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Molly y yo fuimos a dar un paseo por la playa ese fin de semana.

Era un sábado sin nubes de finales de octubre. Habíamos recorrido medio kilómetro de arena cubierta de colillas antes de que el día se volviera incómodamente bochornoso y el sol se volviera insistente, el océano devolvía la luz en puntos deslumbrantes, como si hubiese bancos de diamantes nadando cerca de la costa. Molly llevaba pantalones cortos, sandalias, una camiseta blanca de algodón que se le había empezado a pegar al cuerpo de forma insinuante y una gorra con visera, bajada para protegerse los ojos de la luz.

—Es algo que nunca comprendí—dijo, pasándose la muñeca por la frente para secarse el sudor y volviéndose para contemplar sus propias huellas sobre la arena.

—¿El qué, Moll?

—El sol. Quiero decir la luz del sol. Esta luz. Es falsa, todo el mundo lo dice, pero por Dios, el calor; el calor es real.

—El sol no es exactamente falso. El sol que vemos no es el sol de verdad, pero esta luz pudo originarse allí. Los Hipotéticos lo administran, disminuyen las longitudes de onda y filtran…

—Lo sé, pero quiero decir la forma en que atraviesa el cielo. Amanecer, ocaso. Si sólo es una proyección, ¿cómo es que tiene el mismo aspecto desde Canadá y Sudamérica? ¿Si la barrera del Spin sólo está a unos cuantos cientos de kilómetros hacia arriba?

Le dije lo que Jason me había contado una vez: el falso sol no era una ilusión proyectada sobre una pantalla, era una réplica de la luz del sol pasando a través de la barrera desde una fuente a ciento cincuenta millones de kilómetros de distancia, como un programa de creación de imágenes por raytracing funcionando a una escala colosal.

—Pues es un truco de ilusionista puñeteramente complicado.

—Si lo hubieran hecho de otra forma, hubiéramos muerto todos hace años. La ecología planetaria necesita un día de veinticuatro horas. —Ya habíamos perdido un cierto número de especies que dependían de la luz lunar para alimentarse o procrear.

—Pero es una mentira.

—Si quieres llamarlo así.

—Una mentira, lo que lo llamo es una mentira. Aquí estoy, con la luz de una mentira en mi cara. Una mentira que puede darte cáncer de piel. Pero sigo sin comprenderlo. Y supongo que no lo haremos hasta que entendamos a los Hipotéticos. Si es que lo hacemos. Cosa que dudo.

No comprendes una mentira, dijo Molly mientras caminábamos en paralelo a una vieja pasarela de madera blanqueada por la sal, hasta que no entiendes la motivación que hay detrás de ella. Dijo eso mientras me dedicaba miradas de soslayo, ojos en la sombra de su visera, enviándome mensajes que no podía descifrar.

Pasamos el resto de la tarde en mi casa con aire acondicionado, leyendo y escuchando música, Pero Moll estaba inquieta y yo todavía no había perdonado lo de su incursión en mi ordenador, otro evento indescifrable. Amaba a Molly. O al menos me decía a mí mismo que la amaba. O, si lo que sentía por ella no era amor, al menos era una imitación plausible, un sustituto convincente.

Lo que me preocupaba era que seguía siendo profundamente impredecible, tan tocada por el Spin como el resto de nosotros. No podía comprarle regalos: había cosas que ella quería, pero a menos que las hubiera admirado en voz alta en el escaparate de una tienda no tenía ni idea de qué cosas eran. Mantenía sus necesidades más profundas profundamente a oscuras. Quizá, como la mayoría de la gente furtiva, asumía que yo tenía mis propios secretos.

Acabábamos de cenar y empecé a limpiar cuando sonó el teléfono. Molly lo cogió mientras yo me secaba las manos.

—Aja —dijo—. No, está aquí. Un momento. —Puso una mano sobre el auricular y me dijo—: Es Jason. ¿Quieres hablar con él? Parece bastante raro.

—Por supuesto que hablaré con él.

Cogí el auricular y esperé. Molly me dedicó una larga mirada, luego hizo una mueca y salió de la cocina. Privacidad.

