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—Por eso le contaste a esta gente quiénes éramos.

—Se lo conté porque ya lo sospechaban. Ibu Ina no, pero su ex, Jala, sí. Jala es un tipo muy astuto. Dirige una compañía de transportes marítimos relativamente respetable. Gran parte del cemento y del aceite de palma que pasa por el puerto de Teluk Bayur también pasa por uno u otro de los almacenes de Jala. El negocio del rantau gadang deja menos dinero pero está libre de impuestos, y esos barcos que salen llenos de emigrantes no vuelven vacíos. También tiene un negocio suplementario en el mercado negro de ganado vacuno y caprino.

—Parece un hombre que nos vendería alegremente a los Nuevos Reformasi.

—Pero nosotros pagamos más. Y presentamos menos dificultades legales, siempre que no nos cojan.

—¿E Ina aprueba todo eso?

—¿Aprobar el qué? ¿El rantau gadang? Tiene dos hijos y una hija en el nuevo mundo. ¿A Jala? Ella cree que es más o menos de confianza… si le pagas. ¿A nosotros? Cree que somos casi unos santos.

—¿Por Wun Ngo Wen?

—Básicamente.

—Tuviste suerte de encontrarla.

—No es sólo suerte.

—Pese a todo, deberíamos salir de aquí lo más rápidamente posible.

—Tan pronto como te encuentres mejor. Jala tiene un barco preparado, el Capetown Maru. Por eso he estado yendo y viniendo de aquí a Padang. Hay más gente a la que tengo que pagar.

Nos estábamos transformando rápidamente de extranjeros con dinero a extranjeros que solían tener dinero.

—Aun así —dije—, ojalá que…

—Ojalá ¿qué? —Recorrió mi frente con su dedo, de un lado a otro, lánguidamente.

—Ojalá que no tuviera que dormir solo.

Soltó una risilla y me puso la mano sobre el pecho. Sobre mi famélica caja torácica, sobre mi piel fea y con textura de cocodrilo. No era precisamente una invitación a la intimidad.

—Hace demasiado calor para acurrucarse.

—¿Demasiado calor?

Yo tiritaba de frío.

—Pobre Tyler —dijo.

Quise decirle que tuviera cuidado. Pero cerré los ojos y cuando los volví a abrir ya se había marchado de nuevo.

Inevitablemente había cosas peores por venir, pero de hecho me sentí mejor durante los días siguientes: el ojo del huracán, lo había llamado Diane. Era como si la droga marciana y mi cuerpo hubieran negociado un alto el fuego mientras ambos bandos reunían sus fuerzas para la batalla definitiva.

Comí todo lo que me ofrecieron, y daba vueltas por la habitación de vez en cuando, intentando canalizar algo de fuerza a mis esqueléticas piernas. Si me hubiera sentido con más fuerzas, esa caja de cemento (en la que Ina guardaba sus suministros médicos antes de construir un almacén más seguro junto a la clínica con sistema de alarma y cierre retardado) me hubiera podido parecer una celda. En aquellas circunstancias era de lo más acogedor. Apilé nuestras maletas en un rincón y las usé como una especie de escritorio, sentado en una esterilla de cañas mientras escribía. El ventanuco alto dejaba entrar una cuña de luz solar.

También dejaba entrar la cara de un niño local, a quien había pillado en dos ocasiones mirándome a escondidas. Cuando se lo mencioné a Ubu Ina asintió, desapareció durante unos cuantos minutos y volvió arrastrando al chavaclass="underline"

—Éste es En —dijo ella, prácticamente tirando al niño a través de la cortina hacia mí—. En tiene diez años. Es muy listo. Quiere ser médico algún día. También es mi sobrino. Desafortunadamente, su curiosidad se sobrepone a su sensatez. Trepó a lo alto del contenedor de basuras para ver que tenía escondido en mi trastero. Imperdonable. Discúlpate ante mi invitado, En.

En agachó la cabeza tan drásticamente que temí que sus enormes gafas salieran volando de la punta de su nariz. Murmuró algo.

