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Diane hacía de tripas corazón. Simon le había dicho algunas palabras de ánimo extraídas de los catecismos del Nuevo Reino. En la teología del NR no había un segundo advenimiento convencional, ni un juicio final ni un apocalipsis; el Spin era todo eso junto, todas las profecías cumplidas según interpretaciones bastante sesgadas. Y si Dios quería usar el lienzo de los cielos para pintar la desnuda geometría del tiempo, dijo Simon, eso haría, y nuestro miedo y asombro serían completamente apropiados para la ocasión. Pero no deberíamos dejarnos aplastar por esos sentimientos porque el Spin era en definitiva un acto de salvación, el último y mejor capítulo en la historia humana.

O algo por el estilo.

Así que salimos al exterior porque Diane pensaba que era algo valiente y espiritual. El cielo estaba despejado de nubes y el aire olía a pino. La autopista estaba muy lejos, pero oíamos el ocasional sonido de los cláxones de los coches y sirenas.

Nuestras sombras danzaban según se iluminaban varias secciones del cielo, ahora el norte, ahora el sur. Nos sentamos en la hierba a unos metros de distancia del resplandor inmutable del porche y Diane se apoyó contra mi hombro y yo le pasé el brazo por encima, ambos estábamos ligeramente borrachos.

Pese a los años de frialdad emocional, pese a nuestra historia en la Gran Casa, pese a su compromiso con Simon Townsend, pese al NR y el Ekstasis y pese al trastorno de inspiración nuclear de los cielos, era exquisitamente consciente de la presión de su cuerpo contra el mío. Y lo extraño es que me parecía absolutamente familiar, la curva de su brazo bajo mi mano y el peso de su cabeza contra mi hombro: algo que recordaba, no que descubría ahora. La sentía como siempre había supuesto que la sentiría. Incluso el aroma acre de su miedo me era familiar.

El cielo chisporroteaba con una extraña luz. No la luz sin adulterar del universo acelerado, que nos habría matado al instante. En vez de eso, eran una especie de instantáneas del cielo, medianoches consecutivas comprimidas en microsegundos, posimágenes retinales como el destello de un flash; luego el mismo cielo un siglo o un milenio después, como secuencias en una película surrealista. Algunos de los fotogramas eran borrosas tomas de larga exposición, la luz de las estrellas y la luna se convertían en orbes fantasmales o círculos o cimitarras. Algunos eran fotografías bien definidas que se desvanecían enseguida. Hacia el norte las líneas y círculos en el cielo eran más estrechos, sus radios relativamente menores, mientras que las estrellas ecuatoriales eran más inquietas, danzando a lo largo de enormes elipses. Lunas llenas, medias, menguantes y crecientes parpadeaban de horizonte a horizonte en pálidas transparencias anaranjadas. La Vía Láctea era una banda de fluorescencia blanca (ora más brillante, ora más oscura) iluminada por los estallidos de estrellas moribundas. Se creaban y demolían estrellas en cada inhalación de aire veraniego.

Y todo se movía.

Se movía en vastas y luminosas danzas que sugerían ciclos aún mayores que seguían siendo invisibles. El cielo latía como un corazón sobre nuestras cabezas.

—Está tan vivo —dijo Diane.

Hay un prejuicio que nos viene impuesto por nuestras breves ventanas de consciencia: las cosas que se mueven están vivas; las que no, están muertas. El gusano vivo se retuerce bajo la roca muerta y estática. Las estrellas y planetas se mueven, pero sólo según las inertes leyes de la gravitación: una piedra puede caer, pero no está viva, y las órbitas sólo son esa misma caída indefinidamente prolongada.

