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Pero estaba preso de una feroz cabezonería innata. Aunque nos tratábamos amistosamente, En seguía desconfiando de mí. Tembló un instante, con los ojos abiertos como un lémur, y luego salió disparado por mi lado hacia el interior de la clínica gritando «¡Ina! ¡Ina!»

Fui tras él, encendiendo las luces según recorría la clínica.

Al mismo tiempo intentaba pensar coherentemente. Los tipos groseros que buscaban la clínica podían ser Nuevos Reformasi de Padang, o policías locales, o puede que trabajaran para la Interpol o el Departamento de Estado o cualquier otra agencia que la administración Chaykin usara como martillo.

Y si estaba allí buscándome, ¿quería decir que habían encontrado e interrogado al ex marido de Ina, Jala? ¿Significaba que ya habían arrestado a Diane?

En entró a trompicones en una sala de consulta a oscuras. Su frente colisionó con una camilla de examen y se cayó de culo. Cuando llegué a él, estaba llorando sin emitir un solo sonido, asustado, las lágrimas le corrían por las mejillas. El verdugón que tenía encima de la ceja izquierda parecía inflamado, pero no peligroso.

Puse mis manos sobre sus hombros.

—En, no está aquí. De verdad. De verdad, de verdad que no está aquí. Y sé con completa seguridad que no querría que te quedaras aquí a oscuras cuando podría suceder algo malo. ¿Verdad que no?

Uh —dijo En, admitiendo mi argumento.

—Así que corre a casa, ¿vale? Te vas a casa y te quedas allí. Yo me ocuparé del problema y los dos veremos a Ibu Ina mañana. ¿Te parece bien?

En intentó cambiar su miedo por una expresión meditativa.

—Creo que sí—dijo, dolorido.

Le ayudé a levantarse.

Pero entonces oí el sonido de la gravilla crujiendo bajo los neumáticos frente a la clínica y ambos nos volvimos a agazapar.

Fuimos corriendo a la sala de recepción, desde donde miré por las persianas de bambú con En detrás de mí, sus manitas enredadas en la tela de mi camisa.

El coche estaba parado bajo la luz de la luna, no reconocí el modelo pero, a juzgar por el brillo oscuro que relumbraba, parecía relativamente nuevo. Hubo un breve resplandor en la oscuridad del interior del vehículo que pudo haber sido un mechero. Luego una luz mucho más brillante, un foco potente que barría el exterior desde la ventanilla del asiento del pasajero. Atravesó las persianas y proyectó sombras ondulantes sobre los carteles de higiene en la pared de enfrente. Agachamos las cabezas. En gimió.

—¿ Pak Tyler? —dijo.

Cerré los ojos y descubrí que me resultaba difícil volver a abrirlos. Detrás de mis párpados vi molinetes y explosiones estelares. La fiebre otra vez. Un pequeño coro de voces interiores repitió: «la fiebre otra vez, la fiebre otra vez». Burlándose de mí.

—¡Pak Tyler!

En el peor momento. («Peor momento, peor momento…»)

—Ve a la puerta, En. A la puerta lateral.

—¡Venga conmigo!

Buen consejo. Volví a comprobar la ventana. El foco se había apagado. Me levanté y conduje a En por el corredor y más allá de los armarios de suministros hacia la puerta lateral, que había dejado abierta. La noche era engañosamente tranquila, engañosamente invitadora; un tramo de tierra apisonada, un campo de arroz; el bosque, palmeras negras a la luz de la luna haciendo oscilar suavemente sus coronas.

La clínica quedaba entre nosotros y el coche.

—Corre directamente hacia el bosque —dije.

—Ya sé el camino…

—Mantente alejado de la carretera. Escóndete si tienes que hacerlo.

—Lo sé. ¡Venga conmigo!

—No puedo —dije, y lo decía en serio, literalmente no podía. En mi presente estado la idea de salir corriendo detrás de un niño de diez años era absurda.

—Pero… —dijo En, y le di un pequeño empujón y le dije que no perdiera el tiempo.