—En inglés —dijo Ina.

¡Lo siento!

—Poco elegante pero directo al grano. ¿Hay algo que pueda hacer por usted, Pak Tyler, como compensación por su mal comportamiento?

En estaba claramente pillado, así que intenté que se librara de la bronca.

—Aparte de respetar mi intimidad, nada.

—Desde luego que respetará su intimidad de ahora en adelante… ¿no es así, En? —En se encogió y asintió—. Sin embargo, yo sí tengo un trabajo para él. En viene a la clínica casi todos los días. Si no estoy ocupada, le muestro unas pocas cosas. La lámina anatómica. El papel tornasol que cambia de color en vinagre. En afirma que me está agradecido por esos favores. —Los asentimientos de En adquirieron un fervor casi espasmódico—. Así que a cambio, y como compensación por su grosera falta de budi común, En se convertirá en el centinela de la clínica. ¿Sabes lo que significa eso?

En dejó de asentir con la cabeza y puso cara de preocupación.

—Significa —dijo Ibu Ina— que a partir de ahora harás buen uso de tu vigilancia y curiosidad. Si alguien llega a la aldea preguntando por la clínica, alguien de la capital, quiero decir, especialmente si parecen o actúan como policías, entonces vendrás corriendo inmediatamente a contármelo.

—¿Aunque esté en la escuela?

—Dudo que los Nuevos Reformasi vayan a darte problemas en la escuela. Cuando estés en la escuela, presta atención a tus lecciones. El resto del tiempo, cuando estés en la calle, en el xvarung, lo que sea, si ves u oyes algo relacionado conmigo, con la clínica o con Pak Tyler (al que no debes mencionar), ven a la clínica enseguida. ¿Comprendido?

—Sí —dijo En, y murmuró algo más que no pude oír.

—No —dijo Ina al instante—, no habrá ninguna paga, ¡vaya una pregunta! Aunque, si me siento complacida, puede que haya favores. Y ahora mismo no me siento complacida en absoluto.

En se escabulló a toda velocidad, su camiseta varias tallas mayor que la suya ondeaba como una estela.

Hacia el anochecer comenzó a llover, una lluvia densa y tropical que duró días, durante los cuales escribí, dormí, comí, caminé y soporté.

Ibu Ina usó la esponja en mi cuerpo durante la oscuridad de una noche lluviosa, desprendiendo grandes cantidades de piel muerta.

—Cuénteme algo de lo que recuerda de ellos —dijo—. Cuénteme cómo fue crecer con Diane y Jason Lawton.

Pensé en ello. O más bien, me sumergí de cabeza en el estanque cada vez más turbio de mi memoria en busca de algo que ofrecerle, algo que fuera cierto y emblemático. No pesqué exactamente lo que quería, pero algo flotó hasta la superficie: un cielo estrellado, un árbol. El árbol era un álamo plateado, oscuramente misterioso.

—Una vez nos fuimos de acampada —dije—. Eso fue antes del Spin, pero no mucho antes.

La sensación de desprenderme de la piel muerta era buena, al menos al principio, pero la dermis que quedaba al descubierto era sensible, reciente. El primer pase de la esponja era una caricia, el segundo era como yodo sobre un corte hecho con una hoja de papel.

—¿Los tres? ¿No eran demasiado jóvenes para eso, para una excursión de acampada, quiero decir, tal y como se entienden esas cosas de donde viene? ¿ O iban con sus padres?

—Sin nuestros padres. E. D. y Carol se iban de vacaciones una vez al año, a un complejo turístico o de crucero, preferiblemente sin niños.

—¿Y su madre?

—Prefería quedarse en casa. Fue una pareja que vivía en la misma calle la que nos llevó a las Adirondacks junto con sus propios hijos, adolescentes que no querían saber nada de nosotros.

—Entonces, ¿por qué…? Oh, supongo que el padre querría congraciarse con E. D. Lawton, ¿para pedirle un favor, quizá?