—¿De cuánto dinero estamos hablando, Diane?
—Tyler, no pretendía…
—Lo sé. Tú no me lo has pedido. Soy yo el que lo ofrece.
—Bueno… este mes, incluso quinientos dólares supondrían una diferencia apreciable.
—Supongo que la fortuna del limpiapipas se secó.
—El fideicomiso de Simon se agotó. Sigue habiendo dinero en la familia, pero ésta no le habla.
—¿No se enfadará si te envío un cheque?
—No le gustará. Pensé en decirle que encontré una vieja póliza de seguro y que la liquidé. Algo así. El tipo de mentira que en realidad no cuenta como pecado. Espero.
—¿Seguís viviendo en la misma dirección de Collier Street? —pregunté.
Era adonde enviaba una tarjeta de Navidad cortésmente neutral todos los años y a cambio de la cual recibía una con escenas genéricas de nieve y firmada con un Simon y Diane Townsend, ¡Que Dios te bendiga!
—Sí —dijo, y luego añadió—: Gracias, Tyler. Muchísimas gracias. Para mí esto es increíblemente mortificante.
—Son tiempos duros para mucha gente.
—¿Tú estás bien, verdad?
—Sí, estoy muy bien.
Le envié seis cheques, cada uno con fecha efectiva para el día quince de cada mes, dinero para medio año, sin saber si eso reforzaría nuestra relación o la envenenaría. O si importaba algo.
Los datos de los satélites revelaron un mundo que seguía siendo más seco que la Tierra pero marcado con lagos como turquesas engastadas en un disco de cobre; un planeta que remolineaba suavemente con bandas de nubes, tormentas que dejaban precipitaciones sobre las laderas a favor del viento de antiguos volcanes y alimentando cauces de ríos y legamosos deltas en las tierras bajas, verdes como el césped de un barrio residencial.
Los enormes propulsores descansaban, llenos de combustible, en sus plataformas y en las instalaciones de lanzamiento y cosmódromos de todo el mundo casi ochocientos seres humanos subieron a las torres para encerrarse en cámaras del tamaño de un armario y enfrentarse a un destino más que incierto. Las arcas PEN en lo alto de esos impulsores contenían (además de los astronautas) embriones de oveja, ganado vacuno, caballos, cerdos y cabras, y los úteros de acero de los que, con suerte, podrían ser decantados; las semillas de diez mil plantas; larvas de abeja y otros insectos útiles; docenas de otras cargas biológicas que puede que sobrevivieran o no al viaje y a los rigores de la regénesis; archivos condensados del conocimiento humano esencial tanto digitales (incluyendo los medios para leerlos) y densamente impresos; y piezas y suministros para construir refugios simples, generadores solares, invernaderos, purificadores de agua y hospitales de campaña elementales. En el mejor de los escenarios posibles, todos esos vehículos expedicionarios humanos llegarían más o menos a las mismas planicies ecuatoriales en un período de varios años dependiendo de su tránsito de la membrana del Spin. En el peor, incluso una única nave, si llegaba razonablemente intacta, podía sostener a su tripulación durante el período de aclimatación.
Una vez más en el auditorio de Perihelio, por tanto, junto a todos los demás que no se habían ido a la costa a ver el acontecimiento en persona. Me senté en primera fila cerca de Jason y estiramos el cuello para contemplar las imágenes de vídeo de la NASA, una espectacular toma de larga duración de las plataformas de lanzamiento marítimas, islas de acero unidas por inmensos puentes ferroviarios, diez gigantescos cohetes de la clase Prometeo (llamados «Prometeo» cuando los manufacturaba Boeing o Lockheed-Martin; los rusos, los chinos y la UE usaban el mismo diseño pero los llamaban y pintaban de otra forma) bañados en la luz de los focos como postes de cerca pintados de blanco en medio del Atlántico azul. Se había sacrificado mucho para aquel momento: tributos y tesoros, costas y arrecifes de coral, carreras y vidas. (Al pie de cada torre de lanzamiento fuera de Cañaveral había una placa grabada con los nombres de los quince obreros de la construcción que habían muerto durante el ensamblaje.) Jason daba golpecitos con el pie en un ritmo violento mientras la cuenta atrás se reducía al último minuto, y me pregunté si no sería un síntoma, pero me pilló mirándole y se inclinó hacia mi oído para decirme.
