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En aquel entonces no podría haber explicado por qué me gustaba eso de ella. Pero en el mundo inquieto y emocionalmente cargado de los Lawton era un oasis de cariño sin complicaciones. Si hubiera sido un perro, me hubiera puesto celoso. En vez de eso, me impresionó que Diane fuera especial, diferente del resto de su familia en aspectos importantes. Se enfrentaba al mundo con una apertura emocional que el resto de los Lawton habían perdido o jamás habían aprendido.

San Agustín murió súbita y prematuramente, apenas si era más que un cachorro, ese otoño. Diane se quedó abatida por la pena, y yo me di cuenta de que estaba enamorado de ella…

No, eso sí que suena macabro. No me enamoré de ella porque llorara la muerte del perro. Me enamoré de ella porque era capaz de llorar la muerte de su perro, mientras todos los demás parecían indiferentes o secretamente aliviados de que San Agustín al fin no estuviera en la casa.

Diane apartó la mirada de la cama, hacia la soleada ventana.

—Se me rompió el corazón cuando se murió ese perro.

Habíamos enterrado a San Perro en el terreno arbolado al final del jardín. Diane erigió un pequeño montículo de piedras como monumento, y lo reconstruía cada primavera hasta que se fue de casa, hacía tres años.

También rezaba ante cualquier señal de cambio de estación, en silencio, con las manos unidas. A quién o a qué le rezaba, no lo sé. No sé qué hace la gente cuando reza. No creo que sea capaz de hacerlo.

Para mí era evidente que Diane vivía en un mundo mayor que la Gran Casa, un mundo donde la pena y la alegría ejercían una fuerza como las de las mareas, con todo el peso del océano a sus espaldas.

La fiebre volvió esa noche. No recuerdo nada de eso excepto por un temor recurrente (venía a intervalos de una hora) de que la droga me hubiera borrado más recuerdos de los que podría recuperar jamás, una sensación de pérdida irreparable similar a esos sueños en los que uno busca en vano su cartera desaparecida, el reloj, cualquier objeto preciado, o el sentido del yo. Imaginé que sentía la droga marciana trabajando en mi cuerpo, reanudando asaltos y negociando treguas temporales con mi sistema inmune, estableciendo cabezas de playa celulares, tomando prisioneras a secuencias cromosómicas hostiles.

Cuando volví en mí, Diane estaba ausente. Aislado del dolor por la morfina que me había dado, salí de la cama y me las arreglé para usar el baño, luego caminé arrastrando los pies hasta la terraza.

Hora de la cena. El sol seguía en el cielo, pero éste se había vuelto de un azul más oscuro. El aire olía a leche de coco y a vapores de diesel. El Arco resplandecía en el oeste como mercurio congelado.

Me descubrí queriendo volver a escribir, el impulso me llegaba como un eco de la fiebre. Llevaba conmigo el cuaderno de notas que había medio llenado con garabatos indescifrables. Tendría que pedirle a Diane que me comprara otro. Quizá un par más, que llenaría con palabras.

Palabras como anclas, anclando los barcos de la memoria que de otro modo serían dispersados por la tormenta.

Los rumores del Apocalipsis llegan a las Berkshires

No volví a ver a Jason durante varios años después de la fiesta del trineo, aunque me mantuve en contacto. Nos volvimos a encontrar el año que me gradué en la facultad de medicina, en una casa de alquiler en las Berkshires a unos veinte minutos de Tanglewood.

Había estado ocupado. Había hecho cuatro años de facultad, más tiempo como voluntario en una clínica local y había empezado a prepararme para la Prueba de Admisión en Medicina un par de años antes de hacerla. Mi nota media, los resultados de la Prueba de Admisión, y un fajo de cartas de recomendación de los tutores y otros profesores venerables (más la generosidad de E. D.) me consiguieron la admisión en el campus médico de la Universidad Estatal de Nueva York en Stony Brook por cuatro años. Eso ya estaba hecho, quedaba detrás de mí, terminado, pero tenía la intención de pasar al menos otros tres años de especialización antes de estar preparado para dedicarme a la práctica de la medicina.

