Выбрать главу

Antes de llegar a la escalera, que ahora estaba fuertemente vigilada, ya había recogido por el camino una escolta de guardias armados con pases de máxima seguridad que me llevaron a una sala de conferencias del piso de arriba. No era un saludo casual, obviamente. Esto eran asuntos muy privados de Perihelio de los que no debería ser partícipe. Una vez más, aparentemente, Jason había decidido compartir sus secretos. Un privilegio que nunca dejaba de acarrear sus propios problemas. Inspiré profundamente y empujé la puerta.

La habitación contenía una mesa de caoba, media docena de sillas lujosas y dos hombres además de mí.

Uno de los hombres era Jason.

El segundo hombre podía haber sido confundido con un niño. Un niño horriblemente quemado que necesitaba desesperadamente un implante de pieclass="underline" ésa fue mi primera impresión. Este individuo, de apenas metro y medio de alto, estaba de pie en una esquina de la habitación. Llevaba unos vaqueros azules y una simple camiseta blanca de algodón. Era ancho de hombros, los ojos abiertos de par en par e inyectados en sangre, y sus brazos parecían un poco demasiado grandes para su torso comprimido.

Pero lo que más llamaba la atención de su persona era la piel. Su piel no tenía brillo, era de un negro ceniza y carecía de pelo por completo. No estaba arrugado en el sentido convencional de la palabra; la piel no le colgaba, como la de un sabueso, pero tenía una textura profunda, estriada como la corteza de algunos melones.

El hombrecillo se acercó a mí y me tendió la mano. Una mano pequeña y arrugada al extremo de un largo brazo arrugado. Le di la mía, con vacilación. Dedos de momia, pensé. Pero carnosos, plenos, como las hojas de una planta del desierto, era como agarrar un puñado de aloe vera y sentir que te agarraba a su vez. La criatura sonrió.

—Éste es Wun —dijo Jason.

—¿Un qué?

Wun se rio. Tenía los dientes grandes, romos e inmaculados.

—¡Nunca me canso de esa broma estupenda!

Su nombre completo era Wun Ngo Wen, y venía de Marte.

El hombre de Marte.

Era una descripción engañosa. Los marcianos tienen una larga tradición literaria, desde Wells a Heinlein. Pero en realidad, por supuesto, Marte era un planeta muerto. Hasta que nosotros lo arreglamos. Hasta que alumbramos a nuestros propios marcianos.

Y ahí, aparentemente, tenía un espécimen vivo, humano en un 99,9 por ciento, si bien de diseño algo extraño. Una persona marciana, milenario descendiente, gracias al tiempo comprimido del Spin, de los colonos que enviamos hacía sólo dos años. Hablaba un inglés de entonación meticulosa. Su acento sonaba mitad a Oxford y mitad a Nueva Delhi. Se paseó por la habitación. Cogió una botella de agua de manantial de la mesa, desenroscó el tapón y bebió largamente. Se limpió la boca con el antebrazo. Gotitas de agua perlaron su carne corrugada.

Me senté e intenté no quedarme mirando de manera impertinente mientras Jase me lo explicaba.

Aquí está lo que me contó, un poco simplificado y rellenado con detalles que descubriría más tarde.

El marciano había abandonado el planeta poco antes de que la membrana del Spin le fuera impuesta.

Wun Ngo Wen era historiador y lingüista, y relativamente joven para los estándares marcianos: cincuenta y cinco años terrestres y físicamente en forma. Era un académico de oficio, que en aquel momento estaba sin trabajo pendiente del destino que le asignarían; donaba su labor a las cooperativas agrícolas, y se encontraba pasando un flamestre en el delta del río Kirioloj, en lo que nosotros llamábamos Argyre Planitia (Epu Baryal) cuando le llegó la convocatoria al servicio.

