Aunque, por supuesto, no había previsto ningún viaje de regreso. El vehículo de Wun era sólo de ida. Si alguna vez volvía a Marte sería por la generosidad de los terrestres, que muy generosos tendrían que ser, pensó Wun, para darle un billete de vuelta a casa.
Y así Wun Ngo Wen había saboreado lo que probablemente sería su última mirada a Marte (las planicies recorridas por barrancos creados por la erosión de vientos de Basalto Seco, Odos on Epu-Epia) antes de que lo colocaran en la cámara de vuelo del primitivo cohete multietapa de hierro y cerámica que lo llevó al espacio.
Pasó gran parte del viaje subsiguiente en un estado de letargo metabólico inducido por drogas, pero aun así fue una amarga y debilitadora prueba de resistencia. La membrana del Spin marciano ocupó su puesto mientras él todavía estaba en tránsito, y durante el resto del vuelo Wun quedó aislado, cercenado de ambos mundos por la discontinuidad temporal, el que tenía delante y el que quedaba atrás. Por temible que fuera el Spin, pensó, ¿sería en algo diferente a este silencio sedado, su custodia meditabunda de una máquina diminuta que caía interminablemente por un vacío inhumano?
Sus horas de verdadera consciencia llegaban y se retiraban como mareas. Se refugió en las ensoñaciones y en el sueño forzado.
Su vehículo, que aunque primitivo en muchos aspectos estaba equipado con sistemas de navegación y guía sutiles y semiinteligentes, gastó la mayor parte de sus reservas de combustible frenando en una órbita alta alrededor de la Tierra. El planeta que tenía debajo era una nada negra, su luna un enorme disco giratorio. Las sondas microscópicas del vehículo de Wun tomaron muestras de los confines de la atmósfera, generando telemetría con un viraje al rojo cada vez mayor antes de desaparecer en el Spin, información suficiente para calcular un ángulo de entrada. Su vehículo espacial estaba equipado con una formación de superficies de vuelo, frenos aerodinámicos y paracaídas desplegables, y con suerte le llevaría a través de la turbulenta atmósfera del planeta hasta la superficie sin cocerlo ni aplastarlo. Pero mucho dependía de la suerte. Demasiado, en opinión de Wun. Se sumergió en una cuba de gel protector e inició el descenso final, completamente preparado para morir.
Despertó para encontrar que su vehículo sólo ligeramente chamuscado descansaba en un campo de nabicoles en Manitoba del sur, rodeado por unos hombres curiosamente pálidos y de piel lisa, algunos de los cuales llevaban lo que reconoció como equipos de aislamiento biológico. Wun Ngo Wen emergió de su nave espacial, con el corazón martilleándole, los músculos pesados como plomo y doloridos en esa terrible gravedad, pulmones agredidos por el aire demasiado denso y aislante, y rápidamente fue puesto bajo custodia.
Pasó el mes siguiente en una burbuja plástica en una habitación en el Centro de Control de Epizootias del Departamento de Agricultura en Plum Island, cerca de la costa de Long Island en nueva York. Durante ese tiempo aprendió a hablar un lenguaje que sólo había conocido por antiguos registros escritos, enseñando a sus labios y lengua a acomodarse a las ricas modalidades de sus vocales, refinando su vocabulario mientras se esforzaba por explicarse ante unos desconocidos sombríos o intimidantes. Ese fue un período difícil. Los terrícolas eran criaturas pálidas y larguiruchas que no se parecían en nada a lo que había imaginado mientras descifraba antiguos documentos. Muchos eran pálidos como fantasmas, recordándole las historias sobre la Polilla de Ascuas que lo habían aterrorizado cuando era niño: casi esperaba que se alzara al lado de su cama como Huid de Phraya, exigiendo un brazo o una pierna como tributo. Sus sueños eran inquietos y desagradables.
Seguía, afortunadamente, en posesión de sus habilidades como lingüista, y no pasó mucho antes de que le presentaran a hombres y mujeres de poder y posición que resultaron ser mucho más hospitalarios que sus captores iniciales. Wun Ngo Wen cultivó esas amistades útiles, esforzándose por dominar los protocolos sociales de una cultura antigua y confusa y esperando el momento apropiado en el que comunicar la propuesta que había transportado a tal coste, tanto personal como público, entre ambos mundos humanos.
