El teléfono sonó seis meses después, cuando los periódicos seguían sacando titulares del estilo «el nuevo mundo» y los canales de cable habían empezado a emitir imágenes de una costa salvaje «a la que se llegaba atravesando el Arco».
Para ese entonces cientos de embarcaciones grandes y pequeñas habían cruzado el Arco. Algunas eran grandes expediciones científicas, respaldadas por la ONU e instituciones geofísicas, con escoltas navales norteamericanas y presencia de periodistas. Otras eran fletes privados. Algunas eran pesqueros, que volvían a puerto con las redes llenas de capturas que podrían pasar por bacalao bajo poca luz. Por supuesto, estaba estrictamente prohibido, pero el «bacalao del Arco» ya se había infiltrado en todos los mercados asiáticos importantes cuando se impuso la prohibición. Resultó ser comestible y nutritivo. Lo que era, como había dicho Jase, una pista: cuando el pescado fue sometido a análisis de ADN su genoma sugería un remoto antepasado terrestre. El nuevo mundo no sólo era habitable, sino que parecía haber sido aprovisionado para la humanidad.
—Encontré a Simon —dijo Diane.
—¿Y?
—Vive en un campamento de caravanas en las afueras de Wilmington. Recibe algo de dinero haciendo chapuzas, reparando bicicletas, tostadoras, ese tipo de cosas. También vive del subsidio estatal y asiste a una pequeña iglesia Pentecostal.
—¿Se alegró de verte?
—No paró de disculparse por lo que sucedió en el rancho Condón. Dijo que quería compensarme. Me preguntó si había algo que podía hacer para hacerme la vida más fácil.
Aferré el teléfono con más fuerza.
—¿Y qué le dijiste?
—Que quería el divorcio. Estuvo de acuerdo. Y me dijo otra cosa. Me dijo que había cambiado, que había algo diferente en mí. Que no sabía decir qué era. Pero no creo que le gustara.
Un toque de azufre, quizá.
—¿Tyler? —dijo Diane— ¿Tanto he cambiado?
—Todo cambia —dije.
Su siguiente llamada importante fue un año después. Yo estaba en Montreal, gracias en parte a la identidad falsa proporcionada por Jason, esperando que mi estatus de emigrante fuera reconocido oficialmente y pasando consulta en un ambulatorio de Outremont.
Desde mi última conversación con Diane, se había descubierto la dinámica básica del Arco. Los hechos eran confusos para cualquiera que concibiera la Arcada como una máquina estática o una simple «puerta», pero si se contemplaba de la forma en que Jason lo había hecho, como una entidad consciente y compleja, capaz de percibir y manipular los acontecimientos dentro de su dominio, las cosas tenían más sentido.
Dos mundos habían sido conectados mediante el Arco, pero sólo para los navíos tripulados que cruzaban por el sur.
Hay que tener en cuenta lo que eso implica. Para una brisa, para una corriente oceánica o un ave migratoria, el Arco no era más que un par de columnas fijas entre el océano índico y el golfo de Bengala. Se movían sin impedimentos alrededor y a través del espacio bajo el Arco, así como lo hacía cualquier barco que navegara del norte hacia el sur.
Pero cruza el ecuador en barco noventa grados al este de Greenwinch y te encontrarás mirando hacia atrás al Arco desde un mar ignoto bajo un cielo extraño, a incontables años luz de la Tierra.
En la ciudad de Madras un ambicioso servicio de cruceros, aunque no muy legal, había impreso una serie de pósteres publicitarios en que decían ¡viaje fácil a planeta amistoso! La Interpol cerró el negocio (La ONU seguía intentando regular los desplazamientos en esos días) pero los pósteres habían descrito más o menos bien la cosa. ¿Cómo es posible? Pregúntaselo a los Hipotéticos.
El divorcio de Diane había finalizado, pero ella no tenía ni trabajo ni perspectivas a corto plazo.
