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Hacia la segunda semana del proceso Jase tenía que estar con fluidos intravenosos y yo tenía que vigilar atentamente su presión arterial en aumento. Había tenido un día relativamente bueno pese a su horrorosa apariencia, costras allí donde directamente la piel no estaba desprendida, ojos casi hundidos del todo en la carne hinchada que los rodeaba. Estaba lo suficientemente lúcido para preguntar si Wun Ngo Wen había hecho ya su primera aparición en televisión. (Todavía no. Estaba programada para la semana siguiente.) Hacia la noche había vuelto a caer en la inconsciencia, y los gemidos, que llevaban ausentes un par de días, volvieron a empezar, a todo pulmón y dolorosos de oír.

Dolorosos para Carol que apareció a la puerta del dormitorio con lágrimas en los ojos y una expresión de furia, feroz y vidriosa.

—¡Tyler —dijo—, tiene que acabar con esto!

—Hago lo que puedo. No responde a los opiáceos. Será mejor hablar de esto por la mañana.

—¿Es que no puedes oírle?

—Por supuesto que le oigo.

—¿Y para ti no significa nada? ¿Es que no significa nada ese sonido para ti? ¡Dios mío! —dijo—. Le habría ido mejor en México con cualquier curandero charlatán. ¿Tienes alguna idea de lo que realmente le has inyectado? ¡Puto charlatán! Dios mío.

Desafortunadamente, sus preguntas eran un eco de las que me hacía a mí mismo. No, no sabía qué le había inyectado, no de manera rigurosa y científica. Había creído en las promesas del hombre de Marte, pero esa defensa no podía usarla con Carol. El proceso en sí era más difícil, más agónico, de lo que me había permitido esperar. Quizá no estaba funcionando bien. Quizá no estaba funcionando para nada.

Jason emitió un lúgubre aullido que terminó con un suspiro. Carol se llevó las manos a los oídos.

—¡Está sufriendo, charlatán de mierda! ¡Mírale!

—Carol…

—¡No me hables, carnicero! ¡Voy a llamar a una ambulancia! ¡Voy a llamar a la policía!

Atravesé la habitación y la agarré de los hombros. Parecía frágil pero peligrosamente viva bajo mis manos, un animal acorralado.

—Carol, escúchame.

—¿Por qué? ¿Por qué debería escucharte?

—Porque tu hijo puso su vida en mis manos. Escucha, Carol, escucha. Voy a necesitar a alguien que me ayude. Llevo demasiados días sin dormir. Dentro de poco necesitaré a alguien que se siente a velarlo, alguien que tenga experiencia médica y que pueda tomar decisiones justificadas.

—Deberías haberte traído una enfermera.

Debería, pero no fue posible, y además no era relevante en ese momento.

—No tengo enfermera. Necesito que lo hagas tú.

Eso tardó un instante en hacer efecto. Entonces jadeó de sorpresa y retrocedió.

—¡Yo!

—Todavía tienes tu título de médico. Que yo sepa.

—Pero no he ejercido desde… ¿desde hace décadas? Décadas…

—No te pido que hagas cirugía cardíaca. Sólo quiero que vigiles su presión sanguínea y su temperatura, ¿puedes hacerlo?

Su furia se disipó. Se sentía halagada. Estaba asustada. Se lo pensó. Entonces me dedicó una mirada acerada.

—¿Por qué debería ayudarte? ¿Por qué debería convertirme en cómplice de esto, de esta tortura?

Todavía estaba intentando componer una respuesta cuando una voz a mis espaldas dijo:

—Oh, por favor.

La voz de Jason. Una de las características de la droga marciana era la lucidez que aparecía y desaparecía aleatoriamente. Aparentemente acababa de hacer una aparición. Me volví.

Hizo una mueca e intentó, sin mucho éxito, incorporarse. Pero tenía los ojos despejados.

Se dirigió a su madre:

—La verdad —dijo—, ¿no te parece un poco inapropiado? Por favor, haz lo que te pida Tyler. Sabe lo que hace y yo también.

Carol se le quedó mirando.

—Pero yo no. No puedo. Quiero decir, no…

Entonces se volvió y salió de la habitación tambaleándose ligeramente, con una mano apoyada contra la pared.

