Hizo un gesto poco comprometido.
—No es exactamente halagador. Cógelo. Léelo. Podemos hablar en la cena. —Le había prometido llevarla a cenar—. Oh, y la señora Tuckman está preparada y esperando en la cuadra número tres.
Le había pedido que no llamara cuadras a las salas de consulta, pero no merecía la pena discutir. Deslicé la revista en mi bandeja de correo. Era una lenta y lluviosa mañana de abril y la señora Tuckman era mi único paciente previsto antes del almuerzo.
Era la esposa de un ingeniero del complejo y había venido a verme tres veces en el último mes, quejándose de ansiedad y fatiga. La fuente de su problema no era difícil de adivinar. Habían pasado dos años desde que Marte quedó envuelto, y los rumores de despidos abundaban en Perihelio. La situación financiera de su esposo era incierta y sus propios intentos por encontrar trabajo habían acabado en nada. Tragaba trankimazines a una velocidad alarmante y quería más, inmediatamente.
—Quizá deberíamos considerar una medicación diferente —dije.
—No quiero un antidepresivo, si es a eso a lo que se refiere.
Era una mujer menuda, tenía el rostro, que era agradable en otras ocasiones, contraído en una feroz mueca. Su mirada recorrió la consulta y se posó un tiempo en la ventana mojada por la lluvia que daba al jardín sur.
—En serio. Estuve seis meses con Paraloft y no paraba de tener que ir corriendo al baño.
—Eso ¿cuándo fue?
—Antes de que viniera usted. El doctor Koenig me lo recetó. Por supuesto, las cosas eran diferentes en aquel entonces. Apenas si veía a Cari de lo ocupado que estaba. Pasaba muchas noches sola. Pero al menos parecía un empleo firme y seguro, algo que duraría, supongo que debería haber dado gracias por mi suerte. ¿Eso no figura en mi, eh, expediente o como se llame?
Su historial estaba abierto en el escritorio que tenía delante. Las notas del doctor Koenig a menudo eran difíciles de descifrar, aunque, amablemente, había usado un bolígrafo rojo para señalar las cosas de importancia vitaclass="underline" alergias, condiciones crónicas. Las entradas en el expediente de la señora Tuckman eran primorosas, lacónicas y poco explicativas. Aquí estaba la nota sobre el Paraloft, tratamiento suspendido a petición del paciente (fecha indescifrable), «paciente continúa quejándose de nerviosismo, miedo al futuro». ¿No teníamos todos miedo al futuro?
—Y ahora no podemos contar ni con el trabajo de Cari. Mi corazón me latía tanto, quiero decir, tan rápido, la pasada noche. Inusualmente rápido. Pensé que podía ser… ya sabe.
—¿Qué?
—Ya sabe. SDCV.
SDCV. Síndrome de desgaste cardiovascular. Había salido en las noticias en los últimos meses. Había matado a miles de personas en Egipto y Sudán, y se habían dado casos en Grecia, España y el sur de los EE. UU. Era una infección bacteriana de desarrollo lento, que en un país tropical del tercer mundo podría ser un problema potencial, pero tratable con fármacos modernos. La señora Tuckman no tenía nada que temer del SDCV y así se lo dije.
—La gente dice que es cosa de ellos.
—¿El qué es de quiénes, señora Tuckman?
—La enfermedad. Los Hipotéticos. Es cosa de ellos.
—Todo lo que he leído sugiere que el SDCV pasó a los humanos desde el ganado. —Seguía siendo una enfermedad que afectaba principalmente a los ungulados y que diezmaba con regularidad a los rebaños del norte de África.
—Ganado. Ja. Pero claro, eso no se lo contarían, ¿verdad? Quiero decir, no lo dirían en las noticias.
—El SDCV es una enfermedad grave. Si la tuviera a estas alturas estaría hospitalizada. Su pulso es normal y su electro está bien.
No parecía convencida. Al final le receté un ansiolítico alternativo, básicamente lo mismo que el trankimazin con una cadena molecular lateral diferente, con la esperanza de que el nuevo nombre comercial, si no el fármaco en cuestión, tuvieran algún efecto útil. La señora Tuckman salió de mi consulta algo más contenta, agarrando la receta en su mano como si fuera un pergamino sagrado.
Me sentí inútil y algo fraudulento.
