmente perdiera el genio, algo que ella ahora mismo no estaba en condiciones de soportar y que no quería hacer de todos modos. Caminó con paso majestuoso hasta la puerta, pero se detuvo allí para decir la última palabra.

– Nos ocuparemos de todo eso más tarde,- dijo él. -Pero tú no te mueves de esta casa. “

Capítulo 18

Era el día de la fiesta de bienvenida a casa de Lucinda para él, y mientras Webb conducía de vuelta a casa se preguntaba cuán enorme resultaría el desastre. A él no le preocupaba, pero molestaría sobremanera a Lucinda si las cosas no salían exactamente como ella había planeado. Por lo que había experimentado esa tarde, las cosas no pintaban bien.

No había sido nada, ni siquiera un enfrentamiento, pero como barómetro del sentimiento público había sido bastante exacto. Había almorzado en el Painted Lady con el presidente de la comisión agrícola, y los comentarios de las dos mujeres detrás de él habían sido fácilmente audibles por casualidad.

– Sin duda tiene muchísima cara dura,- había dicho una de las mujeres. No había levantado la voz, pero tampoco se había molestado en bajarla para asegurarse de no poder ser oída. -Si cree que diez años es tiempo suficiente para que nos olvidemos de lo que pasó… Bien, debería pensárselo mejor.

– Lucinda Davenport nunca ve ninguna falta en sus favoritos,- comentó la otra mujer.

Webb miraba al frente a la cara del presidente, que iba congestionándose, cada vez más rojizo, mientras el hombre se aplicaba cuidadosamente a su almuerzo y fingía no oír nada.

– Uno creería que hasta los Davenport se lo pensarían antes de intentar forzarnos a aceptar el trato con un asesino,- dijo la primera mujer.

Los ojos de Webb se habían entornado, pero no se había girado para encararse con las mujeres. Sospechoso de asesinato o no, lo habían educado para ser un caballero sureño, y eso significaba que no avergonzaría deliberadamente a unas damas en público. Si un hombre hubiera estado diciendo lo mismo habría reaccionado de forma distinta, pero tan sólo eran dos francotiradoras verbales, y bastante mayores, por el sonido de sus voces. Las dejó hablar; su pellejo estaba lo bastante curtido para resistirlo.

Pero las matriarcas sociales manejaban mucho poder, y si todos ellas sentían lo mismo, la fiesta de Lucinda sería un desastre. No se preocupaba por si mismo; si esta gente no quería hacer negocios con él, de acuerdo, encontraría a otros que si quisieran. Pero Lucinda se sentiría herida y disgustada, y se culpaba a si misma por no defenderlo hacía diez años. Por el bien de ella, esperaba…

El parabrisas estalló, rociando a Webb con diminutos trozos de cristal. Algo caliente zumbó junto a su oído, pero no tenía tiempo de preocuparse por ello. Su acto reflejo de esquivarlo le habían hecho dar una sacudidas al volante, y las ruedas derechas rebotaron violentamente mientras el coche giraba hacia el arcén de la carretera. Luchó ferozmente por mantener el control, tratando de que el coche siguiera en la calzada antes de que rebotara en un agujero o una alcantarilla que lo enviara tumbado a la cuneta. El parabrisas roto lo privaba de toda visión, pues aunque seguía en su sitio, se había tornado completamente opaco por la telaraña de fisuras que lo recorrían. Una piedra, pensó, aunque el camión que iba delante de él estaba lo bastante lejos para no esperar ser alcanzado por la gravilla lanzada por los neumáticos. Tal vez un pájaro, pero habría visto algo tan grande.

Consiguió devolver las cuatro ruedas a la calzada, y hacerse con el control del coche. Automáticamente frenó, mirando a través de la relativamente intacta parte derecha del parabrisas en un esfuerzo por determinar la distancia hasta el arcén y si había sitio suficiente para aparcar. Estaba casi junto al borde del cruce que llevaba al camino privado de Davencourt. Si pudiera dar la vuelta, no había demasiado tráfico…