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Encontré a Jason una hora después, en el comedor de ejecutivos, donde estaba sentado a una mesa pequeña fingiendo leer una separata del Astrophysics Review.

Ocupé la silla de enfrente.

—¿Es muy malo?

Sonrió débilmente.

—¿Te refieres a la visita tornado de mi padre?

—Ya sabes a lo que me refiero.

Bajó la voz.

—He estado tomando la medicación. Como un reloj, por la mañana y por la tarde. Siempre. Pero ha vuelto. Lo de esta mañana fue malo. Brazo izquierdo y pierna izquierda, hormigueo y alfilerazos. Y empeorando. Peor que nunca. Casi cada hora. Es como una corriente eléctrica que me recorriera un lado del cuerpo.

—¿Tienes tiempo para venir a la enfermería?

—Tengo tiempo, pero… —sus ojos brillaron húmedamente— puede que no tenga los medios. No quiero alarmarte. Pero me alegra que hayas aparecido. Ahora mismo, no estoy muy seguro de poder andar. Me vine hasta aquí después del discurso de E. D. Pero estoy casi seguro de que si intento levantarme, me caeré. No creo que pueda caminar. Ty… no puedo caminar.

—Pediré ayuda.

Se enderezó en su silla.

—No harás tal cosa. Puedo quedarme sentado aquí hasta que no haya nadie excepto los vigilantes del turno de noche, si es necesario.

—Eso es absurdo.

—Puedes ayudarme discretamente a ponerme de pie. ¿A cuánto estamos, a veinte o treinta metros de la enfermería? Si me agarras del brazo y pones cara de que no pasa nada probablemente podremos llegar sin llamar demasiado la atención.

Al final accedí, no porque aprobara la charada, sino porque parecía la única forma de llevarlo a mi consulta. Le cogí del brazo izquierdo y agarró con la mano derecha el borde de la mesa para ayudarse. Conseguimos cruzar el piso de la cafetería sin dar bandazos; aunque el pie izquierdo de Jason se arrastraba de una forma difícil de disimular, afortunadamente nadie miró de cerca. Una vez que alcanzamos el pasillo nos mantuvimos pegados a la pared, de forma que sus dificultades fueran menos evidentes. Cuando un administrador de rango apareció al final del pasillo, Jason susurró: «Para» y nos quedamos allí como si estuviéramos conversando de manera informal, con Jason agarrado a una vitrina, su mano derecha se aferraba con tanta fuerza al estante metálico que los nudillos se le quedaron blancos y gotas de sudor empezaron a resbalarle por la frente. El ejecutivo pasó a nuestro lado con una inclinación de cabeza y sin decir palabra.

Para cuando llegamos a la entrada de la clínica era yo el que soportaba la mayor parte de su peso. Molly Seagram, afortunadamente, no estaba en la recepción; una vez que cerré la puerta exterior, nos quedamos a solas. Ayudé a Jase a ir hasta una mesa de una de las salas de reconocimiento, luego volví al mostrador de recepción y escribí una nota para Molly para que se ocupara de que no nos molestaran.

Cuando regresé a la sala de consulta Jason estaba llorando. No sollozaba, pero las lágrimas le habían resbalado por la cara y le colgaban de la barbilla.

—Es tan espantoso. —No me miraba a la cara—. No pude evitarlo —dijo—. Lo siento. No pude evitarlo.

Había perdido el control de la vejiga.

Le ayudé a ponerse un camisón de hospital, lavé sus ropas sucias en el lavabo de la sala de consulta y las puse a secar al lado de una ventana soleada en el almacén que rara vez utilizábamos y que había más allá de los armarios de medicamentos. No había mucho movimiento hoy y usé eso como excusa para darle a Molly la tarde libre.

Jason recuperó algo de su compostura, aunque parecía menguado dentro del camisón de papel.

—Me dijiste que era una enfermedad curable. Dime qué ha salido mal.

—Es tratable, Jason. Para la mayoría de los pacientes, la mayoría de las veces. Pero hay excepciones.

—¿Y yo soy una de esas excepciones? ¿Me he sacado la lotería de la desgracia?

—Tienes una recaída. Eso es típico de la enfermedad sin tratar, períodos de incapacidad seguidos de otros de remisión. Puede que seas lento en responder. En algunos casos el fármaco debe llegar a un determinado nivel de presencia en el cuerpo durante un largo período de tiempo antes de que sea plenamente efectivo.