—Jason —dije cuando llegó aproximadamente a este mismo punto de la narrativa —. Para. Por favor. Se detuvo.
—¿Tienes alguna pregunta, Tyler?
—Ninguna pregunta. Sólo que… es mucho que absorber. —Pero ¿lo entiendes? ¿Me sigues? Porque voy a tener que contar esta historia más de una vez. Quiero que me salga fluida. ¿Me sale?
—Fluye bien. ¿Contársela a quién?
—A todo el mundo. A los medios de comunicación. Vamos a hacerla pública.
—No quiero seguir siendo un secreto —dijo Wun Ngo Wen—. No vine aquí a esconderme. Tengo cosas que decir. —Volvió a destapar su botella de agua—. ¿Te gustaría algo de esto, Tyler Dupree? Tienes aspecto de necesitar beber.
Tomé la botella de sus dedos regordetes y arrugados y di un gran trago.
—Bueno —dije— ¿nos convierte esto en hermanos de agua?
Wun Ngo Wen parecía perplejo. Jason soltó una enorme carcajada.
Cinco fotografías del delta del Kirioloj
Es difícil capturar la brutal locura de los tiempos.
Algunos días casi parecía liberadora. Más allá de nuestra trivial ilusión del cielo, el sol seguía expandiéndose, las estrellas se quemaban o nacían, un planeta muerto había sido imbuido de vida y había evolucionado una civilización que rivalizaba o superaba a la nuestra. Más cerca de casa, los gobiernos eran depuestos y reemplazados, y sus reemplazos derrocados; las religiones, filosofías e ideologías se metamorfoseaban y se fundían y engendraban retoños mutantes. El viejo y ordenado mundo empezaba a derrumbarse. Nada crecía en las ruinas. Cogíamos el amor cuando estaba verde y saboreábamos su acidez: Molly Seagram me amaba, suponía, principalmente porque yo estaba disponible. ¿Y por qué no? El verano se acababa y la cosecha parecía incierta.
El largo tiempo difunto movimiento del Nuevo Reino había empezado a parecer al mismo tiempo presciente y completamente mojigato; su tímida rebelión contra el antiguo consenso eclesiástico era una sombra de nuevas devociones mucho más extremas. Aparecían cultos dionisíacos como setas en todas partes del mundo occidental, despojados de la piedad y la hipocresía del viejo NR: clubs de sexo con banderas o símbolos sagrados. No desdeñaban los celos humanos, sino que los abrazaban o incluso se deleitaban en ellos: los amantes despechados preferían las pistolas del 45 a corta distancia, una rosa roja sobre el cuerpo de la víctima. Era la tribulación reconfigurada como drama isabelino.
Simon Townsed, si hubiera nacido una década después, podría haberse tropezado con una de esas ramas de espiritualidad a lo Quentin Tarantino. Pero el fracaso del NR lo había dejado desilusionado y anhelando algo más simple. Diane me seguía llamando de vez en cuando, una vez al mes o así, cuando los auspicios eran favorables y Simon no estaba en casa, para ponerme al día de su situación o simplemente recordar los viejos tiempos, avivando los recuerdos como si fueran rescoldos para calentarse al calor de ese fuego. No había mucho calor en casa, aparentemente, aunque su situación financiera había mejorado un poco. Simon se ocupaba del mantenimiento a tiempo completo del Tabernáculo del Jordán, su pequeña iglesia independiente; Diane hacía trabajos administrativos temporales de vez en cuando que a menudo la dejaban sin nada que hacer en su apartamento o escabullándose a la biblioteca local para leer libros que Simon desaprobaba: novela contemporánea, acontecimientos actuales. El Tabernáculo del Jordán, dijo ella, era una iglesia del «desapego al siglo»; a los parroquianos se les animaba a apagar la tele y evitar los libros, los periódicos y otros productos culturales efímeros. O se arriesgaban a enfrentarse al Éxtasis en una condición impura.