—Pensé que si podía reunirme contigo… —parecía indecisa, y en absoluto como una Cuarta, o como imaginaba que debía parecer una Cuarta—. Si a ti te viene bien. Sinceramente, necesito un poco de ayuda. Encontrar un lugar para vivir y, ya sabes, asentarme.
Así que le conseguí un trabajo en el ambulatorio y ella presentó los papeles a inmigración. Se reunió conmigo en Montreal ese otoño.
Fue un cortejo problemático, lento, al estilo antiguo (o semimarciano, a lo mejor), durante el cual Diane y yo nos descubrimos mutuamente de formas completamente nuevas. Ya no estábamos encorsetados por el Spin ni éramos niños buscando solaz ciegamente. Nos enamoramos, finalmente, como adultos.
Ésos fueron los años en los que la población global llegó a los ocho mil millones. La mayor parte de ese crecimiento se canalizó hacia las megaurbes en expansión: Shanghai, Jakarta, Manila, la China costera, Lagos, Kinshasa, Nairobi, Maputo, Caracas, La Paz, Tegucigalpa… todos los eriales iluminados por fuegos y envueltos en contaminación del mundo. Hubiera hecho falta una docena de Arcos para mermar ese crecimiento de población, pero la superpoblación emuló a una oleada continua de emigrantes, refugiados y «pioneros», muchos de los cuales apiñados en los compartimentos de carga de buques ilegales y más que unos pocos desembarcaron en las orillas de Puerto Magallanes ya muertos o moribundos.
Puerto Magallanes fue el primer asentamiento bautizado propiamente con un nombre en el nuevo mundo. Para entonces gran parte de ese mundo había sido cartografiado burdamente, principalmente desde el aire. Puerto Magallanes estaba en el extremo oriental de un continente que algunos llamaban «Equatoria». Había una segunda masa de tierra de mayor tamaño aún («Borea») que empezaba en el polo norte y se extendía hasta la zona templada del planeta. Los mares del sur abundaban en islas y archipiélagos.
El clima era benigno, el aire limpio, la gravedad era del 95,5 por ciento de la terrestre. Ambos continentes eran enormes despensas a la espera de la llegada de la agricultura. Los mares y los ríos rebosaban de peces. Las leyendas que circulaban en los arrabales de Duala y Kabul era que uno podía comer lo que recogiera de las ramas de los árboles gigantes de Equatoria y luego dormir al abrigo de sus raíces protectoras.
No se podía. Puerto Magallanes era un enclave de la ONU patrullado por soldados. Las ciudadelas de chabolas que habían aparecido a su alrededor carecían de gobierno y eran inseguras. Pero había aldeas de pescadores salpicando toda la costa durante cientos de kilómetros; había hoteles turísticos en construcción alrededor de las lagunas de Bahía Desembarco y la Cala Australiana, y la perspectiva de tierra gratis y fértil había empujado a los colonos tierra adentro a lo largo de los valles fluviales del río Blanco y el Nuevo Irrawaddi.
Pero la noticia más sorprendente procedente del nuevo mundo fue el descubrimiento del segundo Arco. Estaba emplazado a medio mundo de distancia del primero, cerca de los confines sureños de la masa de tierra boreal, y más allá de este Arco había otro nuevo mundo. Este otro, según los informes, parecía un poco menos atractivo; o quizá, simplemente, en esos momentos tenía lugar la estación lluviosa.
—Debe de haber más gente como yo —dijo Diane, a los cinco años de la era post- Spin—. Me gustaría conocerlos.
Le había dado mi copia de los archivos marcianos, una primera traducción dividida en varias tarjetas de memoria, y los había examinado con la misma intensidad que antaño había leído poesía victoriana o panfletos del Nuevo Reino.
Si la obra de Jason había tenido éxito, entonces, sí, había otros Cuartos sobre la Tierra. Pero hacer pública su presencia hubiera sido un billete de primera clase a una penitenciaría federal. La administración Lomax le había puesto el cerrojo de la seguridad nacional a todas las cosas marcianas, y se les había concedido grandes poderes a los agentes de las agencias de seguridad nacionales durante las crisis económicas que ocurrieron tras el fin del Spin.