—Puede que estén minando el sol—dijo Jason, que seguía hablando de los Hipotéticos—. Tenemos datos sugerentes sobre las erupciones solares. Obviamente, lo que le han hecho a la Tierra requiere vastas cantidades de energía utilizable. Es el equivalente de enfriar una masa de tamaño planetario a una temperatura cercana al cero absoluto. Así que ¿dónde está la fuente de energía? Probablemente sea el sol. Y hemos observado una marcada reducción en las erupciones solares desde el Spin. Algo, alguna fuerza o agencia, puede estar absorbiendo partículas de alta energía antes de que emerjan en la heliosfera. ¡Minando el sol, Tyler! ¡Ése es un acto de desmesura tecnológica tan asombroso como el Spin!
Cogí la foto de Diane. La fotografía era de antes de su matrimonio con Simon Townsend. El fotógrafo había capturado cierta inquietud característica, como si hubiera entrecerrado los ojos ante un pensamiento que la dejaba perpleja. Era hermosa sin esforzarse, pero no parecía en paz, todo encanto pero al mismo tiempo ligeramente desequilibrada.
Tenía tantos recuerdos de ella. Pero esos recuerdos tenían ya años de antigüedad, retrocedían, desvaneciéndose en el pasado con un impulso casi como el del Spin. Jason me vio sosteniendo la foto enmarcada y se quedó en silencio durante unos benditos momentos. Y entonces me dijo:
—La verdad, Tyler, esa fijación es indigna de ti.
—No es una fijación para nada, Jase.
—¿Por qué? ¿Porque lo has superado o porque tienes miedo de ella? Pero yo podría hacerle la misma pregunta a ella… Si me llamara. Simon la tiene con la correa corta. Sospecho que Diane echa de menos los viejos días del NR, cuando el movimiento estaba lleno de unitarios desnudos y hippys evangélicos. El precio de la piedad es mayor ahora. —Y añadió—: Habla con Carol de vez en cuando.
—¿Al menos es feliz?
—Diane se halla entre fanáticos. Puede que ella misma sea una. La felicidad no es una opción.
—¿Crees que está en peligro?
Se encogió de hombros.
—Creo que está viviendo la vida que escogió para sí. Podría haber hecho otras elecciones. Por ejemplo, se podría haber casado contigo, Ty, si no fuera por esa ridícula fantasía suya…
—¿Qué fantasía?
—Que E. D. es tu padre. Que ella es tu hermana biológica.
Me aparté del estante con demasiada prisa y tiré las fotografías al suelo.
—Eso es ridículo.
—Ridículo a simple vista. Pero creo que no abandonó la idea del todo hasta que llegó a la universidad.
—¿Como pudo ocurrírsele que…?
—Era una fantasía, no una teoría. Piensa en ello. Nunca hubo mucho cariño entre Diane y E. D. Se sentía ignorada por él. Y en cierto sentido, tenía razón. E. D. jamás quiso una hija, quería un heredero, un heredero varón. Tenía grandes esperanzas, y sucedió que yo las cumplí. Diane era una distracción en lo que a E. D. concernía. Esperaba que Carol fuera la que la criara, y Carol… —Se encogió de hombros—. Carol no estaba a la altura de la tarea encomendada.
—¿Así que se inventó esa… historia?
—Pensaba en ella como una deducción. Explicaba por qué E. D. os mantenía a tu madre y a ti viviendo en su propiedad. Explicaba la infelicidad constante de Carol. Y, básicamente, la hacía sentirse bien consigo misma. Tu madre era más amable y atenta con ella de lo que jamás fue Carol. Le gustaba la idea de tener lazos de sangre con los Dupree.
Miré a Jason. Tenía la cara pálida, las pupilas dilatadas, la mirada perdida en dirección a la ventana. Me recordé que era mi paciente y que estaba mostrando una reacción psicológica predecible ante un fármaco potente; que era el mismo hombre que, hacía unas horas, había llorado ante su propia incontinencia.
