Pero el otro recuerdo que me vino a la mente, mientras el sistema nervioso de Jason era transformado y corroído por los Hipotéticos de una forma que no podían saber que era letal para él, fue el de aquella tarde hacía tanto tiempo, cuando se había montado en mi pesada bici de segunda mano para bajar desde lo alto de Bantam Hill Road. Recordé la pericia, casi de bailarín de ballet, con la que había controlado esa máquina en desintegración, hasta que no quedó nada excepto la velocidad y la balística, el inevitable colapso del orden en el caos.
Su cuerpo, y era un Cuartogenario, era una máquina finamente ajustada. No moriría fácilmente. En algún momento antes de la medianoche Jason perdió el habla, y entonces fue cuando comenzó a parecer asustado y no del todo humano. Carol le cogió de la mano y le dijo que estaba a salvo, que estaba en casa. No sé si ese consuelo llegó hasta él en las extrañas y enrevesadas cámaras en las que su mente había entrado. Espero que sí.
No mucho después de eso puso los ojos en blanco y sus músculos se relajaron. Su cuerpo continuó luchando, respirando de forma convulsiva, casi hasta la mañana.
Entonces lo dejé con Carol, que le acarició la cabeza con ternura infinita y le susurró como si aún pudiera oírla, y no me di cuenta de que cuando el sol se alzó no era una cosa hinchada y rojiza, sino tan brillante y perfecto como era antes del Spin.
4 x 10 9 d. C./Todos aterrizamos en algún lado
Me quedé en la cubierta del Capetown Maru mientras dejaba su amarradero y se hacía a mar abierto.
No menos de una docena de barcos contenedores intentaban abandonar Teluk Bayur mientras los fuegos de los tanques de combustible aún seguían ardiendo, compitiendo por salir los primeros. La mayoría eran pequeñas embarcaciones mercantes de dudoso origen, probablemente con rumbo a Puerto Magallanes a pesar de lo que dijeran sus manifiestos, navíos cuyos dueños y capitanes tenían mucho que perder en el escrutinio que seguiría a una investigación.
Me quedé con Jala y los dos nos aferramos a las barandillas, contemplando cómo un carguero costero moteado por el óxido salía de un banco de humo pasando de forma alarmantemente cerca de la popa del Capetown. Ambos barcos hicieron sonar alarmas y en la cubierta del Capetown la tripulación miró nerviosamente hacia popa. Pero el carguero se desvió, pasando a nuestro lado casi rozándonos.
Y entonces estábamos fuera de la protección del puerto, en alta mar con gran marejada, y bajé a reunirme con Ina, Diane y los demás emigrantes en la sala de la tripulación. En estaba sentado a una mesa de caballete con Ibu Ina y sus padres, lo cuatro parecían indispuestos. En deferencia a su herida, a Diane le habían dado la única silla tapizada en la habitación, pero la herida había dejado de sangrar y había conseguido ponerse ropa seca.
Jala entró en la sala una hora después. Gritó pidiendo atención y luego dio un discurso, que Ina tradujo para mí:
—Dejando a un lado sus pomposas alabanzas a su propia persona, Jala dice que fue al puente a hablar con el capitán. Todos los fuegos en cubierta están controlados y estamos de camino sanos y salvos, según dice él, claro. El capitán se disculpa por el estado de la mar. Según el pronóstico, debería mejorar a finales de la noche o mañana a primera hora. Durante las próximas horas, sin embargo…
Momento en el que En, que estaba sentado al lado de Ina, se volvió y vomitó en su regazo, terminando la frase por ella.
Dos noches después subí a la cubierta con Diane para contemplar las estrellas.
La cubierta principal estaba más tranquila por las noches que en cualquier otro momento del día. Habíamos encontrado un espacio seguro entre los contenedores al descubierto de la cubierta y la superestructura de popa, donde podíamos hablar sin que nos oyeran. El mar estaba en calma, el aire era agradablemente cálido, y las estrellas se concentraban sobre los postes y radares del Capetown como si se hubieran enmarañado en las jarcias.