Lo que me colocaba entre la mayoría de la gente que continuaban viviendo sus vidas como si el fin del mundo jamás hubiera sido anunciado.

Podría haber sido diferente si el día del juicio hubiera sido calculado al día y hora. Todos podríamos haber escogido nuestra motivación para el personaje, desde el pánico a la resignación beatífica, y haber representado el final de la historia humana con un sentido decente del ritmo y con un ojo fijo en el reloj.

Pero a lo que nos enfrentábamos era simplemente una alta posibilidad de extinción definitiva en un sistema solar que cada vez era más inhóspito para la vida. Probablemente nada podría protegernos indefinidamente del sol en expansión que habíamos visto en las imágenes de la NASA capturadas por sondas orbitales… pero por ahora estábamos escudados, por razones que nadie comprendía. La crisis, si es que había una crisis, era intangible; la única evidencia disponible a nuestros sentidos era la ausencia de estrellas: ausencia como evidencia, evidencia de ausencia.

¿Cómo construye uno una vida bajo la amenaza de la extinción? La pregunta definió a nuestra generación. Para Jason era bastante fácil, por lo que parecía. Se había tirado al problema de cabeza: el Spin se estaba convirtiendo rápidamente en su vida: Y también fue relativamente fácil para mí, supongo. Me atraía la medicina desde el principio, y parecía una elección sabia en la actual atmósfera de crisis en ebullición. Quizá me imaginaba que salvaría vidas, si el fin del mundo resultaba ser algo más que hipotético y menos que instantáneo. Pero ¿tenía alguna importancia si todos estábamos condenados? ¿Por qué salvar una vida si toda vida humana perecería? Pero los médicos en realidad no salvan vidas, las prolongamos; y si eso falla, proporcionamos cuidados paliativos y aliviamos el dolor. Lo que puede que fuera la habilidad más útil de todas.

Y encima de todo eso, la universidad y la facultad de medicina habían sido una distracción continua, incesante y agotadora, pero bienvenida, de todos los pesares del mundo.

Así que aguanté. Jason aguantó. Pero muchos otros lo pasaron peor. Diane fue una de esas personas.

Estaba limpiando mi dormitorio de alquiler en Sony Brook cuando me llamó Jason.

Era temprano por la tarde. La ilusión óptica indistinguible del sol brillaba con fuerza. Mi Hyundai estaba cargado y preparado para la vuelta a casa. Tenía planeado pasar un par de semanas con mi madre, y luego atravesar el país en coche durante una o dos semanas. Ése sería mi último tiempo libre antes de empezar el período de médico interno en Harborview, en Seattle, y tenía intención de ver mundo, o al menos la parte de él que estaba comprendida entre Maine y el estado de Washington. Pero Jason tenía otras ideas. Apenas me dedicó un hola-qué-tal-estás antes de intentar venderme la moto.

—Tyler —me dijo—, esto es demasiado bueno para dejarlo pasar. E. D. ha alquilado una casa de verano en las Berkshires.

¿Ah, sí? Bien por él.

—Pero no puede usarla. La semana pasada estaba haciendo una visita a una planta de extrusión de aluminio en Michigan y se cayó de una plataforma de carga, rompiéndose la cadera.

—Lamento oírlo.

—No es grave, pero estará con muletas durante un tiempo y no quiere recorrer todo el camino a Massachusetts sólo para quedarse sentado y chupar analgésicos. Y Carol no era muy entusiasta de la idea para empezar. —No era ninguna sorpresa que Carol se hubiera convertido en una alcohólica profesional. No me imaginaba qué podría haber hecho en las Berkshires con E. D. Lawton, excepto beber aún más—. La cosa —prosiguió Jase— es que no puede deshacer el contrato, de forma que la casa se va a quedar vacía durante tres meses. Así que pensé que ya que habías terminado la facultad de medicina y todo eso, quizá podríamos reunimos al menos un par de semanas. Quizá podríamos convencer a Diane de que se nos una. Ir a un concierto. Pasear por los bosques. Como en los viejos tiempos. De hecho, me dirijo hacia allí en estos momentos. ¿Qué dices, Tyler?