—Supongo que algunos de ellos son un poco santurrones…
—Distantes —dijo—. Sabios. Aparentemente frágiles. En realidad muy poderosos. Primigenios. Pero para nosotros, Tyler, vosotros sois los Primigenios. La especie más vieja, el antiguo planeta. Hubiera creído que la ironía era imposible de pasar por alto.
Reflexioné sobre la idea.
—Incluso en las novelas de H. G. Wells…
—Sus marcianos apenas si se ven. Son malvados de una manera abstracta e indiferente. Ni sabios ni inteligentes. Pero los demonios y los ángeles son hermanos, si entiendo correctamente el folclore.
—Pero las historias más contemporáneas…
—Eran profundamente interesantes, y al menos los protagonistas eran humanos. Pero el verdadero placer de esas historias yace en los paisajes, ¿no estás de acuerdo? E incluso así, son paisajes transformadores. Un destino detrás de cada duna.
—Y por supuesto Bradbury…
—Su Marte no es Marte, más bien me hace pensar en Ohio.
—Entiendo lo que dices. Sólo sois personas. Marte no es el cielo. De acuerdo, pero eso no significa que Lomax no intente usarte para sus fines políticos.
—Y lo que yo quiero decirte es que soy plenamente consciente de esa posibilidad. Certidumbre, sería más correcto. Obviamente seré usado en busca de ventaja política, pero ése es el poder que tengo: entregar o retirar mi aprobación. Cooperar o ser tozudo. El poder de decir la palabra adecuada. —Volvió a sonreír. Sus dientes eran uniformemente perfectos, de un blanco radiante—. O no.
—¿Y qué quieres sacar de todo esto?
Me mostró sus palmas, un gesto tanto marciano como terrestre.
—Nada. Soy un santo marciano. Pero sería gratificante ver que los replicadores son lanzados.
—¿Por puro afán de conocimiento?
—Lo confieso, aunque sea un motivo santurrón. Para aprender al menos algo sobre el Spin…
—¿Y desafiar a los Hipotéticos?
Volvió a parpadear.
—Espero con todas mis fuerzas que los Hipotéticos, sean quienes o lo que sean, no perciban lo que hacemos como un desafío…
—Pero si lo hacen…
—¿Y por qué deberían?
—Pero si lo hacen, entonces creerán que el desafío proviene de la Tierra, no de Marte.
Wun Ngo Wen parpadeó varias veces. Luego la sonrisa reapareció…
—Es usted sorprendentemente cínico, doctor Dupree.
—Qué poco marciano por mi parte.
—Pues sí.
—¿Y Preston Lomax cree que eres un ángel?
—Sólo él puede responder a esa pregunta. Lo último que me dijo fue… —y aquí Wun dejó su dicción de Oxford para hacer una perfecta imitación de Preston Lomax, una voz brusca y fría como una playa en invierno—: «Es un privilegio hablar con usted, embajador Wen. Dice lo que piensa sin ambages. Eso es algo muy refrescante para un veterano de Washington como yo».
La imitación era sorprendente, viniendo de alguien que sólo llevaba hablando inglés algo más de un año. Se lo dije.
—Soy un estudioso —dijo—. Llevo leyendo en inglés desde que era niño. Hablarlo es otro asunto. Pero tengo talento para los idiomas. Es una de las razones por las que estoy aquí. Tyler, ¿puedo pedirte otro favor? ¿Querrías traerme más novelas?
—Se me han acabado las historias de marcianos, me temo.
—No de marcianos. Cualquier tipo de novela. Cualquiera, cualquier cosa que consideres importante, cualquier cosa que te importe o que te haya proporcionado algo de placer.
—Debe de haber montones de profesores de literatura que estarían dispuestos a hacerte listas de lectura.
—Seguro que los hay. Pero te lo estoy pidiendo a ti.
—No soy un académico. Me gusta leer, pero mis lecturas son al azar y en su mayoría autores contemporáneos.
