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—Ése era Emil Hardy —dijo Carol mientras volvía a cerrar la puerta—. ¿Te acuerdas de los Hardy? Tenían la pequeña casa estilo colonial en Bantam Hill Road. Emil ha impreso un periódico.

—¿Un periódico?

Me mostró dos hojas grapadas de folios tamaño carta.

—Emil tiene un generador eléctrico en su garaje. Oye la radio por la noche y toma notas, luego imprime un resumen y lo reparte por las casas de los vecinos. Este es el segundo número. Es un buen hombre y bienintencionado, pero no veo razón para leer estas cosas.

—¿Puedo verlo?

—Si quieres.

Me lo llevé arriba.

Emil era un reportero aficionado con todas las de la ley. Las historias trataban principalmente de crisis en la capital y en Virginia, una lista oficial de zonas a las que no ir bajo ningún concepto y evacuaciones relacionadas con incendios, intentos de restaurar los servicios locales. Pasé esas por alto. Pero hubo un par de artículos al final que me llamaron la atención.

El primero era un informe que decía que la radiación solar medida recientemente en la superficie había aumentado pero que no era ni de cerca tan intensa como se había predicho. «Los científicos del gobierno —decía—, están perplejos pero muestran un cauto optimismo sobre las probabilidades de supervivencia a largo plazo». No se mencionaba ninguna fuente, así que podía ser la invención de algún comentarista o un intento de evitar pánicos futuros, pero encajaba con mi experiencia personal hasta la fecha: la nueva luz solar era extraña pero no inmediatamente mortal.

Ni una palabra acerca de cómo podría afectar a las cosechas, al tiempo o a la ecología en general. Ni el calor pestilente ni la lluvia torrencial parecían particularmente normales.

Debajo de eso había otro artículo con el siguiente titular:

AVISTADAS LUCES EN EL CIELO POR TODO EL MUNDO.

Se trataba de las mismas líneas en forma de C o de O que Simon me había señalado en Arizona. Se habían visto tan al norte como Anchorage y tan al sur como Ciudad de México. Los informes de Europa y Asia eran fragmentarios y se ocupaban principalmente de la crisis inmediata, pero unas cuantas historias similares se habían filtrado. («Nota —decía el periódico de Emil Hardy—: los canales de noticias por cable siguen funcionando de manera intermitente pero se han visto imágenes de la India que muestran fenómenos similares a escala mayor». Ni idea de lo que quería decir con eso).

Diane despertó durante unos instantes mientras estaba con ella.

—Tyler —dijo.

Le cogí de la mano. La tenía seca y caliente de forma antinatural.

—Lo siento —dijo ella.

—No tienes nada de lo que disculparte.

—Siento que me veas así.

—Estás mejorando. Llevará un tiempo, pero te pondrás bien.

Su voz era suave como el sonido de una hoja que cae. Miró a su alrededor y reconoció la habitación.

—¡Estoy aquí!

—Aquí estás.

—Di mi nombre otra vez.

—Diane —dije—. Diane. Diane.

Diane estaba gravemente enferma, pero era Jason el que se moría. Eso fue lo que me dijo, con otras palabras, cuando fui a verle.

Hoy no había comido, según me había informado Carol. Jason había tomado agua helada con pajita pero se negaba a tomar otros líquidos. Apenas podía mover el cuerpo. Cuando le pedí que levantara el brazo lo hizo, pero con tal esfuerzo exquisito y lánguida velocidad que volví y lo agarré para que lo bajara de nuevo.

—Si la noche de hoy se parece algo a la de ayer, estaré delirando hasta el amanecer. Mañana, ¿quién sabe? Quiero hablar mientras puedo.

—¿Hay alguna razón por la que tu estado se deteriora por las noches?

—Una muy simple, creo. Ya llegaremos a eso. Primero quiero que hagas algo por mí. Mi maleta estaba en el armario. ¿Sigue ahí?

—Ahí sigue.

—Ábrela. Puse dentro una grabadora de audio. Encuéntrala.

