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Dije que podíamos esconder las muestras de repuesto en la casa de madera situada al otro lado del jardín, a menos que necesiten refrigeración.

—Según Wun son químicamente estables en casi cualquier condición por debajo de un ataque termonuclear. Pero una orden de registro incluiría toda la propiedad.

—No sé nada de órdenes de registro. Lo que sé es dónde están los escondrijos.

—Enséñamelos —dijo Jason.

Así que atravesamos el jardín, Jason andando, un poco inestable, detrás de mí. Era temprano por la tarde, día de elecciones, pero en el espacio alfombrado de césped entre las dos casas podría haber sido un día cualquiera de otoño, de cualquier año. En algún lugar de la pequeña arboleda un pájaro anunció su presencia, una única nota que comenzaba osadamente pero que se desvaneció como si hubiera reconsiderado la idea. Entonces llegamos a la casa de mi madre, hice girar la llave y abrimos la puerta hacia una quietud más profunda.

Habían limpiado y quitado el polvo periódicamente, pero la casa llevaba básicamente cerrada desde la muerte de mi madre. No había vuelto para ordenar sus cosas, no teníamos más familia y Carol había preferido mantener el edificio como estaba antes que cambiarlo. Pero no era intemporal. Ni mucho menos. El tiempo se había asentado allí. La habitación delantera olía a cerrado, a las esencias que destila la tapicería cuando nadie la perturba, papel amarillento, tejidos polvorientos. En invierno, según me contó Carol en otro momento, mantenían la casa lo suficientemente caldeada para evitar que las tuberías se congelaran; en verano corrían las cortinas contra el calor. Hoy hacía fresco, tanto dentro como fuera.

Jason atravesó el umbral temblando. Durante toda la mañana había andado trastabillando, que era el motivo por el que me había dejado llevar los fármacos (aparte de la cantidad que había apartado para su tratamiento), un cuarto de kilo aproximadamente de cristal y bioquímica, en un bolso de viaje de cuero forrado de gomaespuma.

—Esta es la primera vez que vengo aquí —dijo con timidez—, desde antes de que muriera. ¿Suena estúpido si digo que la echo de menos?

—No, no suena estúpido.

—Fue la primera persona que vi que era amable conmigo. Toda amabilidad en la Gran Casa entraba por la puerta de atrás con Belinda Dupree.

Le guié a través de la cocina hasta la pequeña puerta que conducía al sótano. La Pequeña Casa de la propiedad Lawton había sido construida para que tuviera el aspecto de una casa de campo de nueva Inglaterra, o la idea que alguien tenía de cómo era una casa de campo, incluyendo el sótano de piso de cemento basto de techo tan bajo que Jason tuvo que encorvarse para seguirme. El espacio era lo suficientemente grande para contener una caldera, un calentador de agua, una lavadora y una secadora. El aire era incluso más frío ahí abajo y tenía un olor húmedo y mineral.

Me agaché en el recoveco de detrás de la caldera, uno de esos polvorientos callejones sin salida que incluso los limpiadores profesionales suelen ignorar. Le expliqué a Jason que había un tablero de la pared que se había resquebrajado y que con un poco de maña se podía tirar de él para revelar el hueco sin aislamiento entre las vigas de pino y las paredes de los cimientos.

—Interesante —dijo Jason desde su posición a un metro detrás de mí y en ángulo con la caldera—. ¿Qué es lo que guardabas ahí? ¿Ejemplares viejos de Playboy?

Cuando tenía diez años había guardado determinados juguetes allí, no porque temiera que nadie me los robara, sino porque era divertido saber que estaban escondidos y que sólo yo podía encontrarlos. Más tarde guardaría cosas menos inocentes: varios intentos breves de llevar un diario, cartas a Diane nunca enviadas o siquiera terminadas, y sí, aunque no lo admitiría ante Jason, porno relativamente inocuo impreso de internet. Todos esos secretos habían desaparecido hacía tiempo.

—Deberíamos habernos traído una linterna —dijo Jase. La única bombilla del techo proyectaba una luz insignificante sobre el rincón lleno de telarañas.

