Выбрать главу

—Porque —empezó a decir Jason; y luego dijo—: No. Espera. Mira.

Veinte segundos. Diez. Jason se levantó y se apoyó en la baranda de la terraza. Las terrazas del hotel estaban abarrotadas de gentes. La playa estaba abarrotada. Un millar de cabezas y lentes apuntaban en la misma dirección. Las estimaciones posteriores situaban la cifra de gente en Cabo Cañaveral en torno a los dos millones aproximadamente. Según los registros policiales, más de cien carteras fueron robadas esa noche. Hubo dos apuñalamientos mortales, quince intentos de agresión y un parto prematuro. (La niña, de un kilo ochocientos gramos, nació sobre una mesa de caballete en la Casa Internacional de las Tortitas en Cocoa Beach).

Cinco segundos. La tele en la habitación del hotel se calló. Durante un momento no hubo sonido alguno exceptuando el zumbido y chasquidos de los equipos fotográficos.

Entonces el océano se iluminó con fuego hasta el horizonte.

Uno solo de esos cohetes no hubiera impresionado a los locales ni siquiera en la oscuridad, pero esta vez no se trataba de una única columna de llamas, sino de cinco, siete, diez, doce. Las plataformas marítimas quedaron brevemente silueteadas como rascacielos esqueléticos, y al instante fueron sepultadas en nubes de agua de mar vaporizada. Doce pilares de fuego blanco, separados por kilómetros pero comprimidos por la perspectiva, desgarraron en su ascenso un cielo que se volvió índigo por su luz combinada. La multitud empezó a dar vivas, y el sonido se entremezcló con el de los propulsores de combustible sólido que escalaban la noche, una pulsación que comprimía el corazón como si fuera éxtasis o terror. Pero era solamente el brutal espectáculo lo que estábamos vitoreando. Casi con toda seguridad cada una de esos dos millones de personas había visto un lanzamiento de cohete con anterioridad, al menos en la televisión, y aunque este ascenso múltiple era grandioso y ensordecedor era extraordinario por su intención, por la idea que lo motivaba. No sólo estábamos intentando plantar la bandera de la vida terrestre en Marte, desafiábamos al mismísimo Spin.

Los cohetes ascendieron. (Y en la pantalla rectangular de la televisión, cuando la miré a través de la puerta de la terraza, cohetes similares se curvaban hacia la luz nubosa de un cielo diurno en Jiuquan, Svobodnyy, Baikonur y Xichang). La feroz luz horizontal se hizo oblicua y empezó a atenuarse mientras la noche volvía rauda al océano. El sonido se agotó en la arena, el cemento y el agua de mar supercalentada. Me imaginé que me llegaba desde la costa el olor a fuegos artificiales transportado por la marea, el placenteramente desagradable hedor a luces de bengala.

Un millar de cámaras chirrió como grillos moribundos y se detuvieron.

Los vítores duraron, de una forma u otra, hasta el amanecer.

Volvimos al interior y corrimos las cortinas contra la oscuridad anticlimática y abrimos el champán. Miramos las noticias de ultramar. Aparte del retraso francés provocado por la lluvia, todos los lanzamientos habían tenido éxito. Una armada bacteriana se hallaba rumbo a Marte.

—¿Y por qué tienen que lanzarse todos a la vez? —volvió a preguntar Diane.

Jason le dedicó una larga mirada pensativa.

—Porque queremos que lleguen a su destino más o menos al mismo tiempo. Lo que no es tan fácil como suena. Tienen que penetrar la membrana del Spin más o menos simultáneamente, o saldrán separados por años o siglos. No es tan crítico con esas cargas anaeróbicas, pero estamos practicando para cuando realmente importe.

—¿Años o siglos? ¿Cómo es posible?

—Es la naturaleza del Spin, Diane.

—Sí, pero ¿siglos?

Jason se giró en su silla para quedar frente a ella.

—Estoy intentando entender el alcance de tu ignorancia en…

—Sólo es una pregunta, Jase.

—Cuenta un segundo para mí.

—¿Qué?

—Mira tu reloj y cuenta un segundo. No, lo haré yo. Uno… —Hizo una pausa—. Un segundo. ¿Lo has entendido?