En corrió sin mirar atrás, desapareciendo con una velocidad casi preocupante entre las sombras, silencioso, pequeño, admirable. Le envidié. En el silencio siguiente oí la puerta de un coche que se abría y cerraba.

La luna estaba tres cuartos llena, más rojiza y alejada de lo que solía estar, presentando un rostro diferente al que recordaba de mi niñez. Ya no había Hombre de la luna; y esa oscura cicatriz ovoide sobre la superficie lunar, ese mare antiquísimo pero reciente, que fue el resultado de un impacto masivo que fundió el regolito desde el polo al ecuador y que ralentizó la espiral gradual que alejaba a la luna de la Tierra.

Detrás de mí, oí a los policías (supuse que dos de ellos) dando golpes a la puerta, anunciándose groseramente, intentando abrir la puerta a la fuerza.

Pensé en salir corriendo. Creía que podía correr, no tan bien como En, pero sí algo, hasta el campo de arroz. Y luego esconderme allí, y esperar que ocurriera lo mejor.

Pero entonces pensé en el equipaje que había dejado en el trastero de Ina. Equipaje que no contenía sólo ropa, sino agendas electrónicas y discos, pequeños fragmentos de memoria digital y comprometedoras ampollas de líquido claro.

Volví al interior. Dentro, pasé el pestillo de la puerta. Caminaba descalzo y alerta, atento a los sonidos de los policías. Puede que estuvieran rodeando el edificio o que lo intentaran de nuevo con la puerta principal. La fiebre regresaba con rapidez, sin embargo, y oía muchas cosas, de las cuales sólo unas pocas era probable que fueran ruidos reales.

De vuelta a la habitación oculta de Ina la luz seguía apagada. Me guié por el tacto y la luz de la luna. Abrí una de las dos maletas rígidas y metí un fajo de páginas manuscritas, la cerré, la aseguré, la levanté y me tambaleé. Entonces cogí la segunda maleta como lastre de estribor y descubrí que apenas podía caminar.

Casi tropecé con un pequeño objeto de plástico que reconocía como el busca de Ina. Me paré, deposité el equipaje en el suelo, cogí el busca y me lo metí en el bolsillo de mi camisa. Entonces respiré profundamente un par de veces y volví a levantar las maletas; misteriosamente, parecía que se habían vuelto aún más pesadas. Intenté decirme a mí mismo: «Puedes hacerlo», pero las palabras eran banales y poco convincentes y me resonaron en la cabeza como si mi cráneo se hubiera expandido hasta tener el tamaño de una catedral.

Oí ruidos procedentes de la puerta trasera, la que Ina mantenía cerrada con un candado exterior: chasquidos metálicos y el gemido del pestillo, posiblemente una palanca insertada entre los cierres de la cerradura y tiraban. Pronto, inevitablemente, la cerradura cedería y los hombres del coche entrarían en la clínica.

Me tambaleé hasta la tercera puerta, la puerta de En, descorrí el pestillo y la abrí con la esperanza ciega de que no hubiera nadie fuera. No había nadie. Ambos intrusos (si sólo había dos de ellos) estaban en la parte de atrás. Susurraban entre sí mientras intentaban forzar la cerradura, sus voces eran débilmente audibles por encima de los coros de ranas y el ruido del viento.

No estaba seguro de poder llegar al escondite del campo de arroz sin que me vieran. Peor aún, no estaba seguro de poder llegar sin caerme.

Pero entonces me llegó un estrépito persuasivo cuando el candado se separó de la puerta. El pistoletazo de salida, pensé. Puedes hacerlo, pensé. Recogí mi equipaje y me tambaleé descalzo en la noche estrellada.

—¿Has visto esto?

Hospitalidad

Molly Seagram hizo un gesto con la mano en dirección a la revista que había sobre el mostrador de la recepción cuando entré en la enfermería de Perihelio. Su expresión decía: «Malas vibraciones, malos presagios». Era un ejemplar de una revista mensual de noticias, y la imagen de Jason ocupaba la portada. Titular: LA PERSONALIDAD PRIVADA DETRÁS DE LA CARA PÚBLICA DEL PROYECTO PERIHELIO.

—Asumo que no son buenas noticias.