Un áspero grito desgarró la garganta de Webb y se incorporó salvajemente, devolviéndola al sillón. La inmovilizó con su peso mientras embestía y retrocedía, y se vertía a chorros ardientemente en ella.
Quedó tendido pesadamente encima suya, temblando y sudando. Su liberación había sido tan poderosa que no podía hablar, no podía ni pensar. Algún tiempo después, a medida que la fuerza volvía a sus músculos se retiró de ella, extrayendo un apagado murmullo de protesta de sus labios. Se puso en pie y terminó de deshacerse de sus pantalones de una patada, después la tomó en brazos y la llevó a la cama. Se tumbó a su lado, y ella se enroscó en sus brazos y se quedó dormida. Webb sepultó la cara en su pelo y dejó que la oscuridad lo reclamara también.
No supo cuánto tiempo después ella se apartó de sus brazos y se levantó de la cama. Webb despertó inmediatamente, alterado por su ausencia. Parpadeó mirando somnoliento la pálida silueta de su cuerpo desnudo. -¿Ro? – murmuró.
Ella no contestó, pero caminó calmada y decidida hacia la puerta. Sus pies desnudos no hacían el menor ruido. Casi parecía como si flotara sobre el suelo.
Se le erizó el vello de la nuca y salió disparado de la cama. Su mano chocó contra la puerta en el mismo instante en que ella extendía la suya hacia el picaporte. Observó atentamente su cara. Sus ojos estaban abiertos, su expresión tan serena como la de una estatua.
– Ro,- dijo él, con voz áspera. La rodeó con los brazos y la estrechó contra él. -Despierta, querida. Venga, nena, despiértate. – La sacudió un poco.
Ella parpadeó un par de veces y bostezó al tiempo que se arrimaba más contra él. Él la abrazó más fuerte y sintió como lentamente la tensión agarrotaba sus músculos mientras comprendía que no estaba en la cama, que estaba de pie junto a la puerta.
– ¿Webb? – Su voz sonó estrangulada, estremecida. Tembló y se le puso la carne de gallina. Él la tomó en brazos y la llevó de vuelta a la cama, metiéndola bajo las mantas calientes y tumbándose al lado de ella. La abrazó contra el calor de su propio cuerpo, la sostuvo cuando los temblores se convirtieron en estremecimientos.
– Oh, Dios mío,- dijo ella, contra su hombro, las palabras casi sin entonación por la tensión. -Lo he hecho otra vez. No llevo nada encima. Casi deambulo por ahí desnuda.- Comenzó a forcejear contra él, tratando de alejarse. -Necesito mi camisón,- dijo frenéticamente. -No puedo dormir así.
Él controló sus empujones, haciendo presión sobre ella contra el colchón. -Escúchame,- le dijo, pero ella continuó tratando de apartarse de él, y finalmente rodó encima de ella, inmovilizando despiadadamente su delicado cuerpo con el suyo, mucho más grande y fuerte.
– Shh, shh,- le murmuró al oído. -Estás segura conmigo, pequeña. Me desperté tan pronto como te alejaste de mí. No tienes que preocuparte; no te dejaré salir de esta habitación.
Ella respiraba ahogadamente, y dos lágrimas cayeron por los rabillos de sus ojos hacia el cabello de sus sienes. Él siguió el húmedo rastro con sus ásperas mejillas cubiertas de una incipiente barba, y luego lo borró con un beso. La sentía suave bajo él; su pene estaba duro e impaciente. Le separó los muslos. -Calla, ahora,- le dijo, y se hundió profundamente dentro de ella.
Ella jadeó de nuevo, pero esta vez por la penetración. Él permaneció tumbado encima de ella y sintió cómo lentamente se calmaba. Fue un proceso gradual, su cuerpo se transformó bajo él, alrededor de él, mientras su angustia se desvanecía y ella fue tomando conciencia física de él, y de lo que estaba haciendo, creciendo en su interior. -No te dejaré marchar,- le susurró, tranquilizador mientras comenzaba a moverse dentro de ella.
