Выбрать главу

Continuamos tomando café juntos y cenando de vez en cuando, y le firmé un par de formularios para análisis de sangre. Según el último análisis, estaba libre de VIH y la única enfermedad transmisible de la que tenía anticuerpos era del virus del Nilo occidental. En otras palabras, había sido cuidadosa y había tenido suerte.

Pero el problema del negocio del sexo, según me confesó Giselle, era que incluso a nivel semiamateur empieza a definir tu vida. Te conviertes, dijo ella, en la clase de persona que lleva condones y viagra en el bolso. ¿Y por qué lo haces, cuando podrías haber conseguido, por ejemplo, un trabajo de dependienta en Wal-Mart? Ésa era una pregunta que no recibía bien y que respondía a la defensiva:

—Puede que sea una adicción. O quizá un pasatiempo, ya sabes, como el modelismo de trenes.

Pero sabía que había huido de un padrastro maltratador en Saskatoon a corta edad, y la progresión profesional consiguiente no era difícil de imaginar. Y por supuesto, tenía la misma férrea excusa para un comportamiento de riesgo que todos los que teníamos una cierta edad compartíamos: la casi total certidumbre de nuestra propia extinción en masa. La carta de la mortalidad, como dijo un escritor de mi generación, triunfa sobre la de la moralidad.

—¿Qué nivel de borrachera necesitas? ¿Achispado o totalmente beodo? La verdad es que a lo mejor no tenemos elección. El armarito de las bebidas está un poco despoblado esta noche.

Me mezcló algo que en su mayor parte era vodka y que sabía como si hubiera salido de un depósito de gasolina. Quité el periódico de ese día de una silla y me senté. El apartamento de Giselle estaba recién amueblado, pero parecía el dormitorio de un estudiante de primer año en una residencia universitaria. El periódico estaba abierto por la página de la editorial. El chiste gráfico era sobre el Spin: los Hipotéticos eran representados como un par de arañas negras que agarraban la tierra entre sus peludas patas. Pie de viñeta: ¿NOS LOS COMEMOS AHORA O ESPERAMOS A LAS ELECCIONES?

—La verdad es que no lo pillo —dijo Giselle, derrumbándose en el sofá y señalando el periódico con el pie.

—¿El chiste?

—Todo en general. El Spin. «Punto de no retorno.» Leer los periódicos es como… ¿qué? Hay algo al otro lado del cielo, y no es amistoso. Eso es todo lo que sé.

Probablemente la mayoría de la raza humana habría firmado esa declaración. Pero por alguna razón; quizá era por la lluvia, o por la sangre que había visto vertida ante mis ojos en aquel día; me sentí indignado.

—Tampoco es tan difícil de comprender.

—¿No? Entonces, ¿por qué ocurre?

—No el por qué. Nadie sabe el porqué. En cuanto al qué…

—No, si ya lo sé. No necesito la conferencia. Estamos en una especie de saco cósmico y el universo gira enloquecido, tada-da-dá.

Lo que me volvió a irritar.

—¿Sabes cuál es la dirección donde vives, no?

Dio un sorbo a su bebida.

—Claro que sí.

—Porque te gusta saber dónde estás. A un par de kilómetros del océano, a unos cuantos cientos de la frontera, a unos cuantos miles al oeste de Nueva York, ¿no?

—Sí, pero ¿y qué?

—Estoy intentando demostrar algo. La gente no tiene ningún problema en distinguir entre Spokane y París, pero cuando se trata del cielo, lo único que ven es una enorme mancha misteriosa. ¿Y eso?

—No sé. ¿Porque todo lo que sé de astronomía lo aprendí con reposiciones de Star Trek? Quiero decir, ¿qué se supone que tengo que saber yo sobre lunas y estrellas? Son cosas que no he visto desde que era pequeña. Incluso los científicos admiten que la mitad de las veces no saben de lo que hablan.

—¿Y eso te parece bien?

—¿Qué coño importa si a mí me parece bien? Mira, quizá debería encender la tele. Podemos ver una peli y tú me cuentas por qué estás pensando en marcharte de la ciudad.