Pero si se extiende nuestra consciencia de insectos de un solo día, como nos hicieron los Hipotéticos, la diferencia se vuelve borrosa. Las estrellas nacen, viven, mueren y legan sus cenizas elementales a nuevas estrellas. La suma de sus diferentes movimientos no es simple sino inimaginablemente compleja, una danza de atracciones y velocidades, hermosa pero pavorosa. Pavorosa porque, como un terremoto, las estrellas ondulantes convierten en mutable lo que debería ser sólido. Pavorosa porque nuestros secretos orgánicos más profundos, nuestras cópulas y nuestros sucios actos de reproducción, resultan no ser tan secretos después de todo: las estrellas sangraban y parían. «Nada permanece, sino que todo fluye.» No conseguía recordar dónde había leído eso.

—Heráclito —dijo Diane.

—No me di cuenta de que lo había dicho en alto.

—Durante todos esos años —dijo Diane—, allá en la Gran Casa, todos esos años malgastados de mierda, sabía que…

Le puse un dedo sobre los labios. Sabía lo que ella sabía.

—Quiero volver a la casa —dijo ella—. Quiero volver al dormitorio.

No corrimos las cortinas. Las estrellas cinéticas que giraban proyectaban su luz sobre la habitación y en la oscuridad los patrones de su movimiento se reflejaban sobre mi piel y la de Diane en imágenes desenfocadas, de la misma manera en que las luces de una ciudad brillan a través de una ventana mojada por la lluvia, silenciosas, sinuosas. No dijimos nada porque las palabras hubieran sido un impedimento. Las palabras hubieran sido mentiras. Hicimos el amor sin palabras, y cuando terminamos, me encontré pensando: «Que esto permanezca. Sólo esto».

Estábamos dormidos cuando el cielo se oscureció una vez más, cuando los fuegos artificiales celestes empezaron a atenuarse y se apagaron. El ataque chino había resultado ser poco más que un gesto vano. Miles de personas habían muerto como resultado del pánico global, pero no había habido bajas como resultado directo en la Tierra, ni, presumiblemente, entre los Hipotéticos.

El sol se alzó según lo previsto a la mañana siguiente.

El zumbido del teléfono de la casa me despertó. Estaba solo en la cama. Diane cogió la llamada en otra habitación y vino a decirme que era Jase, decía que las carreteras estaban despejadas y que estaba de camino.

Se había duchado y vestido, y olía a jabón y algodón almidonado.

—¿Y eso es todo? —dije—. ¿Simon aparece y tú te vas? ¿Lo de la noche pasada significa algo?

Se sentó en la cama a mi lado.

—Lo de la noche pasada jamás implicó que no me marchara con Simon.

—Creía que significaba algo más.

—Significa más de lo que puedo describir. Pero no elimina el pasado. He hecho promesas y tengo una fe, y esas cosas imponen ciertos límites en mi vida.

No parecía convencida.

—Una fe. Dime que no crees en toda esa mierda.

Se levantó, con expresión hosca.

—Puede que no lo crea —dijo—. Pero quizá necesite estar con alguien que sí lo crea.

Hice las maletas y metí mi equipaje en el Hyundai antes de que volvieran Jase y Simon. Diane me observó desde el porche mientras cerraba el maletero.

—Te llamaré —dijo ella.

—Sí, claro —le dije.

4 x 10 9 d. C.

Rompí otra lámpara durante uno de mis ataques de fiebre.

Esta vez Diane consiguió ocultárselo al conserje. Había sobornado al personal de limpieza para cambiar las sábanas sucias que dejaba en la puerta cada dos días en vez de hacer que una limpiadora hiciera las camas y me encontrara delirante. Los casos de dengue, cólera y SDCV humano habían estado colapsando los servicios del hospital local durante los últimos seis meses. No quería despertarme en una sala de epidemiología al lado de un caso de cuarentena.

—Lo que me preocupa —dijo Diane— es lo que pueda ocurrir cuando yo no estoy aquí.

—Puedo cuidar de mí mismo.

—No si te sube la fiebre.

—Entonces se trata de suerte y de tiempo. ¿Tienes pensado ir a algún lado?

—Sólo lo normal. Pero lo que quiero decir es, en una emergencia. O si no puedo volver a la habitación por cualquier motivo.

—¿Qué tipo de emergencia?

Se encogió de hombros.