—¿Sigues escribiendo tus memorias? —Diane había visto el surtido de tarjetas de memoria que llevaba en mi equipaje, aparte del contrabando farmacológico y digital que habíamos traído de Montreal. También había varios cuadernillos de papel, páginas sueltas y notas garabateadas.
—Ya no tanto —dije—. No parece tan urgente. Ya no tengo la necesidad de escribir todo…
—O el miedo de olvidar.
—O eso.
—¿Y te sientes diferente? —preguntó sonriendo.
Yo era un Cuartogenario nuevo, y Diane no. Para entonces su herida ya se había cerrado, sin dejar nada excepto una tira de carne hendida que seguía la curvatura de su cadera. La capacidad de su cuerpo para curarse me parecía imposible. Aunque, supuestamente, yo también la tuviera ahora.
Su pregunta era un poco maliciosa. Le había preguntado a Diane muchas veces en el pasado si se sentía diferente como Cuartogenaria. La verdadera pregunta era, por supuesto, si me parecía diferente a mí.
No había una buena respuesta a esa pregunta. Obviamente, era una persona diferente tras su casi morir y resucitar en la Gran Casa, ¿y quién no lo sería? Había perdido un marido y una fe, y había despertado a un mundo que dejaría rascándose la cabeza de perplejidad al propio Buda.
—La transición es sólo una puerta —dijo ella—. Una puerta a una habitación. Una habitación en la que nunca has estado, aunque puede que la hayas vislumbrado de vez en cuando. Ahora es la habitación en la que vives; es tuya, te pertenece. Tiene ciertas características que no puedes cambiar… no puedes hacerla más grande o más pequeña. Pero la forma en que la amuebles es asunto tuyo.
—Más parece un proverbio que una respuesta —dije.
—Lo siento. Es lo mejor que sé hacerlo. —Volvió la cabeza hacia las estrellas—. Mira, Tyler, se puede ver el Arco.
Lo llamamos «arco» porque somos una especie miope. El Arco es en realidad un anillo, un círculo de mil seiscientos kilómetros de diámetro pero sólo la mitad se alza por encima del nivel del mar. El resto está bajo el agua o enterrado en la corteza de la tierra, quizá (según han especulado algunos) explotando el magma suboceánico como fuente de energía. Pero desde nuestro punto de vista de hormigas era en realidad un arco, cuya cima se extendía muy por encima de la atmósfera.
Incluso la mitad expuesta sólo era visible en las fotografías tomadas desde el espacio, y esas fotografías normalmente eran manipuladas para centrarse en los detalles. Si se pudiera tener una sección transversal del material del anillo (de hecho, el cable que se convierte en un aro) sería un rectángulo de cuatrocientos metros de alto y un kilómetro y medio de ancho. Inmenso, pero una diminuta fracción del espacio que rodeaba y no siempre fácil de ver desde lejos.
La ruta del Capetown Maru nos había llevado al sur del anillo, siguiendo un rumbo paralelo a su radio hasta pasar casi directamente bajo su ápice. El sol seguía brillando sobre esa cima, que ya no era una «U» doblada o una «J», sino un suave ceño fruncido (un ceño de Cheshire, dijo Diane) en lo alto del cielo septentrional. Las estrellas rotaban pasando por encima como plancton fosforescente apartado por la proa de un barco.
Diane apoyó la cabeza contra mi hombro.
—Ojalá Jason pudiera verlo.
—Creo que sí lo vio. Sólo que no desde este ángulo.
Había tres problemas inmediatos en la Gran Casa tras la muerte de Jason.
El más urgente era Diane, cuyo estado físico había permanecido sin cambios durante días después de la inyección de droga marciana. Estaba casi comatosa y sufría ataques de fiebre de modo intermitente, el pulso se le veía latir en la garganta como el aleteo del ala de un insecto. Los suministros médicos escaseaban y tenía que forzarla a que tomara el ocasional sorbo de agua. La única mejoría real fue en el sonido de su respiración, que lentamente se fue volviendo más relajada y menos flemática; sus pulmones, al menos, se estaban reparando.