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—Debería intentar dormir algo.

Encajó la minúscula almohada de la compañía aérea entre su cuello y el reposacabezas. Por fuera de la ventanilla, parcialmente oculta por el ruso indiferente, el sol se había puesto, el cielo se había vuelto negro como el hollín y no había nada que ver excepto un reflejo de la luz de mi asiento, que atenué y centré en mis rodillas.

Como un idiota, había puesto todo mi material de lectura en el equipaje facturado. Pero había una revista manoseada en la bolsa del asiento frente a Sarah y me agaché para cogerla. La revista, con una portada en blanco y sin nada más, se llamaba Pórtico. Una publicación religiosa que probablemente había dejado atrás un pasajero anterior.

La hojeé, pensando, de manera inevitable, en Diane. En los años que pasaron desde el ataque a los artefactos del Spin, el movimiento del Nuevo Reino perdió toda coherencia que pudiera haber tenido. Sus fundadores lo denunciaron públicamente, y su comunismo sexual se quemó en las llamas de las enfermedades venéreas y la concupiscencia humana. Nadie, ni siquiera entre los más marginales movimientos religiosos, se describiría en estos días simplemente como «NR». Podías ser un hectórico, un preterista (parcial o completo), un reconstruccionista del Reino… pero jamás sólo un seguidor del «Nuevo Reino». El circuito del Ekstasis que Diane y Simon habían estado recorriendo ese verano en que nos reunimos en las Berkshires había desaparecido por completo.

Ninguna de las facciones del NR que sobrevivían tenía mucho peso demográfico. Los baptistas del sur solitos superaban en número a todas las sectas sumadas. Pero el enfoque milenarista del movimiento le había dado una influencia desproporcionada en la ansiedad religiosa que rodeaba al Spin. Se debía en gran parte al Nuevo Reino que tantos carteles de iglesias comarcales proclamaran que la tribulación está en marcha y que tantas iglesias principales se hubieran visto obligadas a tratar el asunto del Apocalipsis.

Pórtico parecía ser el órgano de expresión en la Costa Oeste de una facción reconstruccionista, dirigido al público general. Contenía, junto con una editorial que atacaba a los calvinistas y los presbiterianos, tres páginas de recetas y una columna de reseñas de películas. Pero lo que llamó mi atención fue un artículo titulado «Sacrificio de sangre y la becerra roja», algo acerca de una vaquilla de color rojo puro que aparecería «cumpliendo con la profecía» y sería sacrificada en el monte del Templo en Israel, anunciando el éxtasis del advenimiento. Aparentemente la vieja fe del NR en el Spin como un acto de redención había pasado de moda. «Pues vendrá como trampa sobre todos los habitantes de la Tierra», Lucas 21:35. Una trampa, no una liberación. Mejor será encontrar un animal que sacrificar: la tribulación estaba resultando ser más problemática de lo esperado.

Devolví la revista a la bolsa del asiento mientras el avión entraba en una turbulencia. Sarah arrugó la cara en sueños. El hombre de negocios ruso llamó a la azafata y pidió un whisky solo.

El coche que alquilé en Orlando a la mañana siguiente tenía dos agujeros de bala, taponados con masilla y repintados, pero todavía visibles en la puerta del pasajero. Le pregunté al dependiente si había otro.

—Es el último que nos queda —dijo—, pero si no le importa esperar un par de horas…

Dije que no, que me lo quedaba.

Tomé la 528 hacia el este y luego giré al sur en la 95. Me detuve a desayunar en Denny’s a las afueras de Cocoa, donde la camarera, quizá percibiendo mi desarraigo, fue generosa con el café.

—¿Largo viaje?

—No me queda más de una hora por hacer.

—Bueno, ya casi estás prácticamente allí. ¿Vas casa o te has ido de casa?

Cuando se percató de que no tenía una respuesta para esa pregunta, me sonrió.

—Ya lo decidirás, cariño. Todos lo hacemos, tarde o temprano —dijo. Y a cambio de su bendición le dejé una generosa propina.

