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Se rio, avergonzado, y a partir de ahí todo fue mejor.

Nos pusimos a rememorar. En cierto momento, le pregunté a Jason:

—¿Sabes algo de Diane?

—Casi nada —dijo con un encogimiento de hombros.

No seguí presionándole. Entonces, cuando ya habíamos matado un par de cervezas, el aire estaba más fresco y la noche en calma, le pregunté cómo le iba, hablando en términos personales.

—He estado ocupado —dijo—, como ya habrás adivinado. Estamos cerca de los primeros lanzamientos de siembra, más cerca de lo que le hemos dejado creer a la prensa. A E. D. le gusta jugar con ventaja. Pasa la mayor parte del tiempo en Washington, Clayton en persona nos presta muchísima atención, somos los niños bonitos de la administración, al menos por ahora. Pero eso me deja a cargo de mierdas administrativas, que son interminables, en vez de hacer el trabajo que quiero y necesito hacer, diseño de misión. Es… —gesticuló con las manos en un gesto de impotencia.

—Estresante —aporté.

—Estresante. Pero avanzamos. Centímetro a centímetro.

—Me he percatado de que no tengo un expediente con tu nombre —dije—. En la clínica. Todos los demás empleados o administradores tienen un expediente. Excepto tú.

Apartó la mirada, luego se rio, una risa nerviosa que sonó como un ladrido.

—Bueno… me gustaría mantenerlo así, Tyler. Por ahora.

—¿El doctor Koenig tenía otras ideas?

—El doctor Koenig cree que todos estamos ligeramente chalados. Lo que, por supuesto, es verdad. ¿Te conté que aceptó un trabajo en la clínica de un buque de cruceros? ¿Puedes imaginártelo? ¿Koenig con una camisa hawaiana, repartiendo biodraminas a los turistas?

—Sólo dime qué va mal, Jase.

Miró al cielo oriental que se oscurecía. Una débil luz colgaba a unos pocos grados sobre el horizonte, no era una estrella, casi con toda seguridad era uno de los aeróstatos de su padre.

—La cosa es —dijo, casi susurrando—, que tengo un poco de miedo a que me aparten a un lado justo cuando empiezo a ver resultados. —Me miró largamente—. Quisiera estar seguro de que puedo confiar en ti, Ty.

—Aquí no hay nadie excepto nosotros —dije.

Y entonces, al fin, empezó a recitar sus síntomas, en voz baja, casi esquemáticamente, como si el dolor y la debilidad que conllevaban no fueran más que los errores de una máquina en mal estado. Le prometí algunas pruebas que no registraría en mi despacho. Asintió su aquiescencia, y luego dejamos el tema y abrimos otra cerveza más, hasta que llegó un momento en que me dio las gracias, me estrechó la mano con quizá más solemnidad de la necesaria, y se fue de la casa que había alquilado para mí, mi nuevo y poco familiar hogar.

Me fui a la cama temiendo por él.

Bajo la piel

Aprendí muchísimas cosas sobre Perihelio de mis pacientes: de los científicos, a los que les gustaba hablar más que los administradores, que en general eran más taciturnos; pero también de las familias del personal que habían empezado a abandonar sus cada vez peores seguros privados médicos a favor de la clínica de la empresa. Repentinamente me encontré dirigiendo una consulta de medicina familiar completa, y la mayoría de mis pacientes eran gente que había contemplado profundamente la realidad del Spin y se enfrentaban a ella con valentía y aplomo.

—El cinismo se queda en la puerta de entrada —me dijo una vez un programador de misión—. Sabemos que lo que hacemos es importante.

Eso era admirable. También era contagioso. No pasó mucho tiempo antes de que empezara a considerarme uno de ellos, parte de la obra encaminada a extender la influencia humana en el embravecido torrente del tiempo extraterreno.

Algunos fines de semana iba en coche por la costa hasta Kennedy para contemplar los despegues de cohetes, Atlas y Deltas modernizados que se alzaban rugiendo hacia los cielos desde un bosque de plataformas de lanzamiento recientemente construidas; y de vez en cuando, a finales de otoño, principios de invierno, Jase dejaba a un lado su trabajo y venía conmigo. Las cargas eran simples VRA, artefactos de reconocimiento preprogramados, torpes ventanas hacia las estrellas. Sus módulos de recuperación descenderían (exceptuando fallos de la misión) sobre el océano Atlántico o las planicies de sal del desierto occidental, trayendo noticias sobre el mundo de más allá del mundo.

