Cogí una jeringuilla de mi maletín, le puse una aguja estéril y la llené con uno de los viales de líquido claro que habíamos separado del resto. Wun había ensayado esto conmigo. Los protocolos de la Cuarta Edad. De ser en Marte habría una tranquila ceremonia y un entorno tranquilizador. Aquí tendríamos que apañárnoslas con la luz de noviembre y el tictac de caros relojes.
Le froté la piel con un algodón antes de la inyección.
—No tienes que mirar —dije.
—Pero quiero hacerlo —dijo él—. Muéstrame cómo se hace.
Siempre le gustó saber cómo funcionaban las cosas.
La inyección no produjo efectos inmediatos, pero hacia mediodía del día siguiente Jason tenía un grado de fiebre.
Subjetivamente, dijo, no era peor que un resfriado leve, y hacia media tarde me rogaba que cogiera mi termómetro y mi tensiómetro y… bueno que me los llevara a otra parte, en esencia.
Así que me levanté el cuello de la chaqueta contra la lluvia (una lluvia gris y tontamente persistente que había comenzado durante la noche y persistía hasta la tarde) y crucé el jardín una vez más hasta la casa de mi madre, donde rescaté recuerdos (carrera) del sótano y lo llevé a la sala de estar.
Una luz atenuada por la lluvia entraba por las ventanas. Encendí una lámpara.
Mi madre había muerto a la edad de cincuenta y siete años. Durante dieciocho años había compartido esta casa con ella. Eso fue poco más de un tercio de su vida. De los dos tercios restantes sólo había visto lo que ella quiso mostrarme. Había hablado de Bingham, su pueblo natal, de vez en cuando. Sabía, por ejemplo, que había vivido con su padre (un agente inmobiliario) y su madrastra (que trabajaba en una guardería) en una casa en lo alto de una calle empinada y poblada de árboles; que de niña había tenido una amiga llamada Monica Lee; que había un puente cubierto, un río llamado el Pequeño Wyecliffe y una iglesia presbiteriana a la que había dejado de asistir cuando tuvo dieciséis años y a la que no volvió a ver hasta el día del funeral de su padre. Pero jamás había mencionado Berkeley o qué había esperado lograr con su título o por qué se había casado con mi padre.
Una o dos veces había bajado las cajas para mostrarme sus contenidos, para que comprendiera que ella había vivido en esos años imposibles antes de que yo existiera. Ésas eran sus pruebas, las Pruebas A, B y C, tres cajas de RECUERDOS y miscelánea. En algún lado dentro de esas cajas habría fragmentos doblados de historia real y verificable: las amarronadas portadas de periódicos anunciando ataques terroristas, guerras libradas, presidentes elegidos o desacreditados. Aquí también estaban las baratijas que de niño me había gustado tener en las manos. Una deslustrada moneda de cincuenta centavos emitida el año en que nació mi padre (1951); cuatro conchas canelas y rosadas de la playa de Cobscook Bay.
Recuerdos (carrera) era la caja que menos me gustaba de niño. Contenía una chapa de la campaña de algún candidato a presidente que evidentemente no tuvo éxito, que me gustaba por sus colores brillantes, pero el resto de la caja estaba ocupado por su diploma, unas cuantas páginas arrancadas del anuario de graduación, y un fajo de pequeños sobres que jamás había querido (ni me había permitido) tocar.
Abrí uno de los sobres y escudriñé suficientemente los contenidos para saber que era: a) una carta de amor y b) en una letra que no se parecía nada a la escritura ordenada de mi padre en las misivas de la caja RECUERDOS: MARCUS.
Así que mi madre tuvo un novio en la universidad. Esas eran noticias que podrían haber incomodado a Marcus Dupree (después de todo, mi madre se casó con él una semana después de la graduación) pero que no sorprenderían a casi nadie más. Desde luego no era razón para ocultar la caja en el sótano, no cuando llevaba años a plena vista.