—De verdad que tengo que irme, Jason —dije.
—¿Por qué? ¿Es que te resulta demasiado impactante? ¿Creías que hacerte adulto se suponía que sería indoloro? —Y entonces, de repente, antes de que yo pudiera responder, volvió la cabeza y me miró a los ojos por primera vez en la noche—. Oh, cielos. Empiezo a sospechar que me he estado comportando muy mal.
—La medicación… —dije.
—Me he comportado monstruosamente. Tyler, lo siento.
—Te sentirás mejor después de una noche de sueño. Pero no deberías volver a Perihelio hasta dentro de un par de días. —Eso haré. ¿Te pasarás por aquí mañana?
—Sí.
—Gracias —dijo. Me marché sin responderle.
Jardinería celestial
Ése fue el invierno de las torres de cohetes.
Se erigieron nuevas plataformas de lanzamiento no sólo en Cañaveral, sino por todo el desierto suroeste, en el sur de Francia y el África ecuatorial, en Jiuquan y Xichang en China y en Baikonur y Svobodnyy: torres para los lanzamientos de la siembra marciana y torres más grandes para las grandes pilas, los enormes ensamblajes de propulsores que llevarían a los voluntarios humanos a un Marte marginalmente habitable si nuestro primitivo intento de terraformación tenía éxito. Las torres crecieron ese invierno como bosques de hierro y acero, exuberantes, tupidos, plantados en cemento y regados con reservas de dinero federal.
Los primeros cohetes de siembra fueron en cierto modo mucho menos espectaculares que las instalaciones de lanzamiento construidas para ellos. Eran propulsores producidos en masa en cadenas de montaje a partir de las especificaciones de los antiguos cohetes Titán y Delta, ni un gramo ni un micro-chip más complicados de los que necesitaban, y poblaron las plataformas en un número asombroso según el invierno avanzaba hacia la primavera, naves espaciales como semillas de álamo, preparadas para transportar vida durmiente a un suelo distante y estéril.
También primavera, en cierto sentido, en todo el sistema solar, o al menos un prolongado veranillo de San Juan. La zona habitable del sistema solar se expandía hacia el exterior mientras el sol mermaba su núcleo de helio y ya empezaba a incluir a Marte como al final incluiría a la acuosa luna joviana, Ganímedes, y otros objetivos potenciales para terraformación posterior. En Marte, ingentes cantidades de C02 congelado y hielo de agua habían empezado a sublimarse en la atmósfera tras millones de cálidos veranos. Al principio del Spin la presión atmosférica marciana en la superficie era de apenas ocho milibares, tan rarificada como el aire a cinco kilómetros por encima del Everest. Ahora, incluso sin intervención humana, el planeta había adquirido un clima equivalente al de la cima de una montaña ártica bañada en dióxido de carbono gaseoso… templado, para tratarse de Marte.
Pero teníamos intención de llevar el proceso aún más lejos. Pretendíamos liberar oxígeno en el aire del planeta, verdear sus tierras bajas, crear estanques allí donde, en ese momento, el hielo de la capa subsuperficial que se fundía estallaba en geiseres de vapor o manantiales de fango tóxico.
Fuimos peligrosamente optimistas durante el invierno de las torres de cohetes.
El tres de marzo, poco antes de la fecha prevista para la primera oleada de lanzamientos, Carol Lawton me llamó a casa y me dijo que mi madre había sufrido una apoplejía y que no esperaban que sobreviviera.
Hice un arreglo con un médico local para que cubriera mi puesto en Perihelio y luego fui en coche hasta Orlando para reservar un billete en el primer vuelo de la mañana a Washington D. C.
Carol me recogió en el aeropuerto internacional Reagan, aparentemente sobria. Me abrió sus brazos y la abracé, a esa mujer que jamás había mostrado hacia mí más que una perpleja indiferencia durante los años en los que había vivido en su propiedad. Entonces se separó de mí y me puso las manos temblorosas sobre los hombros.