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—¿Y entonces?

Jase sonrió.

—El meollo del asunto. Mira.

Tiró de una serie de falsos pernos del modelo y abrió un panel en el extremo delantero, revelando una cámara apantallada dividida en espacios hexagonales. En cada uno de los espacios había un óvalo romo y negro. Un nido de huevos de ébano. Jason retiró uno de su lugar. El objeto era tan pequeño que podía sostenerlo con una sola mano.

—Parece un dardo para niños preñado —dije.

—Es algo más sofisticado que un dardo. Los dispersamos por la atmósfera marciana. Cuando llegan a una cierta altitud, sacan aletas y recorren el resto del camino girando, perdiendo calor y velocidad. Donde los tiras, sean los polos o el ecuador, depende de la carga de cada vehículo en particular, si se buscan depósitos semilíquidos de salmuera bajo la superficie o hielo puro, pero el proceso es el mismo. Piensa en ellos como dardos hipodérmicos que inoculan vida al planeta.

Esta «vida», según entendía, consistiría en microbios de diseño cuyo material genético provenía de bacterias descubiertas en el interior de las rocas de los secos valles de la Antártida, de anaerobios capaces de sobrevivir en las tuberías de agua de los reactores nucleares, de unicelulares recuperados del légamo del mar de Barents. Esos organismos funcionarían principalmente como acondicionadores del suelo, diseñados para medrar según el envejecido sol calentaba la superficie marciana y liberaba el vapor de agua atrapado y otros gases. Luego vendrían las cepas hipermodificadas de algas verdeazuladas, fotosintetizadores simples, y al final formas de vida más complejas capaces de aprovechar el entorno que los lanzamientos iniciales habrían ayudado a crear. Marte siempre sería, como mucho, un desierto: toda su agua liberada puede que no creara más que unos pocos lagos poco profundos, salados e inestables… pero puede que fuera suficiente. Suficiente para crear un lugar marginalmente habitable más allá de la amortajada Tierra, adonde los seres pudieran ir y sobrevivir, un millón de siglos por cada uno de nuestros años. Donde nuestros primos marcianos pudieran tener tiempo de resolver enigmas que nosotros sólo podíamos tantear a ciegas.

Donde crearíamos, o permitiríamos que la evolución creara en nuestro beneficio, una raza de salvadores.

—Es difícil creer que realmente podamos hacerlo…

—Si podemos. No es precisamente una conclusión conocida de antemano.

—Pero aun así, como método para resolver un problema…

—Es un acto de desesperación teleológica. Tienes toda la razón. No lo digas muy alto. Pero tenemos una fuerza muy poderosa de nuestro lado.

—Tiempo —adiviné.

—No. El tiempo es una palanca útil. Pero el ingrediente activo es la vida. Vida en abstracto, quiero decir: replicación, evolución, complejidad. La manera en la que la vida ha ocupado los rincones y huecos, sobreviviendo haciendo lo inesperado. Creo en ese proceso: es robusto, es persistente. ¿Puede rescatarnos? No lo sé, pero hay una posibilidad real. —Sonrió—. Eso sí, si estuvieras al frente de un comité del congreso para adjudicación de presupuestos, mi discurso sería mucho menos ambiguo.

Me pasó el dardo. Era sorprendentemente ligero, no más pesado que una pelota de béisbol. Intenté imaginarme cientos de aquellas cosas precipitándose desde el cielo marciano sin nubes, fecundando el suelo estéril con el destino de la humanidad. Fuera cual fuese el destino que nos quedara.

E. D. Lawton visitó el complejo de Florida tres meses después de fin de año, al mismo tiempo que los síntomas de Jason recurrieron. Habían remitido durante meses.

Cuando Jason vino a verme el año pasado me había descrito su estado con renuencia pero metódicamente. Debilidad temporal y falta de sensibilidad en brazos y piernas. Visión borrosa. Vértigo ocasional. Incontinencia ocasional. Ninguno de los síntomas era incapacitador, pero se habían vuelto demasiado frecuentes para ignorarlos.

Podía ser muchas cosas, le dije, aunque él ya debía saber tan bien como yo que estábamos ante un problema neurológico.

Ambos nos sentimos aliviados cuando sus análisis de sangre resultaron positivos en esclerosis múltiple. La EM se había convertido en una enfermedad tratable (es decir, contenible) desde la introducción de las esclerostatinas químicas hacía unos años. Una de las pequeñas ironías del Spin es que había coincidido con un cierto número de avances médicos procedentes de la investigación proteinómica. Nuestra generación, la de Jason y mía, puede que estuviera condenada, pero no moría de EM, de párkinson, diabetes, cáncer de pulmón, arteriosclerosis o alzhéimer. La última generación del mundo industrializado posiblemente también sería la más sana de todas.

Por supuesto, las cosas no eran tan sencillas. Casi un cinco por ciento de los casos diagnosticados de EM no respondían al tratamiento con esclerostatinas u otras terapias. Los expertos empezaban a llamar a esos casos «EM fármaco-poli-resistente», puede que incluso fuera una enfermedad diferente con la misma sintomatología.

Pero el tratamiento inicial de Jason había funcionado como era de esperar. Le había prescrito una dosis mínima diaria de Tremex y había entrado en remisión completa desde entonces. O al menos hasta la semana en que E. D. llegó a Perihelio con la sutileza de un tifón tropical, esparciendo asesores del congreso y agregados de prensa por los pasillos como escombros arrastrados por el viento.

E. D. era Washington, nosotros éramos Florida, él era administración, nosotros ciencia e ingeniería. Jase hacía precarios equilibrios entre ambas cosas. Su trabajo era en esencia velar por que se cumplieran los dictados del comité rector, pero se había opuesto a la burocracia tantas veces que los tipos de ciencias habían dejado de hablar de «nepotismo» y habían empezado a invitarlo a copas. El problema, según dijo Jase, era que E. D. no se contentaba solamente con haber puesto en marcha el proyecto Marte, quería dirigirlo hasta el mínimo detalle, a menudo por razones políticas, a veces pasando contratos a postores dudosos para obtener apoyos en el congreso. El personal lo despreciaba, aunque le estrechaban la mano con alegría cuando venía por la ciudad. El viaje a costa del dinero público de ese año culminó con un discurso dirigido al personal y a los invitados en el auditorio del complejo. Todos formamos obedientemente como niños en la escuela, aunque puede que algo más entusiastas y tan pronto como la audiencia se hubo sentado Jason se levantó para presentar a su padre. Observé cómo subía los peldaños hasta el escenario y ocupaba el podio. Observé la forma en que mantenía la mano izquierda caída al nivel de los muslos, la forma en que se volvía, girando torpemente sobre los talones, cuando estrechó la mano de su padre.

La presentación de Jase fue breve pero digna y después de eso volvió a fundirse con las filas de dignatarios al fondo del escenario. E. D. se adelantó. Había cumplido sesenta años la semana antes de Navidad, pero podría haber pasado por un cincuentón atlético, estómago plano bajo el traje de tres piezas, llevaba el escaso cabello recortado en una pelusa militar. Nos dedicó lo que bien pudiera haber sido un discurso de campaña, alabando a la administración Clayton por su previsión, al personal allí reunido por su «visión de la Fundación Perihelio», a su hijo por su «inspirada administración», a los ingenieros y técnicos «por dar vida a un sueño y, si tenemos éxito, dar vida a un planeta estéril y una nueva esperanza a este mundo que seguimos considerando nuestro hogar». Una ovación, un saludo, una sonrisa feroz y ya se había marchado, escoltado por su séquito de guardaespaldas.