Pero el estado de la señora Tuckman estaba lejos de ser único. El mundo entero bullía de ansiedad. Lo que una vez pareció nuestra mejor apuesta por un futuro, la terraformación y colonización de Marte, había terminado en impotencia e incertidumbre, lo que no nos dejaba más futuro que el Spin. La economía global había empezado a oscilar, los consumidores y las naciones acumulaban deudas que esperaban no tener que pagar jamás, mientras los acreedores acumulaban fondos y las tasas de interés escalaban nuevas cimas. La religiosidad extrema y la criminalidad brutal habían aumentado a la par, en casa y en el resto del mundo. Los efectos eran especialmente devastadores en las naciones del tercer mundo, donde la hiperinflación y las hambrunas recurrentes ayudaban a revivir movimientos militantes marxistas e islamistas.
La tangente psicológica no era difícil de entender. Ni la violencia. Muchísima gente guardaba rencores, pero sólo aquellos que habían perdido la fe en el futuro era probable que aparecieran en el trabajo con un arma automática y una lista de objetivos. Los Hipotéticos, fuera queriendo o no, habían incubado exactamente ese tipo de desesperación terminal. Los descontentos suicidas eran legión, y sus enemigos incluían a todos y cada uno de los norteamericanos, británicos, canadienses, daneses, etcétera; o, por el contrario, a todos los musulmanes, gentes de piel oscura, los que no hablaban inglés, inmigrantes; todos los católicos, fundamentalistas, ateos; todos los liberales, todos los conservadores… Para esa gente el acto culmen de claridad moral era un linchamiento o un atentado suicida, una fatwa o un exterminio en masa. Y estaban en auge, ascendiendo como estrellas negras sobre un paisaje terminal.
Vivíamos en tiempos peligrosos. La señora Tuckman lo sabía, y todas las benzodiacepinas del mundo no la convencerían de lo contrario.
Durante el almuerzo me aseguré una mesa en la parte de atrás de la cafetería de empleados, donde bebí un café a sorbos haciéndolo durar lo más posible, contemplé la lluvia que caía sobre el aparcamiento y hojeé la revista que Molly me había dado.
Si hay una ciencia de la Spinología, comenzaba el artículo, Jason Lawton sería su Newton, su Einstein, su Stephen Hawking.
Que era exactamente lo que E. D. siempre había pretendido que la prensa dijera de su hijo y lo que Jase siempre temió oír.
Desde las inspecciones radiológicas a los estudios de permeabilidad, desde la ciencia pura al debate filosófico, apenas hay un área del Spin que sus ideas no hayan tocado y transformado. Sus artículos publicados son abundantes y citados con frecuencia. Su asistencia convierte somnolientas conferencias académicas en acontecimientos mediáticos. Como director en funciones de la Fundación Perihelio ha ejercido una poderosa influencia en la política aeroespacial norteamericana y global en la era del Spin.
Pero entre todos sus logros reales, y la promoción exagerada, que rodea a Jason Lawton, es fácil olvidar que Perihelio fue fundado por su padre, Edward Dean (E. D.) Lawton, que sigue teniendo un puesto prominente en el comité rector y en el gabinete presidencial. Y algunos dirían que la imagen pública del hijo también es creación del Lawton de mayor edad, más misterioso, igualmente influyente y cuya imagen es mucho menos pública.
El artículo proseguía relatando con detalle la carrera de E. D. desde sus inicios: el enorme éxito de sus telecomunicaciones mediante aeróstatos después del Spin, su adopción virtual por tres administraciones sucesivas, la creación de la Fundación Perihelio.
Originalmente se concibió como un comité de expertos y grupo de presión de la industria aeroespacial, pero Perihelio al final se reinventó como una agencia del gobierno federal, diseñando misiones espaciales relacionadas con el Spin y coordinando el trabajo de docenas de universidades, institutos de investigación y centros de la NASA. De hecho, el declive de la «vieja NASA» fue debido al auge de Perihelio. Hace una década la relación fue formalizada y un Perihelio sutilmente reorganizado fue adjuntado a la NASA como órgano asesor. En realidad, según dicen fuentes internas, fue Perihelio el que se anexionó a la NASA. Y mientras el joven prodigio llamado Jason Lawton encandilaba a la prensa, su padre continuó tirando de los hilos.