Estaba a punto de rechazar su oferta. Pero pensé en Diane. Pensé en las pocas cartas y llamadas telefónicas que habíamos intercambiado en las ocasiones predecibles y en las preguntas sin responder que se acumulaban entre nosotros. Sabía que lo más sabio sería no ir. Pero ya era demasiado tarde: mi boca había dicho sí por su cuenta.
Así que pasé otra noche en Long Island; luego metí a presión mis últimas posesiones terrenales en el maletero del coche y conduje por la avenida estatal del Norte hasta la carretera rápida de Long Island.
Había poco tráfico y el tiempo era ridículamente bueno. Era una tarde azul y despejada, agradablemente cálida. Quería vender el mañana a la puja más alta y quedarme para siempre en el dos de julio. Me sentía más estúpida y físicamente feliz de lo que me había sentido en mucho tiempo.
Y entonces encendí la radio.
Era lo suficientemente mayor para recordar que una «estación de radio» era un edificio con un transmisor y una torre de antena, cuando la recepción de radio variaba de pueblo en pueblo. Muchas de esas estaciones todavía existían, pero la radio analógica del Hyundai había muerto como una semana después del fin de la garantía. Lo que dejaba las emisoras digitales (retransmitidas a través de uno o más de los aeróstatos de gran altitud de E. D.). Normalmente solía escuchar descargas de jazz del siglo XX, un gusto que adquirí mientras rebuscaba en la colección de discos de mi padre. Me gustaba fingir que ése era el verdadero legado que me había dejado: Duke Ellington, Billie Holiday, Miles Davis, música que ya era vieja cuando Marcus Dupree era joven, transmitida subrepticiamente, como un secreto de familia. Lo que quería escuchar en ese momento era «Harlem Air Shaft», pero el tipo que había revisado el coche había reseteado mis presintonías y me había programado un canal de noticias que parecía que no podía quitar. Así que tuve que aguantar desastres naturales y la mala conducta pública de celebridades. Incluso hablaban del Spin.
Ya lo habíamos empezado a llamar el Spin para ese entonces.
Las encuestas eran muy claras a ese respecto. La NASA había publicado la información de las sondas orbitales la noche que Jason nos dio la noticia a Diane y a mí, y una oleada de lanzamientos europeos confirmaron los resultados americanos. Pero todavía, a ocho años de que el Spin se hiciera público, sólo una minoría de norteamericanos y europeos lo consideraban una «amenaza para ellos y sus familias». En gran parte de Asia, África y el Oriente Medio, una empecinada mayoría consideraba que todo el asunto era una trama de los Estados Unidos, probablemente un intento fallido para crear algún tipo de escudo antimisiles de defensa estratégica.
Una vez le pregunté a Jason a qué se debía esto. Y me dijo.
—Piensa en lo que les estamos pidiendo que se crean. Estamos hablando, a nivel global, de una población con un conocimiento casi prenewtoniano de la astronomía. ¿Cuánto necesitas saber sobre la luna y las estrellas cuando tu vida consiste en cosechar la suficiente biomasa para alimentarte a ti y a tu familia? Para que esa gente entendiera algo acerca del Spin tendrías que comenzar desde muy atrás. Tendrías que contarles que la Tierra tiene miles de millones de años, para empezar. Espera que se las vean con el concepto de «miles de millones» quizá por primera vez en sus vidas. Es difícil de tragar, especialmente si has sido educado en una teocracia musulmana, una aldea animista o una escuela pública del Cinturón de la Biblia. Y luego cuéntales que la Tierra no es inmutable, que hubo una era, que duró más que la nuestra, en la que los océanos eran vapor y el aire venenoso. Cuéntales cómo los seres vivientes aparecieron repentinamente y evolucionaron esporádicamente durante tres mil millones de años antes de producir el primer ser humano. Y entonces cuéntales lo del sol, que tampoco es permanente, sino que empezó como una nube de gases y polvo en contracción que algún día, dentro de otros cuantos miles de años a partir de ahora, se expandirá, tragándose a la Tierra, y finalmente volará sus capas exteriores para convertirse en una pepita de materia superdensa. Curso Básico de Cosmología, ¿no? Tú lo aprendiste de todas esas novelas que solías leer, para ti es algo sabido, pero para la mayoría de la gente es una visión del mundo completamente nueva y que probablemente ofende a sus creencias básicas. Pues deja que haga efecto esa información. Deja que lo asuman, y luego cuéntales las malas noticias de verdad. El tiempo mismo es fluido e impredecible. El mundo que parece tan resistentemente normal, a pesar de todo lo que hemos aprendido, ha sido colocado en una especie de nevera cósmica. ¿Por qué se nos ha hecho eso? No lo sabemos con exactitud. Creemos que está causado por la acción deliberada de seres tan poderosos e inaccesibles que bien podríamos llamarlos dioses. Y si enfurecemos a los dioses, puede que retiren su protección, y al poco tiempo las montañas se fundirán y los océanos hervirán. Pero no te fíes de nuestra palabra. Ignora la puesta de sol y las nieves que cubren las montañas cada invierno, como siempre han hecho. Tenemos pruebas. Tenemos cálculos, deducciones lógicas y fotos hechas por máquinas. Evidencia forense de gran calibre.
—Jason sonrió con una de sus extrañas y tristes sonrisas—. Sorprendentemente, el jurado sigue sin estar convencido.
Y no sólo eran los ignorantes los que no estaban convencidos. En la radio, el presidente de una compañía de seguros empezó a quejarse del impacto económico producido por todo ese «debate incesante y acrítico sobre el llamado Spin». La gente empezaba a tomárselo en serio, dijo. Y eso era malo para los negocios. Hacía que la gente fuera temeraria. Animaba a la inmoralidad, al crimen y al gasto sin ahorro. Peor todavía, jodia las previsiones de los actuarios.
—Si el mundo no se acaba en los próximos treinta o cuarenta años —dijo—, nos enfrentaremos al desastre.
Las nubes empezaron a llegar desde el oeste. Una hora más tarde el hermoso cielo azul estaba encapotado y las gotas empezaron a estrellarse contra el parabrisas. Encendí los faros.
Las noticias de la radio pasaron a otra cosa después de las previsiones de los actuarios. Había mucha charla sobre otra cosa en los últimos titulares: las cajas plateadas, suspendidas por fuera de la barrera del Spin, a cientos de millas por encima de ambos polos de la Tierra. Suspendidas, no orbitando. Un objeto puede mantenerse en órbita estable sobre el ecuador, los satélites geoestacionarios solían hacer eso mismo, pero nada, según las leyes elementales del movimiento, podía «orbitar» en posición fija sobre los polos del planeta. Y sin embargo esas cosas estaban ahí, detectadas por radar y últimamente fotografiadas por misiones no tripuladas de reconocimiento: otro estrato de misterio añadido al Spin, e igualmente incomprensible para las masas iletradas, que en este caso me incluían. Quería hablar de ello con Jason. Creo que quería que le diera sentido para mí.
Llovía a raudales, y los truenos resonaban por los montes, cuando finalmente llegué a la casa de alquiler de E. D. Lawton a las afueras de Stockbridge.
Era una casa de campo estilo inglés, de cuatro dormitorios, con el recubrimiento pintado de un verde arsénico, puesta en medio de unos cien acres de bosque protegido. Relucía en el ocaso como un faro. Jason ya estaba allí, su Ferrari blanco aparcado bajo el techado que iba de la casa hasta el garaje.
Debió oírme aparcar: abrió la gran puerta delantera antes de que tocara.