—Sólo estoy nervioso. ¿Tú no?
Ya habíamos tenido problemas. En todo el mundo, ochenta de esos gigantescos cohetes habían sido construidos y preparados para el lanzamiento sincronizado de esta noche. Pero eran un modelo nuevo, no enteramente desprovisto de fallos. Cuatro habían sido retirados del lanzamiento por problemas técnicos. Tres de ellos iban retrasados en su cuenta atrás, en un lanzamiento supuestamente sincronizado en todo el mundo, por los problemas típicos: tubos de combustible defectuosos, fallos de software. Era inevitable y la planificación de misión lo había tenido en cuenta desde el principio, pero seguía pareciendo ominoso.
Habían ocurrido tantas cosas y tan rápidamente. Lo que transportábamos esta vez no era biología sino historia humana, y la historia humana, en palabras de Jase, ardía como un fuego comparada con la lenta oxidación de la evolución. (Cuando éramos mucho más jóvenes, después del Spin pero antes de que él se marchara de la Gran Casa, Jase solía usar un truco de salón para ilustrar esa idea. «Extiende los brazos a los lados —decía— ponlos rectos», y cuando te tenía en la postura adecuada de crucifixión, decía: «Del dedo índice izquierdo al dedo índice derecho pasan en línea recta por tu corazón, ésa es la historia de la Tierra. ¿Sabes lo que es historia humana? La historia humana es la uña de tu índice derecho. Ni siquiera toda la uña. Sólo la pequeña parte blanca. La parte que te recortas cuando crece demasiado. Eso es el descubrimiento del fuego y la invención de la escritura y Galileo y Newton y el alunizaje y el 11 de septiembre y la semana pasada y esta mañana. Comparados con la evolución somos unos recién nacidos. Comparados con la geología, apenas si existimos»).
Entonces la voz de la NASA anunció: «Ignición», y Jason aspiró aire entre los dientes y apartó algo la vista mientras nueve de diez cohetes, tubos huecos de explosivo líquido más altos que el Empire State, detonaban hacia el cielo contra toda lógica de la gravedad y la inercia, quemando toneladas de combustible para remontar los primeros centímetros y vaporizando agua de mar para enmudecer un estruendo sónico que de otra forma los hubiera sacudido hasta reducirlos a pedazos. Y entonces fue como si hubieran creado escalerillas de vapor y humo y treparan por ellas, su velocidad ahora era claramente visible, penachos de fuego que sobrepasaban las nubes que habían creado. Y ya se habían marchado, como en cualquier otro lanzamiento con éxito: fugaz y vivido como un sueño, y ya se habían marchado.
El último cohete se retrasó por un sensor defectuoso pero fue lanzado diez minutos después. Llegaría a Marte casi mil años después que el resto de la flota, pero eso había sido tenido en cuenta en la planificación y podía ser buena cosa al final, una inyección de tecnología y conocimiento terrestres mucho después de que los libros de papel y los lectores digitales de los colonos originales hubieran desaparecido convertidos en polvo.
Momentos después la imagen de televisión cambió a la Guayana Francesa, el viejo y muy expandido Centre National d’Etudes Spatiales en Kourou, donde uno de los grandes impulsores de la factoría Aerospatiale se había elevado 30 metros y luego había perdido impulso, cayendo de vuelta a su plataforma en un hongo de llamas.
Murieron doce personas, diez a bordo del arca PEN y dos en tierra, pero fue la única tragedia conspicua de toda la secuencia de lanzamiento, y eso probablemente era buena suerte, si lo sumamos todo.
Pero ése no fue el final el ejercicio. Hacia medianoche (y eso me pareció el indicador más claro de la grotesca disparidad entre el tiempo terrestre y el del Spin) la civilización humana en Marte habría fracasado por completo o llevaría progresando desde hacía cien mil años.