Al principio ella permaneció quieta, aceptando su posesión, y fue suficiente para él. Pero después su necesidad creció y quiso más que su simple aceptación, así que comenzó a acariciarla de la forma que la hacía gemir, que hacía que su carne se calentara y comenzara a apretarse urgentemente contra él. Ella empezó a correrse y él penetró profundamente en ella, palpitando con su propia liberación.
Después ella trató de nuevo de levantarse y ponerse el camisón, pero él la abrazó con fuerza. Tenía que confiar en él, ser capaz de dormirse sabiendo que él se despertaría si trataba de marcharse, que no la dejaría vagar indefensa por la casa en sueños. Hasta que sintiera esa seguridad, dormir resultaría casi imposible.
Roanna se acurrucó contra él, devastada por lo que casi había pasado. Comenzó a llorar otra vez, sollozos ahogados que trató de sofocar. No había llorado en años, pero ahora era incapaz de parar, como si la intensidad del placer de su relación sexual hubiera derribado a golpes los muros de sus defensas, de modo que era incapaz de mantener a raya las emociones.
Era demasiado, todo ello, todo lo que había pasado desde que Lucinda la había enviado a Arizona en busca de Webb. Menos de una hora después de encontrarlo, yacía bajo él, y nada había sido lo mismo desde entonces. ¿Cuánto tiempo hacia? ¿Tres semanas? Tres semanas que englobaban un éxtasis abrumador y un dolor devastador, tres semanas de tensión, de noches sin dormir y de temor, y los últimos días cuando había sentido que cambiaba en su interior, afrontando la vida y en el proceso comenzaba a vivir otra vez.
Amaba a Webb, lo amaba tanto que lo sentía en cada poro de su cuerpo, en cada partícula de su alma. Esta noche él le había hecho el amor, no con rabia, sino con una posesividad y una sensualidad que la había dejado sin aliento. No había sido ella quien había ido, sino él quien había venido a ella, y la abrazaba como si no fuera a permitir dejarla marchar jamás.
Pero si lo hacía, si cuando se hiciera de día le dijera que esto había sido un error, ella sobreviviría. Le dolería, pero seguiría adelante. Había aprendido que podía soportar casi cualquier cosa, que su futuro seguía ahí fuera, esperándola.
De forma extraña, el comprender que podría vivir sin él hizo su presencia aún más dulce. Lloró hasta que no pudo más, y él la abrazó durante todo el tiempo, acariciándole el pelo, murmurándole consoladoramente. Agotada tanto emocional como físicamente, se durmió.
Eran las seis en punto cuando despertó, la mañana lucía ya resplandeciente y dulce, la tormenta hacía tiempo que se había ido y las aves cantaban con malvado desenfreno. Las puertas de la galería continuaban abiertas, y Webb se inclinaba sobre ella.
– Gracias a Dios,- refunfuñó ásperamente cuando vio que sus párpados se abrían. -No sé cuanto tiempo más podría haber esperado. – Entonces se puso encima, y ella se olvidó de la mañana, y del despertar de la casa alrededor de ellos. Pese a toda su impaciencia, le hizo el amor con un lento embeleso que no había sido capaz de saborear la noche anterior. Cuando terminaron, él atrajo su cuerpo tembloroso junto al suyo y secó las lágrimas, esta vez de éxtasis, de sus ojos. -Me parece que hemos encontrado la cura para tu insomnio,- bromeó él, con voz todavía ronca y cargada por su propio climax.
Ella emitió una risita entrecortada y sepultó la cara contra su hombro.
Webb cerró los ojos, ese diminuto sonido de felicidad reverberó por todo cuerpo. Se le cerró la garganta, y le ardieron los ojos. Ella se había reído. Roanna se había reído.
La risita se desvaneció. Ella mantuvo la cara presionada contra él, y sus dedos se movieron a lo largo de su caja torácica. -Puedo apañármelas sin dormir,- dijo en voz queda. -Pero saber que ando en sueños… me aterroriza.