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—Eso ¿qué es? —preguntó Simon.

—Un antibiótico general. —Le pellizqué el brazo y tras algunas dificultades localicé una vena—. Tú también necesitarás uno. —Y yo. La sangre de la novilla indudablemente estaba cargada de bacterias vivas del SDCV.

—¿Eso la curará?

—No, Simon, me temo que no. Hace un mes puede que lo hiciera. Ahora ya no. Necesita atención médica.

—Tú eres un doctor.

—Puede que yo sea un doctor, pero no soy un hospital.

—Entonces quizá podamos llevarla a Phoenix.

Lo pensé. Todo lo que había aprendido durante las fluctuaciones sugería que los hospitales urbanos no darían abasto en el mejor de los casos, o que serían ruinas humeantes en el peor. Pero a lo mejor no.

Saqué mi teléfono y fui descendiendo por la lista de contactos hasta llegar a un número casi olvidado.

—¿A quién llamas? —dijo Simon.

—A alguien que conocía.

Su nombre era Colin Hinz, y habíamos sido compañeros de habitación en Stony Brook. Lo último que sabía de él era que trabajaba en la administración del Saint Joseph en Phoenix. Merecía la pena intentarlo, ahora mismo, antes de que el sol volviera a salir y se cargara las telecomunicaciones durante otro día.

Seleccioné su número personal. El teléfono sonó largo rato, pero al final lo cogió y dijo:

—Más vale que sea algo serio.

Me identifiqué y le dije que estaba a una hora de la ciudad con una persona necesitada de tratamiento médico urgente, alguien querido.

Colin suspiró.

—No sé qué decirte, Tyler. Saint Joe funciona, y he oído que la clínica Mayo en Scottsdale está abierta, pero en ambos sitios hay falta de personal. Hay informes contradictorios de los otros hospitales. Pero no conseguirás atención urgente en ningún lado, y desde luego no aquí. Tenemos gente apilada hasta por fuera de las puertas: heridas de bala, intentos de suicidio. Accidentes de coche, ataques al corazón, lo que quieras. Y polis en las puertas para evitar que asalten la sala de urgencias. ¿En qué estado se encuentra tu paciente?

Le dije que Diane estaba en una etapa avanzada de SDCV y que probablemente necesitaría ventilación mecánica dentro de poco.

—¿ Dónde coño ha pillado el SDCV? No, no me lo digas, no tiene importancia. Sinceramente, te ayudaría, pero nuestras enfermeras llevan toda la noche evaluando los casos que nos llegan desde el mismísimo aparcamiento del hospital y no puedo prometerte que le den prioridad alguna a tu paciente, ni aunque interceda personalmente. De hecho es casi seguro que no la verá un médico hasta dentro de otras veinticuatro horas. Si vivimos tanto.

—Soy médico, ¿recuerdas? Todo lo que necesito es algo de equipo para mantenerla. Suero intravenoso, tubos, oxígeno…

—No quisiera parecer insensible, pero aquí la sangre nos llega a las rodillas… deberías preguntarte si merece la pena mantener con vida un caso terminal de SDCV, teniendo en cuenta lo que está ocurriendo. Si tienes lo que necesitas para mantenerla confortable…

—No quiero mantenerla confortable. Quiero salvarle la vida.

—Vale… pero lo que me has descrito es una situación terminal a menos que lo haya entendido mal. —De fondo podía oír otras voces que requerían su atención, un murmullo generalizado de miseria humana.

—Necesito llevarla a algún lado —dije—, y necesito llevarla con vida. Necesito los suministros más de lo que necesito una cama.

—No nos sobra nada. Dime si hay otra cosa que pueda hacer por ti. De lo contrario, lo siento, tengo trabajo que hacer.

Pensé frenéticamente. Luego dije:

—Vale, pero los suministros… un sitio donde pueda coger suero, eso es todo lo que pido.

—Bueno…

—Bueno ¿qué?