—Mejor todavía. Estoy solo más a menudo de lo que creerías. Mis alojamientos son cómodos pero no puedo salir sin una elaborada planificación. No puedo ir a comer fuera, no puedo ir a ver una película o unirme a un club social. Podría pedirle libros a la gente que me vigila, pero lo último que me gustaría es una obra de ficción elegida por comité. Pero un libro sincero es casi tan bueno como un amigo.
Esto era lo más parecido que había llegado Wun a quejarse de su posición en Perihelio, su posición en la Tierra. Durante sus horas de vigilia estaba más o menos contento, demasiado ocupado para ser presa de la nostalgia y todavía excitado por lo que para él era la extrañeza de un mundo alienígena. Pero por la noche, en la frontera del sueño, a veces imaginaba que caminaba a orillas de un lago marciano, contemplando aves acuáticas que levantaban el vuelo en bandadas y se arremolinaban sobre las olas, y en su mente siempre era una tarde difusa, la luz teñida por los chorros de polvo antiquísimo que seguían alzándose de los desiertos de Noachis para colorear el cielo. En ese sueño o visión estaba solo, decía, pero sabía que había otros esperando por él tras la siguiente curva de la costa rocosa. Puede que fueran amigos o desconocidos, puede incluso que fueran su familia perdida; sólo sabía que le darían la bienvenida, que lo tocarían, lo atraerían hacia ellos, lo abrazarían. Pero sólo era un sueño.
—Cuando leo —me dijo—, oigo el eco de esas voces.
Le prometí que le traería libros. Pero ahora teníamos asuntos que atender. Hubo una oleada de actividad en el cordón de seguridad apostado a la puerta de la cafetería. Uno de los tipos trajeados vino hasta nosotros y dijo.
—Preguntan por usted en la planta alta.
Wun abandonó su comida y empezó a descender de su silla. Le dije que nos veríamos luego. El trajeado se volvió hacia mí. —Usted también —dijo—. Preguntan por los dos.
Los agentes de seguridad nos introdujeron en una sala de juntas junto al despacio de Jason, donde éste y un puñado de jefes de división de Perihelio estaban enfrentándose a una delegación que incluía a E. D. Lawton y al probable nuevo presidente, Preston Lomax. Ninguno parecía contento.
Examiné a E. D. Lawton, a quien no había visto desde el funeral de mi madre. Su delgadez empezaba a parecer casi patológica, como si algo vital se hubiera escapado de él. Puños de camisa blancos y almidonados, ceño prominente y huesudo. Tenía el pelo ralo, lacio y peinado aleatoriamente. Pero sus ojos seguían siendo rápidos. Los ojos de E. D. siempre eran vivaces cuando estaba enfurecido.
Preston Lomax, por otro lado, sólo parecía impaciente. Lomax había venido a Perihelio a que lo fotografiaran con Wun (fotos que serían publicadas después del anuncio oficial de la Casa Blanca) y para una reunión sobre la estrategia de los replicadores, que planeaba respaldar. E. D. estaba allí presente por el peso de su reputación. Había hablado hasta conseguir invitarse a la gira preelectoral del vicepresidente y desde entonces no había dejado de hablar.
Durante la visita de una hora de duración a Perihelio, E. D. había cuestionado, dudado, ridiculizado o contemplado con alarma prácticamente toda declaración que las divisiones de Jason habían hecho, especialmente cuando la tropa llegó a los nuevos laboratorios de incubadoras. Pero (según Jenna Wylie, la líder del equipo de criónica, que me lo explicó más tarde) Jason había refutado cada uno de los estallidos de su padre con una réplica paciente y probablemente bien ensayada de antemano. Lo que había llevado a E. D. a nuevas cimas de indignación, cosa que a su vez lo hacía parecer, según Jenna, «como un demente rey Lear delirando sobre los pérfidos marcianos»…
La batalla todavía seguía librándose cuando Wun y yo entramos. E. D. se apoyó sobre la mesa de conferencias, diciendo:
—Y en resumen, no tiene precedentes, no ha sido probado y se sirve de una tecnología que no comprendemos ni controlamos.
Y Jason sonrió a la manera de un hombre demasiado educado para avergonzar públicamente a otro hombre de mayor edad respetado pero algo senil.