Carl se sacó un trozo de cuerda de su bolsillo y ató un extremo alrededor de un bolígrafo. -Ven, sostén el parabrisas tan levantado como puedas,- dijo, y Webb obedeció. Carl pasó el extremo libre de la cuerda por el primer agujero de bala, estirándolo hasta que el bolígrafo quedó pegado a la parte exterior y sujeto. Entonces ató el otro extremo alrededor de otro bolígrafo, asegurando esta vez la cuerda bajo el clip, y pasándolo por los agujeros que atravesaban el reposacabezas.
Miró la trayectoria y silbó suavemente de nuevo. -A la distancia que disparaba, si hubiera ajustado la mira un pelo más a la derecha, esa bala te habría dado justo entre los ojos.
– Ya me di cuenta de que era un excelente disparo,- dijo Webb sarcásticamente.
Carl sonrió ampliamente. -Pensé que serías un hombre que apreciaría la buena puntería. ¿Y la segunda bala?
– Sigue clavada en el maletero.
– Bien, cualquier rifle para cazar ciervos dispararía una bala con suficiente fuerza para cubrir esta distancia. No hay modo de seguirle el rastro, incluso aunque pudiéramos encontrar una de las balas.- Miró a Webb. -Corriste un gran riesgo, parándote aquí así.
– Estaba furioso.
– Sí, pues si hay una próxima vez, cálmate antes de decidir ir tras alguien armado. Haré que remolquen el coche, y que mis muchachos lo revisen, pero no creo que encontremos nada que nos ayude.
– En ese caso, preferiría que nadie más se enterara de eso. Yo me ocuparé del coche.
– ¿Te importa decirme porque quieres mantenerlo en secreto?
– En primer lugar, no quiero que se ponga en guardia. Si está relajado, tal vez cometa un error. En segundo lugar, no puedes hacer una maldita cosa de todos modos. No puedes escoltarme a todos los sitios donde vaya y no puedes mantener veinticuatro horas de vigilancia sobre Davencourt. Y tercero, si Lucinda se entera de esto podría matarla.
Carl gruñó.-Webb, tu familia necesita saberlo para llevar cuidado.
– Lo llevan. El supuesto ladrón los asustó. Hemos instalado nuevas cerraduras de seguridad, ventanas más seguras, y estamos protegidos por una alarma que, si se dispara, hará aullar a todos los perros en un radio de treinta millas. Y además, no es ningún secreto en Tuscumbia que hemos hecho todo esto.
– ¿Entonces crees que lo sabe, y que probablemente no tratará de entrar en la casa otra vez?
– Ya ha entrado dos veces antes sin ningún problema. En vez de intentarlo de nuevo, esta vez ha tratado de pegarme un tiro en la carretera. Suena como si se hubiese enterado de las noticias.
Carl se cruzó de brazos y se quedó mirándolo. -La fiesta de la señorita Lucinda es esta noche.
– Piensas que podría estar entre los invitados,- dijo Webb. Él ya había pensado lo mismo.
– Yo diría que existe una posibilidad. Tal vez podrías querer echar un vistazo a la lista de invitados y ver si reconoces el nombre de alguien con quien no tienes buena relación, alguien con quien tuviste algún encontronazo durante algún trato de negocios. Demonios, si ni siquiera tiene que estar invitado; por lo que he oído, habrá tanta gente que podría ponerse a bailar un vals y no darse cuenta nadie.
– Tú estás invitado, Carl. ¿Vendrás?
– No podrán impedírmelo. Booley estará allí, también. ¿Te parece bien si lo pongo al corriente de todo esto? Ese viejo perro sigue siendo bastante astuto, y si lo sabe para estar alerta, puede que vea algo.
– De acuerdo, cuéntaselo a Booley. Pero a nadie más, ¿me oyes?
– Vale, vale,- se quejó Carl. Miró el coche de Webb otra vez. -¿Quieres que te acerque hasta la casa?
