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Simon observó todo a un par de metros de distancia, con expresión hosca o posiblemente celosa. Cuando lo llamé vaciló y miró anhelantemente la planicie salada del desierto, el corazón de la más profunda nada.

Entonces trotó de vuelta al coche, abatido, y se puso al volante.

Me comprimí en el nicho detrás del asiento delantero. Diane parecía inconsciente, pero antes de quedarme dormido sentí que ponía su mano sobre la mía.

Cuando desperté volvía a ser de noche, y Simon había parado el coche para que cambiáramos de sitio.

Salí del coche y me estiré. La cabeza me seguía latiendo, tenía la columna como si el peso de los años me la hubiera encorvado definitivamente, pero estaba más despejado que Simon, que se arrastró a la parte de atrás y se quedó dormido al instante.

No sabía dónde estábamos aparte de que estábamos en la 1-40 en dirección este y que la tierra era menos árida aquí, los campos irrigados se extendían a ambos lados de la carretera bajo una luna carmesí. Me aseguré de que Diane estuviera cómoda y que respirara sin problema, y dejé las puertas del coche abiertas durante un par de minutos para airear el hedor, un olor a habitación de enfermo con indicios de sangre y gasolina. Entonces me senté al asiento del conductor.

Las estrellas sobre la carretera eran perturbadoramente escasas e imposibles de reconocer. Me pregunté qué le estaría ocurriendo a Marte. ¿Seguiría bajo una membrana de Spin o habría sido liberado como la Tierra? Pero no sabía adónde mirar en el cielo y dudaba que lo reconociera aunque lo viera. Lo que sí que vi, no podía evitarlo, fue la enigmática línea plateada que Simon había señalado en Arizona, la que había confundido con la estela de un avión. Esa noche era incluso más prominente. Se había movido desde el horizonte occidental hasta casi el cénit, y la suave curva se había convertido en un óvalo, una letra «O» aplastada.

El cielo que contemplaba era tres mil millones de años más viejo que el que había visto desde el jardín de la Gran Casa. Supuse que albergaría todo tipo de misterios.

Una vez que estuvimos en marcha intenté poner la radio del coche, que la noche pasada había estado muda. No llegaba nada digital, pero al final conseguí localizar una emisora local de FM, el tipo de estación de radio de pueblecito que normalmente se dedicaba a la música country y a Cristo, pero esa noche todo era charla. Aprendí muchas cosas antes de que la señal desapareciera, convertida en ruido de estática.

Aprendí, para empezar, que habíamos hecho bien en evitar las grandes ciudades. Los grandes núcleos urbanos eran zonas catastróficas: no por los saqueos y la violencia (que sorprendentemente habían sido pocos) sino debido al colapso catastrófico de las infraestructuras. El amanecer del sol rojo se había parecido tanto a la largamente predicha muerte de la Tierra que la mayor parte de la gente se había quedado en casa para morir con sus familias, dejando los centros urbanos con una policía y servicios de bomberos mínimos y hospitales casi sin personal. La minoría de personas que intentaron la muerte por arma de fuego o que se administraron sobredosis con extravagantes cantidades de alcohol, cocaína, oxicodona o anfetaminas, fueron la causa involuntaria de la mayoría de los problemas inmediatos: dejaron hornos de gas encendidos, se desplomaron mientras conducían, o dejaron caer cigarrillos encendidos al morir. Cuando la alfombra empezó a humear o las cortinas estallaron en llamas, nadie llamó al 911, y en muchos casos no hubiera habido nadie para contestar a esas llamadas. Los incendios de domicilios pronto se convirtieron en incendios de barrios enteros.

Cuatro enormes penachos de humo se alzaban de Oklahoma City, dijo el locutor, y según informes telefónicos, la mayor parte del sur de Chicago ya había sido reducida a ascuas. Todas las ciudades importantes del país, de todas de las que se sabía algo, informaban al menos de uno o dos incendios a gran escala, descontrolados.

Pero la situación estaba mejorando, no deteriorándose. Hoy había empezado a parecer posible que la especie humana podía sobrevivir al menos unos cuantos días más, y como resultado más personal de respuesta a emergencias y de servicios esenciales habían vuelto a sus puestos. (La parte negativa era que la gente había empezado a preocuparse por cuánto tiempo les durarían las provisiones: los saqueos a tiendas de alimentación empezaban a ser un problema.) A cualquier persona que no fuera un proveedor de servicios esenciales se la conminaba a mantenerse alejado de las carreteras; el mensaje había sido dado antes del amanecer por el sistema de comunicaciones para emergencias nacionales y a través de toda estación de radio y televisión que siguiera en funcionamiento, y se repetía esa noche. Lo que explicaba por qué escaseaba el tráfico por la interestatal. Había visto unas pocas patrullas policiales y militares pero ninguna de ellas nos había detenido, posiblemente debido a la matrícula de mi coche. California y otros estados empezaron a repartir pegatinas de los SMU (Servicios Médicos de Urgencia) para que los médicos las pusieran en las matrículas de sus coches tras el primer episodio de fluctuación.

La presencia policial era esporádica. El contingente militar continuaba más o menos intacto pese a algunas deserciones, pero la Reserva y la Guardia Nacional estaban muy mermadas y no podían suplir a las autoridades locales. La electricidad también era esporádica, la mayor parte de las estaciones generadoras carecían de personal suficiente y apenas podían funcionar, y los apagones se propagaban en cascada por la red eléctrica. Había rumores de que las plantas nucleares de San Onofre en California y Pickering en Canadá estaban a punto de sufrir una fusión, aunque no había confirmación de eso último.

El locutor prosiguió leyendo una lista de almacenes de comida locales designados por las autoridades, hospitales que seguían abiertos (con tiempos estimados de espera antes de que se pudiera atender al paciente) y consejos de primeros auxilios para el hogar. También leyó un comunicado del Servicio Meteorológico previniendo contra la exposición prolongada al sol. La luz solar no parecía ser inmediatamente mortal, pero los niveles excesivos de radiación ultravioleta podían causar «problemas a largo plazo», según dijeron, expresión que me hizo mucha gracia, pese a lo lamentable de todo el asunto.

Pillé unas cuantas transmisiones más desperdigadas antes del amanecer, pero el sol naciente las ahogó en su ruido.

El día apareció nublado. Por tanto, no tenía que conducir bajo el resplandor solar; pero incluso ese amanecer mudo era perturbadoramente extraño. Toda la mitad oriental del cielo se convirtió en una hirviente sopa de luz, tan hipnótica a su manera como las ascuas de una hoguera moribunda. De vez en cuando las nubes se abrían y dedos de luz ambarina tanteaban la tierra. Pero hacia el mediodía las nubes eran más densas y a la hora empezó a llover, una lluvia caliente, sin vida que recubría la autopista y reflejaba los enfermizos colores del cielo.

Había vaciado el último bidón de gasolina en el depósito esa mañana, y en algún lugar entre Cairo y Lexington la aguja del indicador de gasolina empezó a descender alarmantemente. Desperté a Simon y le expliqué el problema y le dije que pararíamos en la siguiente gasolinera… y en cada una en el camino después de ésa hasta que encontráramos una que nos vendiera gasolina.

La siguiente gasolinera resultó ser un negocio al estilo antiguo de cuatro surtidores y una tienda de una franquicia de tentempiés para conductores. La tienda estaba a oscuras y los surtidores probablemente no funcionaran, pero me detuve de todas formas, salí del coche y descolgué la manguera del surtidor.

Un hombre con una gorra de los Bengals en la cabeza y una escopeta acunada en los brazos apareció de detrás de una esquina del edifico y dijo.