—¿Jase?

—Te necesito aquí, Tyler. —Su tono era tenso, ahogado—. Ahora.

—¿Tienes un problema?

—Sí. Tengo un puñetero problema. Y necesito que vengas a arreglarlo.

—¿Es tan urgente?

—¿Te llamaría si no lo fuera?

—¿Dónde estás?

—En casa.

—Vale, escucha, me tomará algún tiempo si el tráfico está mal…

—Tú ven aquí —dijo.

Así que le conté a Molly que tenía algo de trabajo urgente que poner al día. Me sonrió, o quizá me hizo una mueca de desdén y dijo:

—¿Qué trabajo es ése? ¿Alguien faltó a una cita? ¿Un parto? ¿Qué?

—Soy un médico, Moll. Confidencialidad profesional.

—Ser un médico no significa que seas el perrillo faldero de Jason Lawton. No tienes que ir a buscar el palo cada vez que él tira uno.

—Lamento el tener que cortar la velada. ¿Quieres que te deje en algún lado o…?

—No —dijo ella—. Me quedaré aquí hasta que vuelvas. —Se me quedó mirando, beligerante, desafiante, casi queriendo que pusiera objeciones.

Pero no podía discutir. Eso significaría que no confiaba en ella. Y confiaba en ella. Casi por completo.

No estoy seguro de cuánto tardaré.

—No importa. Me acostaré en el sofá y veré la caja tonta. Si te parece bien.

—Siempre que no te aburras.

—Te prometo que no me aburriré.

El apartamento apenas amueblado de Jason quedaba a treinta kilómetros por la autopista, y de camino tuve que desviarme alrededor de la escena de un crimen, un fallido asalto de carretera que había dejado un coche lleno de canadienses muertos. Jase me abrió el portero para dejarme pasar a su edificio y cuando toqué a su puerta, gritó desde dentro.

—Está abierto.

La habitación de la entrada seguía tan desnuda como siempre, un desierto de parqué en el que Jase había instalado su campamento de beduino. Estaba tirado sobre el sofá. La lámpara arrojaba sobre él una luz severa y poco halagüeña. Estaba pálido y su frente relucía de sudor. Le brillaban los ojos.

—Creí que no vendrías —dijo—. Pensé que tu novia paleta a lo mejor no te dejaba salir de casa.

Le conté lo del desvío policial. Y luego le dije:

—Hazme un favor. No hables de Molly de esa manera.

—¿Que por favor no me refiera a ella como una paleta de Idaho con la educación de haber sido criada en una caravana? Claro, cualquier cosa por complacerte.

—¿Qué coño te pasa?

—Interesante pregunta. Muchas respuestas posibles. Mira.

Se levantó.

Fue un proceso lamentable, débil y espasmódico. Jase seguía siendo alto, seguía siendo esbelto, pero la gracilidad que una vez había parecido en él tan natural lo había abandonado. Sus brazos oscilaban. Sus piernas, cuando consiguió enderezarse, temblaban bajo él como zancos articulados. Parpadeaba compulsivamente.

—Esto es lo que me pasa —dijo. Entonces la rabia llegó con otro movimiento convulsivo, su estado emocional tan volátil como sus miembros—. ¡Mírame! ¡Co- coño, Tyler, mírame!

—Siéntate, Jase. Deja que te examine. —Había traído mi equipo médico. Le arremangué el brazo y le puse la banda de un medidor de presión alrededor de su brazo flacucho. Podía sentir el músculo contrayéndose bajo la banda, apenas controlado.

Su tensión era alta y su pulso rápido.

—¿Has estado tomando tus anticonvulsivos?

—Por supuesto que he estado tomando los putos anticonvulsivos.

—¿Según la dosis establecida? ¿Nada de dosis extra? Porque si tomas demasiados, Jase, te estarás haciendo más mal que bien.

Jason suspiró con impaciencia. Entonces hizo algo sorprendente. Alzó la mano hasta ponerla detrás de mi cabeza y me agarró del pelo, tirando hacia abajo hasta que mi cara quedó cerca de la suya. Las palabras salieron de su boca, un río embravecido de palabras.