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Pero esta novilla estaba a punto de morir de debilidad, y su ternera, con la cabeza oscilando sin vida, era obviamente un mortinato.

Miré a Sorley, Sorley me miró. Ninguno de los dos habló.

—Lo primero es sacarla. Luego la reviviremos.

Hubo un movimiento de aire fresco procedente de la puerta del establo. Era Simon, con una botella de agua, que se había quedado mirándonos y luego a la ternerilla muerta a medio parir; su rostro se había vuelto asombrosamente pálido.

—Tengo tu agua —consiguió decir.

La novilla terminó otra contracción débil e improductiva. Dejé caer la cadena. Condón dijo.

—Tómese su agua. Luego continuaremos.

—Tengo que limpiarme. Al menos lavarme las manos.

—Hay cubos de agua caliente y limpia al lado de los fardos de heno. Pero que sea rápido. —Tenía los ojos cerrados, apretados en la batalla que su sentido común debía estar librando contra su fe.

Me lavé y desinfecté las manos. Sorley me observaba de cerca. Sus manos estaban sobre la cadena obstétrica, pero su rifle estaba apoyado contra un listón del corral a poca distancia.

Cuando Simon me pasó la botella, me incliné hacia su hombro y le dije:

—No puedo ayudar a Diane a menos que salga de aquí. ¿Lo entiendes? Y no puedo hacer eso sin tu ayuda. Necesitamos un vehículo que funcione y con el depósito lleno, y a Diane dentro, preferiblemente antes de que Condón descubra que la ternera está muerta.

Simon jadeó.

—¿Está muerta de verdad? —Demasiado alto, pero ni Condón ni Sorley parecieron oírlo.

—La ternera no respira —dije—. La novilla apenas está viva.

—Pero ¿la ternera es roja? ¿Roja del todo? ¿Sin manchas negras o blancas? ¿De un rojo puro?

—Aunque fuera tan roja como un puñetero camión de bomberos, Simon, no le serviría de nada a Diane.

Me miró como si le acabara de decir que habían atropellado a su perrito. Me pregunté cuándo había cambiado su rebosante confianza en sí mismo por esa inexpresiva sorpresa permanente, si había ocurrido repentinamente o si la alegría se le había secado en su interior poquito a poquito, como los granos que caen en un reloj de arena.

—Habla con ella —dije—, si tienes que hacerlo. Pregúntale adonde está dispuesta a marcharse.

Si todavía seguía lo suficientemente consciente para responderle. Si recordaba que había hablado con ella.

—La amo más que a la vida misma —dijo Simon.

—¡Le necesitamos aquí! —gritó Condón.

Vacié media botella mientras Simon me miraba, las lágrimas se le acumulaban en los ojos. El agua era pura, limpia y deliciosa.

Entonces volví con Sorley a las cadenas obstétricas, tirando al unísono sincronizados con los espasmos de la novilla moribunda.

Al final conseguimos extraer la ternerilla alrededor de medianoche, y yació sobre la paja hecha una maraña, las patas delanteras trabadas bajo el cuerpo, ojos sin vida inyectados en sangre.

Condón se quedó contemplando el pequeño cuerpo un rato. Y entonces me dijo:

—¿Hay algo que pueda hacer por ella?

—No puedo resucitar a los muertos, si es eso lo que quiere decir.

Sorley me dedicó una mirada de advertencia: no le tortures, ya es bastante duro para él.

Me escabullí hacia la puerta del granero. Simon había desaparecido hacía una hora, mientras todavía estábamos luchando con una riada de sangre hemorrágica que había empapado la paja ya mojada de antemano, nuestras ropas, nuestros brazos y manos. A través del resquicio que dejaba la puerta pude ver movimiento alrededor del coche, de mi coche, y un vislumbre de tela a cuadros que podría ser la camisa de Simon.

Estaba haciendo algo ahí fuera. Tenía la esperanza de saber el qué.

Sorley apartó la vista de la ternerilla muerta para mirar al pastor Dan Condón y de vuelta a la ternera acariciándose la barba, ignorando la sangre que dejaba en ella.

—Quizá si la quemamos… —dijo.

Condón le dirigió una mirara fulminante y desesperanzada.

—A lo mejor… dijo Sorley.

Entonces Simon abrió de golpe las puertas del establo y dejó entrar una ráfaga de aire fresco. Nos volvimos para mirarle. La luna sobre su hombro era gibosa y alienígena.

—Está en el coche —dijo—. Todo está listo para irnos.

—Me hablaba a mí, pero miraba a Sorley y Condón, casi como si los desafiara a responder.

El pastor Dan se encogió de hombros como si esos asuntos mundanos ya no fueran pertinentes.

Miré al hermano Aaron. El hermano Aaron alargaba el brazo hacia su rifle.

—No puedo impedirte que lo uses —dije—. Pero voy a salir por esta puerta.

Se paró en medio de su movimiento y frunció el ceño. Parecía como si intentara encajar la secuencia de acontecimientos que lo habían llevado hasta ese momento, cada uno conduciendo inexorablemente al siguiente, una secuencia lógica como los peldaños de una escalera, y sin embargo, sin embargo…

Dejó caer el brazo a su costado. Se volvió hacia el pastor Dan.

—Pensaba que si la quemábamos de todas formas, entonces estaría bien.

Atravesé la puerta del establo y me reuní con Simon, sin mirar atrás. Sorley podía cambiar de opinión, agarrar su escopeta y apuntar. Ya no era capaz de preocuparme por eso.

—A lo mejor si la quemamos antes de mañana —le oí decir—. Antes de que el sol vuelva a salir.

—Tú conduces —dijo Simon cuando llegamos al coche—. El depósito está lleno y hay gasolina extra en bidones en el maletero. Y algo de comida y agua embotellada. Tú conduces y yo me sentaré atrás para sujetarla.

Arranqué el coche y subí lentamente la colina, atravesé la cerca rota y dejé atrás los ocotillos iluminados por la luna hacia la autopista.

Spin

A pocos kilómetros por la carretera y a una distancia prudencial de la granja Condón, aparqué a un lado y le dije a Simon que saliera del coche.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Aquí?

—Tengo que examinar a Diane. Necesito que saques la linterna del maletero y que me la sostengas. ¿Vale?

Asintió, con los ojos abiertos como platos.

Diane no había dicho una sola palabra desde que salimos del rancho. Simplemente yacía acostada en el asiento de atrás con la cabeza en el regazo de Simon, respirando con dificultad. Su respiración era el sonido más audible en el coche.

Mientras Simon se quedaba a su lado, linterna en mano, me quité mis ropas empapadas de sangre y me lavé tan a conciencia como pude: una botella de agua mineral con un poco de gasolina para eliminar la suciedad y otra segunda botella para enjuagar. Entonces me puse unos Levi’s limpios, una camiseta de manga larga que saqué de mi equipaje y un par de guantes de látex de mi maletín médico. Me bebí una tercera botella de agua de un tirón. Entonces hice que Simon apuntara el haz de luz de la linterna sobre Diane mientras la examinaba.

Estaba más o menos consciente pero demasiado ida para producir una simple frase coherente. Estaba más delgada de lo que jamás la había visto, casi como una anoréxica, y peligrosamente febril. Su presión y su pulso eran elevados, y cuando ausculté su pecho sus pulmones sonaban como un niño que chupara un batido por una pajita demasiado estrecha.

Conseguí que tragara algo de agua y una aspirina. Luego rompí el precinto de una hipodérmica.