Выбрать главу

No supe qué decir. Carol vio mi expresión y meneó la cabeza con tristeza. Me puso sus frágiles manos sobre los hombros.

—No te enfades. El mundo está lleno de sorpresas. Todos nacemos siendo unos desconocidos para los demás, y rara vez nos presentan formalmente.

Así que pasé cuatro semanas en la habitación de un motel en Vermont cuidando de Diane mientras se recuperaba.

Su recuperación física, debería decir. El trauma emocional que había sufrido en el rancho Condón la había dejado exhausta y retraída. Diane había cerrado los ojos a un mundo que parecía acabarse y los había abierto en otro que carecía de puntos cardinales. No estaba a mi alcance el repararlo para ella.

Así que procedí con cautela. Le expliqué lo que necesitaba que le explicaran. No le exigí nada y le dejé claro que no esperaba ninguna recompensa.

Su interés por el mundo cambiado despertó gradualmente. Me preguntó por el sol, restaurado a su aspecto más benevolente, y le conté lo que Jason me había contado a su vez: la membrana del Spin seguía en su sitio aunque la envoltura temporal hubiera terminado; protegía a la Tierra como siempre había hecho, filtrando la radiación letal para producir un simulacro de luz solar aceptable para el ecosistema planetario.

—¿Y por qué la apagaron durante siete días?

—La atenuaron, no la apagaron. Y lo hicieron para que algo pudiera atravesar la membrana.

—Esa cosa del océano índico.

—Sí.

Me pidió que le pusiera la grabación de las últimas horas de Jason y lloró mientras la escuchaba. Me preguntó por sus cenizas. ¿Se las había llevado E. D. o las tenía Carol? (Ninguna de las dos cosas. Carol me había puesto la urna en las manos y me había dicho que hiciera con ella lo que creyera apropiado. «La espantosa verdad, Tyler, es que tú lo conocías mejor que yo. Para mí Jason era impenetrable. Hijo de su padre. Pero tú eras su amigo».)

Contemplamos cómo el mundo se redescubría a sí mismo. Los enterramientos de masas terminaron al fin; los afligidos y asustados supervivientes empezaron a comprender que el planeta volvía a tener un futuro, por extraño que fuera. Para nuestra generación fue una inversión que nos dejaba estupefactos. El manto de la extinción había caído de nuestros hombros: y ahora ¿qué haríamos sin él? ¿Qué haríamos, ahora que ya no estábamos condenados sino que volvíamos a ser simplemente mortales?

Vimos imágenes de vídeo del océano índico, de la monstruosa estructura que se había empotrado en la piel del planeta, el mar que seguía hirviendo allí donde entraba en contacto con las enormes columnas. La gente empezó a llamarlo el Arco o la Arcada no sólo por su forma, sino porque los barcos que se hacían a la mar regresaban a sus puertos con historias de balizas de navegación perdidas, meteorología peculiar, brújulas que oscilaban, y una costa salvaje allí donde no debería haber ningún continente. Se enviaron varios barcos al poco tiempo. El testamento de Jason contenía pistas sobe la explicación, pero poquísimas personas tenían la ventaja de haberlo escuchado: yo, Diane y la docena de personas que lo habían recibido por correo.

Diane empezó a hacer ejercicio diariamente, haciendo footing en un tramo de tierra detrás del hotel mientras el tiempo se enfriaba, regresando con el aroma de hojas caídas y humo de leña en el pelo. Su apetito mejoró, y también mejoró el menú en la cafetería. La distribución de alimentos se había restaurado; la economía doméstica volvía a ponerse en marcha pesadamente.

Descubrimos que también Marte había dejado de tener su Spin. Hubo señales de radio que atravesaron el espacio entre ambos planeta; el presidente Lomax, en uno de sus discursos patrioteros, había mencionado incluso la posibilidad de continuar con el programa espacial tripulado, un primer paso para establecer relaciones continuadas con lo que llamaba (con sospechosa prolijidad) «nuestro planeta hermano».

Hablamos del pasado. Hablamos del futuro.

Lo que no hicimos fue caer en los brazos del otro.

Nos conocíamos demasiado bien, o no lo suficientemente bien. Teníamos un pasado pero no un futuro. Y Diane estaba devastada por la ansiedad que le producía la desaparición de Simon a las afueras de Manassas.

—Casi te dejó para que murieras —le recordé a Diane.

—No intencionadamente. No es cruel. Y lo sabes.

—Entonces es peligrosamente ingenuo.

Diane cerró los ojos pensativamente. Y entonces dijo:

—Hay una frase que al pastor Bob Kobel le gustaba usar en el Tabernáculo del Jordán. «Su corazón clamó a Dios.» Si describe a alguien, es a Simon. Pero tienes que examinar la frase. «Su corazón clamó»… creo que eso nos describe a todos nosotros, es universal. Tú, Simon, yo, Jason. Incluso a Carol. Incluso a E. D. Cuando la gente empieza a entender lo vasto que es el universo y lo corta que es la vida humana, sus corazones claman. A veces es un grito de alegría: creo que así fue para Jason; creo que eso fue lo que no entendí acerca de él. Tenía el don del asombro. Pero para la mayoría de nosotros es un grito de terror. El terror a la extinción, el terror a la falta de sentido del mundo. Nuestros corazones claman. Quizá a Dios, o quizá simplemente para romper el silencio. —Se apartó el pelo de la frente con la mano y vi que su brazo, que llegó a estar peligrosamente descarnado, volvía a estar carnoso y fuerte—. Creo que ése fue el grito que se alzó del corazón de Simon, fue el sonido más humano del mundo. Pero no, no es un buen juez del carácter de los demás; y sí, es ingenuo; que es la razón por la que cambió de estilo de fe una y otra vez y tan rápidamente, el Nuevo Reino, el Tabernáculo del Jordán, el rancho de Condón… lo que sea, siempre que no fuera demasiado complicado y apelara al deseo humano de dar significado al mundo.

—¿Aunque te matara?

—No he dicho que sea sabio. Lo que estoy diciendo es que no es malvado.

Más tarde aprendería a reconocer ese tipo de discurso: estaba hablando como una Cuartogenaria. Con objetividad pero implicada al mismo tiempo. Con íntimo desapego. No me disgustó, pero hacía que se me erizara el pelo de la nuca de vez en cuando.

No mucho después de que la declarara completamente sana y restablecida, Diane me dijo que quería marcharse. Le pregunté adonde quería ir.

Tenía que encontrar a Simon. Tenía que resolver las cosas, de una manera u otra. Después de todo, todavía seguían casados. A ella le importaba si estaba vivo o muerto.

Le recordé que no tenía dinero ni un lugar propio donde quedarse. Dijo que ya se las arreglaría. Así que le di una de las tarjetas de crédito que Jason me había proporcionado, junto con la advertencia de que no podía garantizarle que sirviera; no tenía ni idea de quién aportaba los fondos, cuál era el límite de crédito o si alguien podía seguir el rastro hasta ella.

Me preguntó cómo podía ponerse en contacto conmigo.

—Simplemente llámame —le dije. Tenía mi número, el número que yo había pagado y conservado durante todos esos años, para un teléfono que había llevado conmigo aunque casi nunca sonaba.

Entonces la llevé en coche a la terminal de autobuses local, donde se desvaneció en medio de una muchedumbre de turistas desplazados que se habían quedado atrapados lejos de casa cuando llegó el fin del Spin.