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Era una vieja idea. Los extremistas judíos creían que el sacrificio de una becerra roja en el monte del Templo marcaría la llegada del Mesías. Había habido varios ataques de «becerra roja» en los años previos, uno de los cuales había dañado la mezquita de Al-Aqsa y casi provoca una guerra regional. El gobierno israelí hacía lo que podía para aplastar el movimiento pero sólo había conseguido conducirlo a la clandestinidad.

Según las noticias había varias granjas de ganado vacuno patrocinadas por la PpM por todo el Medio Oeste americano calladamente dedicadas a la empresa de precipitar el Armagedón. Habían intentado producir una becerra pura de color rojo sangre, presumiblemente superior a las numerosas y decepcionantes becerras que habían sido presentadas como candidatas durante los últimos cuarenta años.

Esas granjas habían evitado sistemáticamente inspecciones federales y protocolos de alimentación, hasta el punto de ocultar un brote de SDCV bovino que había cruzado la frontera desde Nogales. Los óvulos infectados producían ganado para cría con multitud de genes para pelo rojizo, pero cuando los terneros nacían (en una granja relacionada con la PpM en el Negev) la mayoría moría de insuficiencia respiratoria a temprana edad. Los cuerpos fueron enterrados rápidamente, pero ya era demasiado tarde. La infección se había propagado al ganado adulto y a un cierto número de operarios humanos.

Era una vergüenza para el gobierno estadounidense. La FDA ya había anunciado una revisión de su política y Homeland Security estaba congelando las cuentas bancarias de PpM y arrestando a los recaudadores de las iglesias tribulacionistas. En las noticias había varias imágenes de agentes federales que sacaban cajas de documentos del interior de edificios anónimo y que aplicaban candados a las puertas de oscuras iglesias.

El locutor recitó unos cuantos ejemplos de esas iglesias.

Una de ellas era el Tabernáculo del Jordán.

4 x 10 9 d. C.

A las afueras de Padang nos transfirieron de la ambulancia de Nijon a un coche privado con un conductor minang, que nos dejó (a mí, Ibu Ina y En) en la explanada de un complejo de transporte de mercancías en la autopista de la costa. Cinco enormes almacenes de techo de chapa metálica se agazapaban sobre una llanura de grava negra entre pilas cónicas de hormigón bajo lonas y un corroído vagón cisterna que se oxidaba en una vía lateral. La oficina principal era un edifico bajo de madera con un cartel que decía transportes bayur en inglés.

Transportes Bayur, según dijo Ina, era una de las empresas de su ex marido, y fue Jala el que nos recibió en la recepción. Era un hombre recio de mejillas redondas vestido con un traje de hombre de negocios color amarillo canario. Parecía una jarra de cerveza de cerámica, de esas con la forma de un hombrecillo rechoncho sentado, vestido para los trópicos. El e Ina se abrazaron a la manera de los divorciados en buenos términos, y luego Jala me estrechó la mano y se inclinó para estrechar la de En. Me presentó a su recepcionista como un «importador de aceite de palma de Suffolk», por si la interrogaban los Nuevos Reformasi. Entonces nos escoltó a su BMW de siete años de antigüedad y nos condujo hacia Teluk Bayur, Jana e Ina delante, En y yo en el asiento de atrás.

Teluk Bayur, el gran puerto de aguas profundas al sur de la ciudad de Padang, era la fuente de todo el dinero de Jala. Hacía treinta años, nos dijo, Teluk Bayur era una somnolienta cuenca de barro arenoso con modestos servicios portuarios y un predecible tráfico de carbón, aceite de palma sin refinar y fertilizantes. Hoy en día, gracias al boom económico de la restauración nagari y la explosión de población de la era del Arco, Teluk Bayur era un complejo portuario completamente modernizado con muelles y atraques de calidad mundial y tantas comodidades modernas que incluso Jala perdió interés en hacernos el recuento de todos los remolcadores, grúas, almacenes y barcazas.