—Bueno… no debería contarte esto, pero Saint Joe tiene un acuerdo con la ciudad bajo el plan de emergencia civil. Hay un distribuidor médico llamado Novaprod al norte de la ciudad. —Me dio la dirección e instrucciones simples para llegar—. Las autoridades pusieron a una unidad de la Guardia Nacional allí para protegerlo. Esa es nuestra fuente primaria de medicamentos y material.

—¿Me dejarán entrar?

—Si les llamo y les dijo que vas de mi parte, y si tienes algo que te identifique…

—Hazlo por mí, Colin. Por favor.

—Lo haré si puedo conseguir línea. Los teléfonos no funcionan bien.

—Si hay algo que pueda hacer por ti a cambio…

—Puede que lo haya. Solías trabajar para la industria aeroespacial, ¿no?

—No recientemente, pero sí.

—¿Puedes decirme cuánto tiempo más va a durar esto? —Medio susurró la pregunta, y de repente pude oír el cansancio en su voz, el miedo inadmisible—. Quiero decir, para bien o para mal.

Me disculpé y le dije que simplemente no lo sabía… y que dudaba que nadie en Perihelio supiera más que yo.

Suspiró.

—Vale —dijo—. Sólo que es cabreante, la idea de que hayamos pasado todo esto para arder en un par de días y jamás sepamos por qué.

—Ojalá pudiera darte una respuesta.

Alguien al otro lado de la línea empezó a gritar su nombre.

—Ojalá se pudieran hacer un montón de cosas —dijo—. Tengo que irme, Tyler.

Le di las gracias de nuevo y colgué.

Quedaban un par de horas para el amanecer.

Simon estaba a unos metros del coche, contemplando las estrellas y fingiendo que no escuchaba. Le hice una seña para que volviera y dije:

—Tenemos que seguir.

Asintió mansamente.

—¿Has conseguido ayuda para Diane?

—Algo así.

Aceptó la respuesta sin pedir detalles. Pero antes de volver a meterse en el coche, me tiró de la manga y dijo:

—Eso… ¿Qué crees que es eso, Tyler?

Señalaba al horizonte occidental, donde una suave curva plateada se alzaba atravesando cinco grados del cielo nocturno. Parecía como si alguien hubiera rayado una enorme letra C sobre la oscuridad con un cuchillo…

—Puede que una estela de condensación —dije—. Un avión a reacción de los militares.

—¿De noche? No, de noche no.

—Pues entonces no sé lo que es, Simon. Vamos, vuelve al coche… no tenemos tiempo que perder.

Hicimos mejor tiempo del que esperaba. Llegamos al almacén de suministros médicos, una unidad numerada en un espantoso polígono industrial, con algo de tiempo antes del amanecer. Presenté mi carné de identidad al nervioso guarda nacional apostado a la entrada: me puso en manos de otro guarda nacional y a un empleado civil que me guió entre pasillos de estanterías. Encontré lo que necesitaba y un tercer guarda nacional me ayudó a llevarlo al coche, aunque se apartó rápidamente al ver a Diane jadeando en el asiento de atrás.

—Buena suerte —dijo. La voz le temblaba un poco.

Me tomé tiempo para preparar el goteo intravenoso, sujeté de forma improvisada la bolsa al colgador de chaquetas del coche, y le enseñé a Simon cómo controlar el flujo y asegurarse de que Diane no se arrancaba la sonda en sueños. (No despertó ni siquiera cuando le introduje la aguja en el brazo.)

Simon esperó hasta que estuvimos de vuelta en la carretera antes de preguntar:

—¿Se está muriendo?

—No si puedo evitarlo —dije, agarrando el volante con más fuerza.

—¿Adonde la llevamos?

—A casa.

—¿Cómo? ¿Atravesando todo el país? ¿A la casa de Carol y E.D.?

—Eso mismo.

—¿ Por qué allí?

—Porque allí puedo ayudarla.

—Ése es un viaje largo, quiero decir, tal y como están las cosas.

—Sí. Será un viaje largo.

Eché un vistazo al asiento de atrás. Simon le acariciaba la frente a Diane, con gentileza. El cabello de Diane le caía lacio y lo tenía apelmazado por el sudor. Simon tenía las manos pálidas allí donde se había limpiado la sangre.