Lo siento. Sé que tengo parte de responsabilidad por ponerte en esa posición. Algún día me disculparé ante ti cara a cara. Por ahora, todo lo que puedo ofrecerte son consejos.
Los archivos digitales que puse en tus manos cuando te marchaste de Perihelio son, por supuesto, material altamente clasificado procedente de los archivos de Wun Ngo Wen. Por lo que sé, puede que los hayas quemado o tirado al fondo del Pacífico. No importa. Los años que he pasado diseñando vehículos espaciales me han enseñado las virtudes de la redundancia. He enviado paquetes con la sabiduría de contrabando de Wun a docenas de personas en este país y en todo el mundo. Todavía no lo han colgado en internet, nadie es tan temerario, pero está ahí fuera. No hay duda de que se trata de un acto profundamente antipatriótico y, desde luego, criminal. Si soy capturado, seré acusado de traición. Mientras tanto, aprovecho mi tiempo al máximo.
Pero no creo que un conocimiento de esta clase (que incluye protocolos para modificaciones humanas que pueden curar enfermedades graves, entre otras cosas, como sé muy bien) deba ser ocultado para que una nación obtenga ventajas sobre las demás, aunque su publicación presente otros problemas.
Lomax y su Congreso domesticado están en claro desacuerdo. Así que estoy dispersando los últimos fragmentos de los archivos y luego me esfumaré. Me esconderé. Puede que tú quieras hacer lo mismo. De hecho, puede que tengas que hacerlo. Todo el que estuviera en el viejo Perihelio, todo el que estuviera relacionado conmigo, caerá bajo el escrutinio federal tarde o temprano.
O, por el contrario, puede que quieras pasarte por la oficina más cercana del FBI y entregar los contenidos de este sobre. Si eso es lo que consideras que es mejor, sigue los dictados de tu conciencia. No te culparé de nada, pero no te garantizo el resultado. Mi experiencia con la administración Lomax sugiere que la verdad, en realidad, no te hará libre.
En cualquier caso, lamento colocarte en una posición tan difícil. No es justo. Es pedir demasiado a un amigo, y siempre me he sentido orgulloso de llamarte mi amigo.
Quizá E. D. tuviera razón respecto a una cosa. Nuestra generación ha luchado durante treinta años por recuperar lo que el Spin nos robó aquella noche de octubre. Pero no podemos. No hay nada a lo que aferrarse en este universo en rápida evolución, ni nada que ganar al intentarlo. Si algo he aprendido de ser un «Cuartogenario» es eso. Somos tan efímeros como gotas de agua. Todos caemos, y todos aterrizamos en algún lado.
Cae libremente, Tyler. Usa los documentos adjuntos si los necesitas. Fueron caros pero son de absoluta confianza. (¡Es bueno tener amigos en las alturas!)
Los «documentos adjuntos» eran, en esencia, un conjunto de identidades falsas: pasaportes, carnés de identidad de Homeland Security, permisos de conducir, certificados de nacimiento, números de la Seguridad Social e incluso diplomas de medicina, todos ellos con mi descripción pero ninguno con mi nombre de verdad.
Diane siguió recuperándose. Su pulso se fortaleció y sus pulmones se limpiaron, aunque seguía febril. La droga marciana hacía su trabajo, reconstruyéndola de dentro a fuera, editando y reparando su ADN de manera sutil.
Según mejoraba su salud, empezó a hacer preguntas cautas: sobre el sol, sobre el pastor Dan, sobre el viaje desde Arizona hasta la Gran Casa. Debido a su fiebre intermitente, las respuestas que le daba no siempre quedaban registradas. Me preguntó más de una vez qué le había ocurrido a Simon. Si estaba lúcida le contaba cosas sobre la becerra roja y el regreso de las estrellas; si estaba atontada le decía simplemente que Simon estaba «en otro lado» y que yo me ocuparía de ella un poco más. Ninguna de esas respuestas, las verdaderas o las medias verdades, parecían satisfacerla.
