Él movió su mano a lo largo de su columna, acariciando cada una de las vértebras. -Te prometo,- le dijo, -que si estás en la cama conmigo, no te dejaré salir de la habitación.
Ella se estremeció, pero fue a causa de las deliciosas sensaciones que la caricia de sus dedos le causaba a lo largo de la espina dorsal, explorando y acariciando. Ella se arqueó hacia delante, y el movimiento hizo que su cuerpo se presionara aún más contra él. -No trates de distraerme,- dijo ella. -Me sentiría más segura si llevara puesto mi camisón.
Él cambió de posición, de modo que quedó tendido frente a ella, atrapándola con su mirada. Pero no quiero un camisón entre nosotros, le murmuró, engatusándola. Quiero sentir tu piel, tus pechos. Quiero que vayas a dormir y sepas que no voy a dejar que te pase nada, a menos que sea yo quien te lo haga.
Ella permaneció en silencio, y él sabía que no la había convencido, pero por el momento no discutió con él. Despacio pasó sus dedos por sus rizos enredados, extendiendo los mechones de modo que el sol los iluminó, destacando la caoba y el dorado y los ricos matices castaños. Pensó en la noche en que la había tomado por primera vez, y se maldijo por su insensibilidad. Pensó en todas las noches vacías desde entonces, cuando podría haber estado haciéndole el amor, y se maldijo por su estupidez. -Creí que era muy noble al no aprovecharme de ti,- le dijo, con perezosa diversión.
– Estúpido,- contestó ella, frotando su mejilla contra su pecho velludo. Acarició con la nariz uno de sus planos pezones y lo atrapó entre los dientes, mordisqueándolo ligeramente. Él se quedó sin aliento, vencido por su sencilla sensualidad.
Trató de seguir explicándose. -Te chantajeé aquella primera noche. No quería que creyeras que no tenías otra opción. -
– Tonto.- Ella echó la cabeza para atrás y levantó la vista, sus ojos del color del whisky aletargados con sensual satisfacción. -Pensé que no me deseabas.
– Tú… dioses,- refunfuñó él. -Y tú me llamas tonto.
Ella sonrió y volvió a posar su cabeza en su lugar de descanso, sobre su pecho. Número cinco. Ahora acontecían más a menudo, pensó, pero seguían siendo igual de preciosas para él.
Pensó en los disparos que alguien le había hecho el día anterior, en el peligro al que ella se había enfrentado ya debido a él. Debería marchase malditamente lejos de Davencourt, de su vida, por su seguridad y la de todos los demás de la casa. Pero no podía, porque ya había puesto en peligro su seguridad incluso antes de volver a Davencourt.
Posó su mano sobre su vientre, atravesando la estrecha distancia entre los huesos de sus caderas. Durante un momento estudió el contraste entre su enorme y áspera mano bronceada y la sedosa suavidad de su estómago. Había hecho de proteger a una mujer del embarazo uno de los principios de su vida, y el SIDA había contribuido a reforzar eso. Todos sus buenos principios habían salido por una ventana cuando tuvo a Roanna bajo su cuerpo; ni una sola vez se había puesto una goma mientras le hacía el amor, no en Nogales y anoche tampoco. Presionó la palma sobre su vientre. -¿Has tenido el período desde aquella noche en Nogales?
Su tono era suave, indiferente, pero las palabras quedaron suspendidas entre ellos como si las hubiera gritado. Ella permaneció tranquila de aquella manera tan suya, inmóvil excepto por su respiración. Finalmente le contestó con cautela, -No, pero nunca he sido muy regular. Muchas veces me he saltado un mes completo.
El quería tener la certeza, pero comprendió que no iba a conseguirla aún. Frotó su mano sobre su estómago, y después le cubrió suavemente un pecho. Amaba sus pechos, tan firmes y altos y elegantemente formados. Pareció sensualmente encantado cuando el pezón comenzó a fruncirse inmediatamente, irguiéndose como si suplicara su atención. ¿Estaban sus pezones ligeramente más oscuros que aquella primera noche? Dios, le encantaba su reacción, su inmediata respuesta a él.- ¿Han sido siempre tan sensibles tus pechos?