Me gustaba la grandeza de los lanzamientos. Lo que fascinaba a Jase, según admitió, era la desconexión relativista que representaban. Las sondas podían pasar semanas o incluso meses fuera de la barrera del Spin, midiendo la distancia a la luna que se alejaba o el volumen del sol en expansión, pero caerían a la Tierra (en nuestro marco de referencia) esa misma tarde, botellas encantadas llenas de más tiempo del que en realidad podrían contener.

Y cuando ese vino se decantara, inevitablemente, los rumores recorrerían las salas de Perihelio: la radiación gamma sube, lo que indicaba algún suceso violento en las cercanías de nuestro vecindario estelar; nuevas franjas en Júpiter según el sol inyectaba más calor en su superficie; un nuevo y enorme cráter en la luna, que ya no mantenía su cara alineada con la Tierra, sino que volvía su lado oscuro hacia nosotros en lenta rotación.

Una mañana de diciembre Jason me llevó a un hangar de ingeniería al otro lado del complejo donde habían instalado un modelo a escala real del vehículo de carga marciano. Ocupaba una plataforma de aluminio en un rincón del gran recinto compartimentado donde, a nuestro alrededor, otros prototipos estaban siendo ensamblados o modificados por hombres y mujeres con monos blancos aislantes para someterlos a pruebas. El artefacto era desoladoramente pequeño, pensé, una caja negra rugosa del tamaño de una caseta para perro con una tobera en un extremo, de aspecto descolorido bajo las despiadadas luces del alto techo. Pero Jason me lo enseñó con el orgullo de un padre.

—Básicamente —dijo—, tiene tres partes: el propulsor iónico y la masa de reacción, los sistemas de navegación internos y la carga. La mayor parte de la masa es el motor. No tiene comunicaciones: no puede hablar con la Tierra y tampoco necesita hacerlo. Los programas de navegación tienen múltiple redundancia pero el hardware en sí no es mayor que un teléfono móvil, alimentado por paneles solares.

Los paneles no estaban montados, pero había una imagen artística del vehículo completamente ensamblado sujeta con chinchetas a una pared, la caseta transformada en una libélula picasiana.

—No parece lo suficientemente potente para llegar a Marte.

—La potencia no es el problema. Los propulsores iónicos son lentos pero empecinados. Que es exactamente lo que queremos: tecnología simple, durable y resistente. La parte complicada es el sistema de navegación, que debe ser listo y autónomo. Cuando un objeto atraviesa la barrera del Spin coge lo que algunos llaman «velocidad temporal», que es una descripción idiota, pero que transmite la idea. El vehículo de lanzamiento se acelera y se calienta, no en sí mismo, sino con relación a nosotros, y el diferencial es extremadamente grande. Incluso un minúsculo cambio de velocidad o trayectoria durante el lanzamiento, algo tan pequeño como una ráfaga de viento o un cambio infinitesimal en la alimentación de combustible del cohete, hacen imposible predecir no cómo, sino cuándo emergerá el vehículo al espacio exterior.

—¿Y por qué importa tanto?

—Importa porque Marte y la Tierra están en órbitas elípticas, dando vueltas alrededor del sol a diferentes velocidades. No hay forma fiable de calcular las posiciones relativas de los planetas en el momento en que los vehículos llegan a órbita. En esencia, la máquina tiene que encontrar Marte por sus propios medios en medio de un espacio abarrotado y trazar su propia trayectoria. Así que necesitamos software flexible e inteligente y un impulsor resistente y duro. Afortunadamente, tenemos ambas cosas. Es una máquina encantadora, Tyler. Por fuera no es gran cosa, pero bajo su piel es bonita. Tarde o temprano, dejada a sus propios medios y exceptuando un desastre, hará aquello para lo que ha sido diseñada, entrar en órbita alrededor de Marte.