Algunos días se quedaba inmóvil, apoyada sobre la almohada mirando a la ventana, contemplando la lenta deriva de la luz del sol sobre las sábanas. Otros días estaba febrilmente inquieta. Una tarde pidió que le diera papel y bolígrafo… pero cuando se lo di todo que escribió fue una única frase, ¿Acaso soy el guardián de mi hermano?, repetida una y otra vez hasta que los dedos se le acalambraron.
—Le conté lo de Jason —admitió Carol cuando le enseñé el papel.
—¿Estás segura de que eso fue sensato?
—Tenía que saberlo tarde o temprano. Ya hará las paces con ello, Tyler. No te preocupes. Diane se pondrá bien. Diane siempre fue la más fuerte.
El día del funeral de Jason preparé los sobres que me había dejado, añadiendo una copia de la grabación de sus últimas horas, les puse los sellos y los deposité en un buzón de correos escogido al azar de camino a la capilla local que Carol había reservado para el servicio. El paquete tendría que esperar unos cuantos días hasta que lo recogieran, el servicio postal todavía estaba siendo restaurado, pero me imaginé que estarían más seguros allí que en la Gran Casa.
La «capilla» era una funeraria aconfesional en una calle principal de un barrio residencial, calle por la que ahora pasaba bastante tráfico, ahora que se habían levantado las restricciones de viaje. Jase siempre había tenido ese desprecio de los racionalistas por los funerales elaborados, pero el sentido de la dignidad de Carol exigía una ceremonia, aunque fuera endeble y pro forma. Había logrado reunir a un grupo de gente, la mayoría viejos vecinos que recordaban a Jason de niño y que habían visto su carrera en fragmentos de imágenes de la tele y en artículos del periódico. Era su estatus de celebridad en decadencia lo que llenó los bancos.
Dije un breve panegírico. (Diane lo hubiera hecho mejor, pero estaba demasiado enferma para asistir.) Jase, dije, había dedicado su vida a la búsqueda del conocimiento, no con arrogancia, sino con humildad: comprendía que el conocimiento no se creaba, sino que se descubría; nadie podía adueñarse de él, sólo compartirlo, pasándolo de mano en mano, de generación en generación. Jason se había convertido en parte de esa cadena de conocimiento y todavía seguía siéndolo. Se había entretejido a sí mismo en la red del conocimiento.
E. D. entró en la capilla cuando yo todavía seguía en el pulpito.
Había atravesado medio pasillo entre los bancos cuando me reconoció. Se me quedó mirando fijamente durante un largo minuto antes de sentarse en un banco vacío.
Estaba más demacrado que la última vez que lo había visto, y se había afeitado la cabeza casi por completo. Pero seguía teniendo el porte de un hombre poderoso. Llevaba un traje hecho a medida de corte recto como un navajazo. Se cruzó de brazos e inspeccionó la sala imperiosamente, anotando quién estaba presente. Su mirada se demoró en Carol.
Cuando terminó el servicio, Carol se levantó y aceptó resueltamente las condolencias de sus vecinos mientras salían. Había llorado copiosamente en los últimos días, pero sus ojos estaban absolutamente secos en esos momentos, parecía tener una indiferencia casi patológica a su entorno. E. D. se acercó a ella después de que se hubiera marchado el último invitado. Carol se tensó, como un gato que presiente la presencia de un depredador mayor.
—Carol —dijo E. D. —. Tyler. —Me dedicó una mirada agria.
—Nuestro hijo está muerto —dijo Carol—. Jason se ha ido.
—Por eso estoy aquí.
—Espero que estés aquí para rendirle un último adiós…
—Por supuesto que sí.
—… y no por alguna otra razón. Porque vino a casa para escapar de ti. Supongo que lo sabes.
—Sé más al respecto de lo que te imaginas. Jason estaba confuso…