Pero ¿había sido mi madre quien la había ocultado? No sabía quién pudo haber estado en la casa entre el momento de su ataque y cuando llegué yo un día después. Fue Carol la que la encontró derrumbada sobre el sofá, y probablemente alguien del personal de la Gran Casa la ayudó a limpiar más tarde, y debió de haber gente de los servicios médicos para prepararla para el traslado. Pero ninguno de ellos tendría ninguna razón remotamente plausible para llevar recuerdos (carrera) al sótano y esconderlo en el oscuro hueco entre la caldera y la pared.
Y quizá no tenía importancia. No se había cometido ningún crimen, después de todo. Pudo ser el poltergeist local. Probablemente jamás lo averiguaría, y no tenía sentido darle vueltas al asunto. Todo en esa habitación, cada objeto de la casa, incluyendo esas cajas, sería recuperado, vendido o descartado tarde o temprano, lo había estado demorando, Carol lo había estado demorando, pero hacía tiempo que debió haberse hecho.
Pero hasta entonces…
Hasta entonces, puse recuerdos (carrera) en el estante de arriba del mueble de mi madre entre recuerdos (marcus) y miscelánea. Y completé la habitación vacía.
La cuestión médica más preocupante que había salido a la luz en las conversaciones con Wun Ngo Wen sobre el tratamiento de Jason había sido la interacción con otras drogas. No podía interrumpir la medicación convencional de Jason sin ocasionarle un relapso desastroso. Pero también me preocupaba combinar su régimen diario con el reestructurador bioquímico de Wun.
Wun me prometió que no habría problemas. El tratamiento de longevidad no era una «droga» en el sentido convencional. Lo que le inyectaría en las venas a Jason sería más bien un programa de ordenador biológico. Los fármacos convencionales interactuaban con las proteínas y las superficies celulares. La poción de Wun interactuaba con el ADN en sí.
Pero seguía teniendo que entrar en una célula para hacer su trabajo, y seguía teniendo que sortear la química de la sangre de Jason y su sistema inmunológico de camino a su destino, ¿no? Wun había dicho enfáticamente que nada de eso tenía importancia. El cóctel de longevidad era lo suficientemente flexible para operar en cualquier tipo de condición fisiológica aparte de la muerte.
Pero el gen de la EMA nunca había migrado al planeta rojo y los fármacos que tomaba Jason eran desconocidos allí. Y aunque Wun seguía insistiendo en que mis preocupaciones estaban injustificadas, me percataba de que rara vez sonreía cuando decía eso. Así que respaldamos las apuestas. Llevaba una semana reduciendo la medicación de Jason antes de la primera inyección. No la retiré, sólo la recorté.
La estrategia pareció funcionar. Para cuando llegamos a la Gran Casa, Jason sólo mostraba síntomas menores con una carga farmacológica menor, y empezamos su tratamiento con optimismo.
Tres días después tenía ataques de fiebre alta que no podía bajar. Y un día después ya estaba semiinconsciente gran parte del tiempo. Otro día más y su piel enrojeció y empezó a ampollársele. Esa noche empezó a gritar.
Continuó gritando pese a la morfina que le administré.
No era un grito a todo pulmón sino un gemido que periódicamente subía a un volumen mayor, la clase de sonido que esperarías de un perro enfermo, no de un ser humano. Era completamente involuntario. Cuando estaba lúcido no emitía ese sonido ni recordaba haberlo hecho, aunque le dejaba la laringe inflamada y dolorida.
Carol aguantó con valentía. Había partes de la casa donde los gritos de Jason eran casi inaudibles, las habitaciones del fondo, la cocina, y pasaba la mayor parte del tiempo allí, leyendo o escuchando la radio local. Pero la tensión a la que estaba sometida era obvia y volvió a retomar la bebida.
Quizá no debería decir «retomó». No había dejado de beber. Lo que había hecho era reducir la bebida al mínimo que le permitía funcionar, un equilibro entre los terrores muy reales de la abstinencia súbita y la tentación de la embriaguez total. Espero que no suene despectivo. Carol caminaba por una senda difícil. Había aguantado tanto gracias al amor que tenía a su hijo, por latente que estuviera ese amor durante tantos años. El sonido de su dolor era lo que la desquiciaba.