—Solía haber una en la mesa de al lado de la caja de fusibles. —Y seguía habiendo una. Me retiré del hueco lo suficiente para tomar la linterna de manos de Jason. Emitió el resplandor acuoso y pálido de unas pilas moribundas, pero funcionó el tiempo necesario para encontrar el trozo de pared suelto y deslizar la bolsa al espacio que había detrás; luego puse el tablero en su sitio y puse polvo blanco de yeso sobre los contornos visibles.

Pero antes de que pudiera salir se me cayó la linterna y rodó adentrándose aún más en las sombras arácnidas de detrás de la caldera. Hice una mueca y alargué el brazo tanteando en su busca, siguiendo la luz parpadeante. Toqué el mango de la linterna. Y toqué otra cosa. Algo hueco pero sustancial. Una caja.

La acerqué tirando con los dedos.

—¿Ya has acabado ahí, Tyler?

—Un segundo —dije.

Apunté la linterna a la caja. Era una caja de zapatos con un polvoriento logo de New Balance impreso y un nombre diferente escrito en gruesos trazos de tinta negra: RECUERDOS (CARRERA).

Era la caja que había desaparecido del estante de mi madre, la que no había podido encontrar después del funeral.

—¿Algún problema? —preguntó Jason.

—No —dije.

Ya investigaría luego. Volví a empujar la caja de vuelta adonde la había encontrado y me arrastré fuera del polvoriento espacio. Me levanté y me restregué las manos.

—Creo que ya hemos acabado aquí.

—Recuerda esto por mí —dijo Jason—. En caso de que se me olvide.

Esa noche vimos los resultados de las elecciones en el enorme equipo de televisión, aunque ya algo anticuado, de los Lawton. Carol había perdido sus lentes de contacto y se sentó cerca de la pantalla, parpadeando ante ella. Había pasado la mayor parte de su vida adulta ignorando la política, «ése fue siempre el departamento de E. D.», y tuvimos que explicarle quiénes eran algunos de los participantes más importantes. Pero parecía disfrutar de la ocasión. Jason hacía bromas suaves y Carol respondía riéndose, y cuando se reía, veía en su cara algo de Diane.

Carol se cansaba rápidamente y ya se había retirado a su habitación para cuando empezaron a dar los resultados por estado. Ninguna sorpresa. Al final Lomax consiguió todo el Noroeste y la mayor parte del Medio Oeste y el Oeste. En el Sur le fue peor, pero incluso ahí el voto disidente estaba repartido entre demócratas de la vieja escuela y conservadores cristianos.

Empezamos a recoger las tazas de café para cuando el último candidato de la oposición daba su lúgubre y cortés discurso de derrota admitida.

—Así que han ganado los buenos —dije.

—Creo que de ésos no se presentaba ninguno —dijo Jason, sonriendo.

—Creía que Lomax era bueno para nosotros.

—Puede. Pero no cometas el error de creer que a Lomax le importan Perihelio o el programa replicador, excepto como forma conveniente de reducir el gasto espacial y hacerlo parecer como un gran salto adelante. El dinero federal que quede libre lo destinará al presupuesto militar. Por eso E. D. no consiguió reunir ninguna oposición real contra Lomax entre sus viejos amigotes de la industria aeroespacial. Lomax no dejará que Boeing o Lockheed-Martin pasen hambre. Sólo quiere que se dediquen a otras cosas.

—A defensa —añadí. El período de calma en los conflictos globales que había seguido a la confusión inicial tras el Spin hacía mucho que había pasado. Quizá reequipar al ejército no fuera mala idea.

—Si crees lo que dice Lomax.

—¿Tú no?

—Me temo que no puedo permitírmelo.

Con esa nota me retiré a la cama.

Por la mañana le administré la primera inyección a Jason. Jason se estiró en el sofá de los Lawton de la sala de estar, de cara a la ventana. Llevaba una camisa de algodón y parecía informalmente patricio, frágil pero en calma. Si estaba asustado no lo demostraba. Se arremangó el brazo derecho para descubrir el hueco del codo.