Encontré un rectángulo de plata bruñida del tamaño de un mazo de cartas, cerca de una pila de sobres de cartas con direcciones que no reconocí.

—¿Es esto? —dije, y luego me maldije: por supuesto que no podía verlo.

—Si la etiqueta dice Sony, entonces sí. Debería haber un paquete de tarjetas de memoria debajo.

—Sí, ya lo tengo.

—Y ahora tendremos una charla. Hasta que oscurezca, y puede que hasta un poco después. Cambia la memoria cuando tengas que hacerlo, o las baterías si se queda sin potencia. Hazlo por mí, ¿vale?

—Siempre que Diane no necesite atención urgente. ¿Cuándo quieres empezar?

Giró la cabeza. Sus pupilas espolvoreadas de diamantes relucieron a la extraña luz.

—Ahora mismo no sería demasiado pronto —dijo.

Ars moriendi

Los marcianos, dijo Jason, no eran el pueblo sencillo, pacífico y bucólico que Wun nos había hecho (o dejado) creer.

Era cierto que no eran especialmente belicosos; las Cinco Repúblicas habían dirimido sus diferencias políticas hacía casi mil años; y eran «bucólicos» en el sentido de que dedicaban la mayoría de sus recursos a la agricultura. Pero no eran «sencillos» bajo ningún concepto. Eran, como había señalado Jase, maestros en el arte de la biología sintética. Su civilización se fundamentaba en eso. Les habíamos construido un planeta habitable con herramientas biotecnológicas, y no había habido una sola generación marciana que no comprendiera la función y usos potenciales del ADN.

Si su tecnología a gran escala a veces parecía burda, la nave espacial de Wun, por ejemplo, era debido a las limitaciones radicales de recursos naturales que se les imponía. Marte era un mundo sin petróleo ni carbón, que mantenía una frágil ecología al borde del desastre por la falta de agua y nitrógeno. Una base industrial omnipresente y a gran escala como la de la Tierra jamás podría darse en el planeta de Wun. En Marte, la mayor parte del esfuerzo humano estaba encaminado a producir alimento suficiente para una población estrictamente controlada. La biotecnología servía admirablemente para ese propósito. Las industrias contaminantes no.

—¿Wun te contó eso? —pregunté, mientras la lluvia seguía cayendo de forma continua y la tarde se retiraba hacia la noche.

—Confió en mí, sí, aunque la mayor parte de lo que me dijo estaba implícito en los archivos.

Una luz color óxido procedente de las ventanas se reflejó en los ojos ciegos y alterados de Jason.

—Pero podía haber mentido.

—No creo que mintiera jamás. Lo único que pasaba es que era un poco tacaño con la verdad.

Los replicadores microscópicos que Wun había traído a la Tierra eran biología sintética de vanguardia. Eran capaces de hacer todo lo que Wun había dicho. De hecho, eran más sofisticados de lo que Wun había estado dispuesto a admitir.

Entre las funciones no reconocidas de los replicadores estaba un subcanal oculto para comunicarse entre ellos y con su punto de origen. Wun no había dicho si se trataba de radio de banda estrecha o algo tecnológicamente más exótico… Jase sospechaba que se trataba de eso último. En cualquier caso, requería un receptor más avanzado que cualquier cosa que se podía construir en la Tierra. Requería, según Wun, un receptor biológico. Un sistema nervioso humano modificado.

—¿Y te presentaste voluntario para eso?

—Lo hubiera hecho si alguien me lo hubiera pedido. Pero la única razón por la que Wun se confió a mí es que temía por su vida desde el mismo día en que llegó a la Tierra. No albergaba ninguna ilusión sobre la venalidad humana o los intereses políticos. Necesitaba a alguien a quien confiarle la custodia de su farmacopea si le ocurría algo a él. Alguien que entendiera su propósito. Jamás me propuso que me convirtiera en el receptor. La modificación sólo funciona en un Cuarto. ¿Recuerdas lo que te dije? El tratamiento de longevidad es una plataforma. Ejecuta otras aplicaciones. Ésta es una de ellas.