Las instalaciones de Perihelio, que Jason había llamado de forma alarmante «el complejo», estaban ubicadas bien al sur de las plataformas de lanzamiento de Kennedy/Cabo Cañaveral donde sus estrategias se convertían en acciones físicas. La fundación Perihelio (que ahora era una agencia gubernamental oficial) no era parte de la NASA, aunque «interactuaba» con la NASA, tomando prestados y cediendo ingenieros y personal. En cierto sentido, era una capa de burocracia impuesta a la NASA por sucesivos gobiernos desde el principio del Spin, llevando a la moribunda y vieja agencia espacial a direcciones que sus antiguos jefes jamás hubieran podido pensar y que puede que no aprobaran. E. D. estaba al frente de su comité rector, y Jason se había hecho con el control efectivo del desarrollo de programas.

El día había empezado a caldearse, un calor de Florida que parecía alzarse de la tierra, el terreno húmedo sudaba como carne en una barbacoa. Pasé al lado de grupos de desastradas palmeras enanas, desvencijadas tiendas de surf, cunetas inundadas de aguas verdosas estancadas y al menos la escena de un crimen: coches de policía que rodeaban una furgoneta negra, tres hombres inclinados sobre la capota de metal caliente con las muñecas atadas a la espalda. El policía que dirigía el tráfico le dedicó una larga inspección a la matrícula de mi coche de alquiler y luego me hizo una seña para que siguiera adelante, ojos relucientes con una suspicacia universal.

El «complejo» de Perihelio, cuando llegué, no era nada tan sombrío como sugería la expresión. Era un complejo industrial color salmón, moderno y limpio, puesto sobre una inmaculada pradera de césped verde, cuyos accesos estaban bien vigilados, pero en el fondo no era muy intimidante. El guardia de la garita examinó brevemente el interior del coche, me pidió que abriera el maletero, manoseó mis maletas y cajas de discos y luego me entregó un pase temporal para que me lo colgara del bolsillo y me señaló la dirección del aparcamiento de visitantes («detrás del ala oeste, siga la carretera a su derecha, que tenga un buen día»). Su uniforme azul se había vuelto índigo por el sudor.

Apenas acababa de aparcar cuando Jason apareció atravesando una puerta doble de cristal esmerilado con un cartel que decía TODOS LOS visitantes deben registrarse y atravesó un trozo de césped hacia el abrasador desierto del aparcamiento.

—¡Tyler! —exclamó, deteniéndose a un metro de distancia como si yo pudiera desvanecerme en el aire como un espejismo.

—Hola, Jase —dije, sonriendo.

—¡Doctor Dupree! —Sonrió a su vez—. Pero ese coche. ¿De alquiler? Haremos que alguien lo lleve de vuelta a Orlando. Ya te daremos algo mejor. ¿Ya tienes dónde quedarte?

Le recordé que me había prometido ocuparse de eso también.

—Oh, sí nos ocupamos. O más bien, nos estamos ocupando. Estamos negociando el arrendamiento de un sitio a menos de veinte minutos de aquí. Con vistas al océano. Estará listo en un par de días. Mientras tanto, necesitarás un hotel, pero eso se arregla fácilmente. Entonces ¿por qué nos quedamos aquí parados absorbiendo radiación ultravioleta?

Lo seguí al interior del ala oeste del complejo. Observaba la que destellaban desde las nubes que atracaban en la costa como enormes veleros eléctricos.

Y esperaba a que Jason me llamara: lo que no hizo en casi un mes. Entonces, un viernes después del ocaso, se presentó repentinamente en mi puerta, sin aviso, con ropa informal (vaqueros y camiseta) que le restaba una década a su edad aparente.

—Pensé en pasarme por aquí —dijo—. Si te viene bien.

Por supuesto que sí. Subimos al piso de arriba, saqué dos botellas de cerveza de la nevera y nos sentamos un rato en la terraza encalada. Jase empezó a decir cosas como: «Me alegro de verte» y «Qué bien que hayas aceptado el puesto» hasta que le interrumpí:

—Ya no necesito la puta banda de bienvenida. Sólo soy yo, Jase.