– Sí,- susurró ella, entrecortándosele el aliento mientras el placer la inundaba. Al menos siempre que él los miraba, o los tocaba. No podía evitar su reacción ante él igual que no podía evitar las mareas.
Él tampoco era inmune a ello. Aunque hacía poco que habían hecho el amor, su sexo se agitó cuando vi el rubor que ascendía por sus pechos y mejillas. -¿Cómo has logrado permanecer virgen durante veintisiete años? – le preguntó maravillado, empujándose contra la hendidura de sus muslos desnudos.
– No estabas aquí,- contesto ella con sencillez, y la abierta honestidad de su amor lo hizo sentir humillado.
Él le acarició el pelo con la nariz, sintiendo que su necesidad crecía aún más. -¿Puedes tomarme otra vez? – Para evidenciar el significado de sus palabras, apretó su erección con más fuerza contra ella.
Por toda respuesta ella levantó el muslo, deslizándolo a lo largo de su cadera, hasta su cintura. Webb se inclinó hacia abajo y se guió hasta su suave e inflamada apertura y empujó dentro.
No sentía una necesidad urgente de llegar al orgasmo, solo la necesidad de ella. Yacieron juntos, meciéndose suavemente para saborear la sensación. La mañana avanzaba, y con ella las posibilidades de que los pillaran juntos y desnudos en la cama. Aunque por otro lado, lo más probable es que todo el mundo durmiera hoy hasta tarde después de la fiesta de la noche anterior, así que juzgó bastante seguro permitirse una rato más de autoindulgencia. No quería avergonzarla, pero tampoco quería tener que dejarla aún.
Le gustaba estar dentro de ella, le gustaba la sensación de su cuerpo rodeándolo. Comenzaron a separarse, y él puso su mano sobre su trasero para anclarla a él. Puede que ella aún no hubiera caído, pero se apostaba el rancho a que estaba embarazada, y el pensar en ella llevando a su bebé en su interior, lo conmovió instantáneamente hasta los huesos y al mismo tiempo le dio un susto de muerte.
Tal vez esta no fuera una conversación demasiado romántica para mantenerla mientras hacían el amor, pero la tomó de la barbilla y clavó la mirada en sus ojos, para que no le quedara duda de lo que quería decir.
– Tienes que comer más. Quiero que cojas otros seis o siete kilos, como mínimo.
Una sombra de inseguridad oscureció sus ojos, y él maldijo en voz alta justo cuando penetró aún más profundamente en ella. -No pongas esa cara, demonios. Después de la noche pasada, no puedes tener la menor duda de lo mucho que me excitas. Infiernos, ¿Qué te parece ahora? Te deseaba cuando tenías diecisiete años, y, seguro como el infierno que te deseo ahora. Pero también te quiero lo bastante fuerte y sana para poder llevar a mi bebé.
A ella le llevó unos instantes recuperar el aliento después de su intensa acometida. Se apretó contra él, una excitante forma de ponerse más cómoda. -No creo que esté… – comenzó, luego se detuvo, y sus ojos ambarinos se abrieron de par en par. -¿Me deseabas entonces? – susurró.
– Estabas sentada en mi regazo,- dijo él, irónicamente. -¿Qué creías, que llevaba una tubería en el bolsillo? – Él empujó otra vez, dejándola sentir cada centímetro de su excitación. -Y después de la forma en que te besé…
– Yo te besé,- lo corrigió ella. La cara se le encendió de rubor, y se ciñó aún más a él.
– Tú lo comenzaste, pero yo no te aparté, ¿verdad? Por lo que recuerdo, en menos de cinco segundos tenía la lengua a medio camino de tu garganta.
Ella emitió un pequeño murmullo de placer, quizás por los recuerdos, pero probablemente fuera más por lo que él le estaba haciendo ahora. Una apremiante oleada de sensaciones lo hizo darse cuenta de que la necesidad de llegar al orgasmo era repentinamente apremiante, para ambos. Le acarició el trasero, deslizando sus dedos hacia abajo, por su hendidura hasta llegar al punto donde estaban unidos. Suavemente, la frotó, sintiendo lo estirada y tensa que su suave carne estaba alrededor de él. Ella gimió, se arqueó, y alcanzó la culminación. Le llevó sólo dos empujes más alcanzarla, y llegaron juntos al climax.