Como miles de otros hombres y mujeres de su edad y clase, Wun había enviado sus credenciales a los comités que estaban diseñando y coordinando un viaje espacial a la Tierra, sin tener ninguna esperanza real de ser seleccionado. De hecho, era relativamente tímido por naturaleza y nunca se había aventurado demasiado lejos de su propia prefectura, excepto por viajes de estudios y reuniones familiares. Se sintió profundamente consternado cuando su nombre fue elegido, y si no hubiera entrado recientemente en la Cuarta Edad, hubiera rechazado la petición. ¿Seguramente habría alguien más capacitado que él para esa tarea? Pues no, aparentemente no; sus talentos e historial eran excepcionalmente adecuados para la tarea, y las autoridades insistían; así que puso en paz sus asuntos (que no eran muchos) y subió a un tren hacia el complejo de lanzamiento de Basalto Seco (en nuestros mapas, Tharsis), donde recibió entrenamiento para representar a las Cinco Repúblicas en una misión diplomática a la Tierra.

La tecnología marciana sólo había abrazado recientemente la idea del viaje espacial tripulado. En el pasado, a los concejos gubernamentales les había parecido una aventura extremadamente desaconsejable, que podía atraer la atención de los Hipotéticos, un malgasto de recursos que requería actos de manufactura a gran escala que verterían volátiles no presupuestados en una biosfera meticulosamente administrada y enormemente vulnerable. Los marcianos eran conservadores por naturaleza, acaparadores por instinto. Sus tecnologías biológica y a pequeña escala eran antiguas y sofisticadas, pero su base industrial era escasa y ya había sido sometida a un esfuerzo considerable por la exploración no tripulada de las diminutas e inútiles lunas del planeta.

Pero habían observado y especulado sobre la Tierra amortajada por el Spin durante siglos. Sabían que el planeta oscuro era la cuna de la humanidad, y habían aprendido mediante observación con telescopios y los datos que llegaron con un arca PEN tardía que la membrana que la rodeaba era penetrable. Entendían la naturaleza temporal del Spin, aunque no los mecanismos que la habían producido. Un viaje de Marte a la Tierra, según razonaron, si bien físicamente posible, sería difícil y poco práctico. La Tierra, después de todo, estaba estática; un explorador que penetrara en la oscuridad terrestre se quedaría atrapado allí durante milenios, aunque, según su propia percepción del tiempo, pusiera rumbo a casa al día siguiente.

Pero los vigilantes astrónomos habían descubierto estructuras cúbicas que se construían a sí mismas a cientos de kilómetros sobre los polos marcianos. Artefactos Hipotéticos, casi idénticos a los que estaban asociados a la Tierra. Tras cien mil años de soledad imperturbada, Marte finalmente había atraído la atención de las criaturas omnipotentes y carentes de rostro con las que compartía el sistema solar. La conclusión era ineludible: Marte pronto quedaría bajo su propia membrana de Spin. Poderosas facciones acordaron una consulta con la amortajada Tierra. Se hizo acopio de escasos recursos. Se diseñó y se construyó un vehículo espacial. Y Wun Ngo Wen, lingüista y académico profundamente familiarizado con los fragmentos que todavía quedaban de historia terrestre y sus lenguajes, fue reclutado para el viaje… para su consternación.

Wun Ngo Wen hizo las paces con la probabilidad de su propia muerte incluso mientras preparaba su cuerpo para el confinamiento y la debilitación de un largo viaje espacial y los rigores de un entorno terrestre de alta gravedad. Wun había perdido a la mayor parte de su familia cercana en la inundación del Kirioloj que había tenido lugar tres años antes, una de las razones por las que se había presentado voluntario para el viaje, y una de las razones por las que había sido aceptado. Para Wun, el riesgo de muerte era una carga menos pesada de lo que hubiera sido para la mayoría de sus pares. Sin embargo, la muerte no era algo que buscara; esperaba evitarla por completo. Se entrenó vigorosamente. Aprendió las idiosincrasias y complejas peculiaridades de su vehículo. Y si los Hipotéticos abrazaban Marte, y no es que deseara tal cosa, significaría que tendría una oportunidad de regresar, no a un planeta vuelto ajeno por millones de años, sino a su propio hogar, preservado con todos sus recuerdos y pérdidas contra la erosión del tiempo.