Las estrellas eran como las personas, le dije: viven y mueren en períodos de tiempo predecibles. El sol envejecía rápidamente, y según envejecía, consumía su combustible cada vez más rápidamente. Su luminosidad aumentaba un diez por ciento cada mil millones de años. El sistema solar ya había cambiado de formas que harían que la Tierra fuera inhabitable aunque el Spin se detuviera hoy mismo. Punto de no retorno. Eso era de lo que hablaban los periódicos. No hubiera sido ninguna noticia si no fuera por el hecho de que el presidente Clayton lo había hecho oficial, admitiendo en un discurso que según los mejores expertos científicos no había forma alguna de regresar al anterior statu quo.

Y ella se me quedó mirando fijamente y con expresión descontenta y dijo:

—Todas esas gilipolleces…

—No son gilipolleces.

—Puede que no, pero a mí no me hacen ningún bien.

—Sólo intento explicarte…

—Cono, Tyler. ¿Te he pedido una explicación? Coge tus pesadillas y vete a casa. O de lo contrario, tranquilízate y cuéntame por qué quieres marcharte de Seattle. ¿Es por esos amigos tuyos, no?

Le había contado cosas sobre Jason y Diane.

—Por Jason, principalmente.

—El supuesto genio.

—De supuesto nada. Está en Florida…

—Haciendo algo para la gente de los satélites y eso, según me has contado.

—Convirtiendo Marte en un vergel.

—Eso también salía en los periódicos. ¿De verdad es posible?

—No tengo ni idea. Jason así lo cree.

—Pero ¿eso no llevaría mucho tiempo?

—El reloj corre más rápido —dije—, una vez pasada cierta altitud.

—Aja. ¿Y para qué te necesita?

Bueno, sí, ¿para qué? Buena pregunta. Una pregunta excelente.

—Están contratando a un médico para la clínica de Perihelio.

—Creía que simplemente eras un simple médico de familia.

—Y lo soy.

—Entonces, ¿qué te cualifica para ser médico de astronautas?

—Nada de nada. Pero Jason…

—¿Le está haciendo un favor a un viejo amigo? Bueno, mira qué bien. Que Dios bendiga a los ricos, ¿eh? Viva el enchufismo.

Me encogí de hombros. Que creyera lo que quisiera. No tenía por qué compartirlo con Giselle, y Jase no había especificado nada…

Pero cuando hablamos, me dio la impresión de que Jason no me quería sólo como médico de la empresa sino como su médico de cabecera. Porque tenía un problema. Algún tipo de problema que no quería compartir con el personal de Perihelio. Un problema del que no podía hablar por teléfono.

A Giselle se le había acabado el vodka, pero rebuscó en su bolso y sacó un porro que tenía escondido en una caja de tampones.

—El salario será bueno, supongo. —Chasqueó un encendedor de plástico, aplicó la llama a la punta del porro y aspiró profundamente.

—No entramos en detalles.

Exhaló.

—Pero qué pedazo de friki. A lo mejor es por eso de que puedes soportar pensar en el Spin todo el rato. Tyler Dupree, autista leve. Eso es lo que eres, y lo sabes. Tienes todos los síntomas. Apuesto a que Jason Lawton es exactamente igual. Apuesto a que se le pone dura cada vez que dice la palabra «billones».

—No lo subestimes. Puede que acabe ayudando a sobrevivir a la especie humana, si bien no a especímenes particulares de esa especie.

—Una ambición de friki, si alguna vez he oído una. Y esa hermana suya, aquella con la que te acostaste…

—Una vez.

—Una vez. Ésa estaba metida en algo de religión, ¿no?

—Sí. —Estaba y lo está, hasta donde sabía. No había oído nada de Diane desde aquella noche en las Berkshires. No del todo por no intentarlo. Un par de correos electrónicos sin respuesta. Jase tampoco sabía mucho de ella pero, según Carol, estaba viviendo con Simon en alguna parte de Utah o Arizona, algún estado del oeste al que jamás había ido y que no emplazaba mentalmente, que fue donde la disolución del movimiento del Nuevo Reino los había dejado tirados.