– No, todo el mundo haría preguntas. Llévame de vuelta a la ciudad. Tengo que conseguirme otro vehículo de todos modos, y hacer que se ocupen de este. Por lo que respecta a los demás, he tenido un problema mecánico.- Le echó un vistazo al reloj. -Tengo que darme prisa para llegar a casa a tiempo para la fiesta.
Estaba previsto que los invitados empezaran a llegar en sólo media hora, y Webb no aparecía por ningún sitio. Toda la familia estaba ya allí, incluso su madre y la tía Sandra. Yvonne comenzaba perder la calma, porque no era propio de Webb llegar tarde, y Lucinda se volvía cada vez más irritable.
Roanna permanecía sentada, muy compuesta, ocultando su propia angustia en su interior. No se permitió pensar en accidentes de coche, porque no podría aguantarlo. Sus propios padres habían muerto de esa forma, y desde entonces no se atrevía ni a pensar en ello. Si circulaba por una carretera, nunca reducía para curiosear, mantenía cuidadosamente la mirada fijamente apartada y pasaba el sitio del accidente tan rápido como podía. Webb no podía haber tenido un accidente, simplemente no podía ser.
Entonces oyeron abrirse la puerta de la calle, e Yvonne se precipitó hacia ella. -¿Dónde has estado? – la oyó preguntar Roanna con maternal aspereza.
– He tenido un problema con el coche,- contestó Webb mientras subía por la escalera de dos en dos. Estuvo de vuelta abajo en quince minutos, afeitado de nuevo y vestido con traje de etiqueta en el que Lucinda había insistido.
– Siento llegar tarde,- dijo en general mientras se dirigía al mueble bar y abría las puertas. Se sirvió un vaso de tequila y se lo tomo de un trago, luego dejó el vaso y les lanzó una temeraria sonrisa. Que comience la fiesta.
Roanna no podía apartar sus ojos de él. Parecía un pirata a pesar de la elegancia de su ropa. Su espeso y negro cabello se veía aún más oscuro por la humedad y estaba peinado con un severo estilo. Se movía con la ágil gracilidad de un hombre acostumbrado a la ropa formal, sin rastro de cohibición. La chaqueta se ajustaba perfectamente a sus amplios hombros, y el pantalón era lo bastante ajustado para parecer elegante sin ser ceñido. Webb siempre lucía bien la ropa, llevara lo que llevara. Ella había pensado que nadie podía tener mejor aspecto que él en vaqueros, botas y camisa de trabajo y ahora pensó que nadie se veía mejor en traje de etiqueta. Una fila de botones de ébano recorría el frente de su nívea camisa blanca, con la pechera adornada con estrechas jarretas, y haciendo juego con los gemelos que resplandecían oscuramente en sus poderosas muñecas.
No había vuelto a hablar en privado con él desde la noche en que él había ido a su habitación, y ella le había contado la razón por la que no había visto al ladrón. Webb le había prohibido terminantemente trabajar hasta que el médico de cabecera la hubiese examinado y le diera el alta, lo que había sucedido justo el día antes. A decir verdad, durante los primeros días después de haber vuelto a casa del hospital, no había tenido ganas de trabajar o hacer nada excepto descansar. El dolor de cabeza persistía, y si se movía mucho, le volvían las nauseas que acompañaban a la conmoción. Sólo en los dos últimos días el dolor había desaparecido y con él las nauseas. Aún así, no creía que esa noche se arriesgara a bailar.
Webb había estado ocupado, y no sólo con el trabajo. Había supervisado la instalación de las puertas blindadas en las entradas principales, de las cerraduras de seguridad incluso en las puertas francesas, y de un sistema de alarma que la había hecho taparse la cabeza con una almohada para amortiguar el sonido cuando fue probada. Si no podía dormir y quería abrir las puertas que daban a la galería para disfrutar del aire fresco, primero tenía que teclear un código en una de las pequeñas cajas instaladas junto a las puertaventanas de cada cuarto. Si las abriera sin teclearlo, el estruendo que resultaría haría saltar a todo el mundo de su cama.