Me senté con Jase. Por la mañana Carol volvió al dormitorio con aspecto escarmentado pero sobria y se ofreció a relevarme. Jason estaba tranquilo y en realidad no necesitaba que lo atendieran, pero dejé que se ocupara de él y me fui a recuperar algo de sueño.

Dormí doce horas. Cuando volví al dormitorio, Carol seguía allí, sosteniendo la mano de su hijo inconsciente, acariciándole la frente con una ternura que jamás había visto antes en ella.

La fase de recuperación comenzó a la semana y media en el transcurso del tratamiento de Jason. No hubo una transición súbita, ningún momento mágico. Pero sus períodos de lucidez empezaron a alargarse y su presión sanguínea se estabilizó dentro de los límites normales.

La noche del discurso de Wun a las Naciones Unidas cogí el televisor portátil que había encontrado en las habitaciones del personal de servicio y lo subí al dormitorio de Jason. Carol se unió a nosotros justo antes de la emisión.

Creo que Carol no creía que Wun Ngo Wen fuese de verdad.

Su presencia en la Tierra había sido anunciada oficialmente el miércoles pasado. Su imagen llevaba días siendo portada de los periódicos, más las imágenes grabadas en directo de Wun paseando por la Casa Blanca bajo el brazo paternal del presidente en funciones. La Casa Blanca había dejado claro que Wun estaba aquí para ayudar, pero que no era ningún tipo de solución instantánea al problema del Spin ni tenía conocimientos nuevos sobre los Hipotéticos. La reacción pública fue cauta.

Esa noche se subió al podio del estrado del Consejo de Seguridad, que había sido ajustado para su altura.

—Vaya, pero si es una cosita diminuta.

—Muestra algo de respeto. Representa una única cultura continuada que ha durado más que cualquiera de las nuestras.

—Más bien parece que represente al gremio de chupa-chups.

Su dignidad quedó restaurada en los primeros planos. A la cámara le gustaban sus ojos y su sonrisa elusiva. Y cuando habló al micrófono habló con suavidad, lo que rebajó el tono agudo de su voz a un nivel más terrestre.

Wu sabía (o había sido preparado para entender) lo improbable que ese acontecimiento le parecería al terrícola medio. («Ciertamente —como ha dicho el secretario general en su presentación— vivimos en una época de milagros»). Así que nos agradeció a todos nuestra hospitalidad en su mejor acento del Atlántico medio y luego habló con añoranza de su hogar y del porqué había venido aquí. Describió Marte como un lugar extranjero pero completamente humano, el tipo de lugar que a uno le gustaría visitar, donde la gente era amistosa y el paisaje interesante, aunque los inviernos, admitió, a menudo eran duros.

—Suena a Canadá —dijo Carol.

Y luego al meollo del asunto. Todos querían saber sobre los Hipotéticos. Desafortunadamente la gente de Wun sabía poco más que nosotros: los Hipotéticos habían encapsulado Marte mientras él estaba de camino a la Tierra, y los marcianos estaban tan indefensos como nosotros lo habíamos estado.

No podía adivinar los motivos de los Hipotéticos. Esa cuestión se había debatido durante siglos, pero ni siquiera los mayores pensadores marcianos la habían resuelto. Era interesante, dijo Wun, que tanto la Tierra como Marte hubieran sido sellados cuando estaban al borde de catástrofes globales.

—Nuestra población, como la vuestra, se está aproximando al límite de lo sostenible. En la Tierra la industria y la agricultura dependen del petróleo, cuyas reservas descienden rápidamente. En Marte no tenemos petróleo, pero dependemos de otro elemento escaso, el nitrógeno elementaclass="underline" impulsa nuestro ciclo agrícola e impone un límite absoluto sobre el número de vidas que el planeta puede sostener. Lo hemos sobrellevado algo mejor de lo que lo ha hecho la Tierra, pero sólo porque tuvimos que reconocer el problema desde el mismísimo principio de nuestra civilización. Ambos planetas se encontraban, y se encuentran, frente a la posibilidad de un colapso económico y agrícola y una mortandad humana catastrófica. Ambos planetas fueron encapsulados antes de que se llegara a ese punto.