—Jason…

—Sígueme la corriente. ¿Entiendes la proporción temporal del Spin?

—Por encima.

—Por encima no es suficiente ni de cerca. Un segundo terrestre equivale a 3,17 años de tiempo del Spin. Recuérdalo. Si uno de nuestros cohetes entra en la membrana del Spin un segundo más tarde que los demás, llega a órbita tres años tarde.

—Sólo porque no sepa recitar números de memoria…

—Son números importantes, Diane. Suponte que nuestra flotilla acaba de emerger de la membrana justo ahora, ahora. —Hizo un gesto con el dedo en el aire—. Un segundo, y ya se han ido. Para la flotilla, eso han sido tres años y pico. Hace un segundo estaban en órbita de la Tierra. Ahora ya han liberado su cargamento en la superficie de Marte. Quiero decir ahora mismo, Diane, literalmente ahora. Ya ha ocurrido, ya está hecho. Así que deja pasar un minuto en tu reloj. Eso han sido aproximadamente ciento noventa años en un reloj exterior.

—Eso es mucho, por supuesto, pero no puedes cambiar todo un planeta en doscientos años, ¿no?

—Ahora ya llevamos doscientos años del Spin con el experimento en marcha. Justo ahora, mientras hablamos, cualquier colonia bacteriana que haya sobrevivido al viaje ha estado reproduciéndose en Marte desde hace dos siglos. Dentro de una hora, llevarán allí once mil cuatrocientos años. Para mañana a esta hora habrán estado multiplicándose durante casi doscientos setenta y cuatro mil años.

—Vale, Jase. Ya pillo la idea.

—A esta hora dentro de una semana, 1,9 millones de años.

—Vale.

—Un mes, 8,3 millones de años.

—Jason…

—Dentro de un año, cien millones de años.

—Sí, pero…

—En la Tierra, cien millones de años apenas es el período de tiempo entre que la vida emergió de los mares y tu último cumpleaños. Cien millones de años es tiempo suficiente para que esos microorganismos hayan bombeado dióxido de carbono sacándolo de los depósitos de carbonatos en la corteza, filtrado nitrógeno a partir de nitratos, eliminado óxidos del regolito y lo hayan enriquecido muriendo a millones. Todo ese C02 liberado es un gas de efecto invernadero. La atmósfera se vuelve más densa y cálida. Dentro de un año enviaremos otra armada de organismos respiradores, y estos empezarán a procesar el C02 para liberar oxígeno. Otro año más, tan pronto como la firma espectroscópica del planeta parezca adecuada, e introduciremos hierbas, plantas u otros organismos complejos. Y cuando todo eso se estabilice en una especie de tosca ecología planetaria homeostática, entonces enviaremos seres humanos. ¿Sabes lo que significa eso?

—Dime —dijo Diane con hosquedad.

—Significa que dentro de cinco años habrá una civilización humana floreciente en Marte. Granjas, fábricas, carreteras, ciudades…

—Hay una palabra griega para eso, Jase.

—Ecopoiesis.

—Pensaba más bien en «hubris».

Sonrió.

—Hay muchísimas cosas que me preocupan. Pero ofender a los dioses no es una de ellas.

—¿Y ofender a los Hipotéticos?

Eso lo detuvo. Se reclinó en su asiento y dio un sorbo al champán, que había perdido parte de su burbujeo, en su copa de hotel.

—No tengo miedo de ofenderlos —dijo al final—. Todo lo contrario. De lo que tengo miedo es de estar haciendo exactamente lo que quieren que hagamos.

Pero no quiso explicarnos más, y Diane estaba ansiosa por cambiar de tema.

Al día siguiente llevé a Diane en coche para que tomara el avión de vuelta a Phoenix.

Durante los últimos días se había hecho evidente que no discutiríamos, mencionaríamos o aludiríamos bajo ninguna forma a la intimidad física que habíamos compartido aquella noche en las Berkshires antes de su matrimonio con Simon. Si lo reconocíamos en forma alguna, era en los laboriosos desvíos que tomábamos para evitarla. Cuando nos abrazamos (castamente) frente al control de seguridad del aeropuerto, Diane me dijo.