—Han pasado seis meses desde que me hiciste las recetas. Y estoy peor, no mejor.

—Podemos cambiarte a otra de las esclerostatinas, ver si eso ayuda. Pero son todas muy similares químicamente hablando.

—Así que cambiar el tratamiento tampoco ayudará.

—Puede que sí, puede que no. Tendremos que intentarlo antes de descartarlo.

—¿Y si eso no funciona?

—Entonces dejaremos de hablar de eliminar la enfermedad y empezaremos a hablar de cómo vivir con ella. Incluso sin tratamiento, la EM no es una sentencia de muerte. Mucha gente experimenta remisiones completas entre ataques y pueden llevar una vida relativamente normal. —Aunque no añadí que tales casos rara vez eran tan graves o agresivos como me parecía que era el de Jason—. El tratamiento de reserva que se utiliza normalmente es un cóctel de fármacos antiinflamatorios, inhibidores selectivos de proteínas y estimulantes específicos del sistema nervioso central. Puede ser muy efectivo a la hora de suprimir los síntomas y ralentizar el curso de la enfermedad.

—Bien —dijo Jason—. Cojonudo. Resérvame un billete.

—No es tan fácil. Podrías tener efectos secundarios.

—¿Como cuáles?

—Puede que nada. Puede que tensión psicológica: depresión leve o episodios de manía. Debilidad física generalizada.

—Pero ¿pasaría por normal?

—Con toda probabilidad, por ahora y probablemente durante otros diez o quince años, puede que más. Pero es una medida de control, no una cura; un freno, pero no una parada en seco. La enfermedad volverá si vives el tiempo suficiente.

—¿Puedes asegurarme una década?

—Con tanta seguridad como es posible en este negocio.

—Una década —dijo pensativamente—. O mil millones de años. Depende de cómo lo mires. Quizá sea suficiente. Debería ser suficiente, ¿no crees?

No pregunté «Suficiente ¿para qué?»

—Pero mientras tanto…

—No quiero un «mientras tanto», Tyler. No puedo permitirme dejar el trabajo y no quiero que nadie se entere de esto.

—No es nada de lo que sentirse avergonzado.

—No estoy avergonzado. —Señaló el camisón de papel con su mano derecha—. Jodidamente humillado, sí, pero no avergonzado. No se trata de un problema psicológico. Se trata de lo que hago aquí en Perihelio. Lo que se me permite hacer. E. D. odia la enfermedad, Tyler. Odia cualquier tipo de debilidad. Odió a Carol desde el día en que la bebida se convirtió en un problema.

—¿Crees que no lo comprendería?

—Quiero a mi padre, pero no estoy ciego a sus defectos. No, no lo comprendería. Toda la influencia que tengo en Perihelio fluye a través de E. D. Y es algo bastante precario en estos momentos. Hemos tenido algunos desacuerdos. Si me convierto en una carga para él me relegará a alguna carísima clínica de tratamiento en Suiza o Bali antes de que termine la semana, y se dirá a sí mismo que lo hace por mi bien. Peor todavía, se lo creerá.

—Lo que decidas hacer público es asunto tuyo. Pero necesitas un neurólogo, no un médico de medicina general.

—No —dijo.

—En conciencia, no puedo continuar tratándote, Jase, si no hablas con un especialista. Ya fue bastante irregular recetarte Tremex sin consultarlo con un especialista.

—Tienes la resonancia magnética y los análisis de sangre. ¿Qué más necesitas?

—Idealmente, un laboratorio de hospital completamente equipado y un título en neurología.

—Tonterías. Tú mismo dijiste que la EM no es grave en estos tiempos.

—A menos que no responda a tratamiento.

—No puedo… —empezó a discutirme. Pero obviamente estaba brutalmente extenuado. La fatiga podía ser otro síntoma de su recaída; sin embargo, había estado esforzándose muchísimo en las semanas anteriores a la visita de E. D—. Haré un trato contigo. Veré a un especialista si puedes arreglarlo discretamente y dejarlo fuera de mi expediente médico en Perihelio. Pero tengo que estar funcional. Necesito estar funcional mañana. Funcional como andar sin ayuda y mearme encima. El cóctel de fármacos del que me hablaste, ¿actúa rápido?