—Jala está orgulloso de Teluk Bayur —dijo Ina—. No hay apenas ningún funcionario de alto cargo al que no haya sobornado.

—A nadie por encima del Superintendente General —le corrigió Jala.

—Eres demasiado modesto.

—¿Es que hay algo malo en ganar dinero? ¿Tengo demasiado éxito? ¿Es un crimen llegar a algo en la vida?

Ina inclinó la cabeza y dijo:

—Por supuesto, se trata de preguntas retóricas.

Pregunté si abordaríamos directamente un barco en Teluk Bayur.

—No directamente —dijo Jala—. Os llevo a un lugar seguro en los muelles. Tan simple como subir a un barco y ponerse cómodo.

—¿No hay barco?

—Desde luego que hay barco. El Capetown Maru, un bonito carguero no muy grande. Está cargando café y especias justo ahora. Cuando las bodegas estén llenas, las deudas saldadas y los permisos sellados, entonces subirá a bordo el cargamento humano. Discretamente, espero.

—¿Qué pasa con Diane? ¿Está Diane en Teluk Bayur?

—Pronto —dijo Ina, dedicándole a Jala una mirada cargada de significado.

—Sí, muy pronto.

Puede que Teluk Bayur una vez fuera un somnoliento puerto comercial, pero como cualquier puerto moderno, se había convertido en una ciudad en sí mismo, una ciudad no para las personas, sino para las mercancías. El puerto en sí estaba rodeado y vallado, pero los negocios secundarios habían crecido a su alrededor como los burdeles alrededor de una base militar: fletadores y transportistas secundarios, colectivos como caravanas gitanas a bordo de tráileres de dieciocho ruedas reconstruidos, depósitos de combustible con fugas. Atravesamos todo eso sin detenernos. Jala quería dejarnos instalados antes de que se pusiera el sol.

La bahía de Bayur en sí era una herradura de agua marina recubierta de aceite. Muelles y espigones la lamían como lenguas de hormigón. La costa estaba abarrotada con el ordenado caos del comercio a gran escala, la primera y segunda línea de muelles de descarga y espacios para apilar mercancías, las grúas como mantis religiosas gigantes atracándose con los contenedores atados que extraían de las bodegas de los barcos. Nos detuvimos ante un control de entrada a lo largo de una valla de acero y Jala le pasó algo al guarda de seguridad a través de la ventanilla del coche: un permiso, un soborno o ambas cosas. El guarda asintió y le hizo seña de que pasara el coche, Jala se despidió amistosamente con un gesto de la mano y llevó el coche al interior, siguiendo una línea de tanques de combustible para aviones y aceite de palma sin refinar con lo que parecía una velocidad temeraria.

—He dispuesto las cosas para que os quedéis aquí a pasar la noche. Tengo un despacho en uno de los almacenes del muelle E. No hay nada allí excepto hormigón, nadie que os moleste. Por la mañana traeré a Diane Lawton.

—¿Y entonces nos marcharemos?

—Paciencia. No sois los únicos haciendo rantau… sólo los más conspicuos. Puede que haya complicaciones.

—¿Como cuáles?

—Pues obviamente, los Nuevos Reformasi. La policía hace un barrido de los muelles de vez en cuando buscando ilegales y gente que quiere cruzar el Arco. Normalmente encuentran a unos pocos. O a más de unos pocos, dependiendo de quién se haya vendido. En estos momentos hay mucha presión desde Yakarta, así que ¿quién sabe? También se habla de acciones sindicales. El sindicato de estibadores es extremadamente militante. Saldremos antes de que empiece ningún conflicto, con suerte. Así que esta noche tendrás que dormir en el suelo y a oscuras, me temo, y yo me llevaré a Ina y En junto a los demás aldeanos por ahora.

—No —dijo Ina con firmeza—. Me quedaré con Tyler.

Jala hizo una pausa. Entonces la miró y le dijo algo en minang.

—No tiene gracia —dijo ella—. Y no es verdad.