—Diane —dije.
—No, déjame terminar. Creo que el mundo se acabará. Creo en lo que Jason me contó hace tantos años, que un día el sol saldrá hinchado e infernal y que a las pocas horas o días nuestro tiempo sobre la Tierra se habrá terminado. No quiero estar sola en ese día…
—Nadie quiere estar solo en ese día. —Excepto quizá Molly Seagram, pensé. Molly oyendo On the Beach con su frasco de píldoras para el suicidio. Molly y todos los demás como ella.
—Y no estaré sola. Estaré con Simon. Lo que te estoy confesando, Tyler… lo que quiero que se me perdone… es que cuando imagino ese día no es forzosamente a Simon a quien veo a mi lado.
La puerta se abrió de golpe. Simon. Con las manos vacías.
—Resulta que la cena ya está lista —dijo—. Junto con una gran jarra de té helado para los viajeros sedientos. Ven y cena con nosotros. Hay de sobra para todos.
—Gracias —dije—. Me encantará.
Los ocho adultos que compartían la casa eran los Sorley, Dan Condon y su esposa, los McIsaacs y Simon y Diane. Los Sorleys tenían tres niños y los McIsaacs cinco, así que éramos diecisiete personas alrededor de una gran mesa de caballetes en la habitación junto a la cocina. El resultado era un estrépito agradable que duró hasta que el «tío Dan» anunció la bendición de la comida, momento en el que todas las manos se entrelazaron y todas las cabezas se inclinaron.
Dan Condón era el macho alfa del grupo. Era alto y casi sepulcral, de barba negra, feo de una manera casi lincolnesca, y al bendecir la mesa nos recordó que alimentar a un extraño era un acto virtuoso, aunque susodicho extraño hubiera llegado sin invitación, amén.
Por la forma en que fluyó la conversación deduje que el hermano Aaron Sorley era el segundo al mando y probablemente el encargado de imponer el orden en caso de disputas. Tanto Teddy McIsaac como Simon trataban con deferencia a Sorley pero miraban a Condón para el veredicto definitivo. ¿La sopa estaba demasiado salada? «Lo justo», decía Condón. ¿Tiempo cálido en los últimos días? «Nada raro por estos pagos», declaró Condón.
Las mujeres rara vez hablaban y la mayor parte del tiempo mantenían los ojos fijos en sus platos. La esposa de Condón era una mujer pequeña y rechoncha de expresión mustia. La de Sorley era casi tan grande como él y sonreía ostensiblemente cuando alguien le dedicaba un cumplido a la comida. La esposa de Mclsaac apenas parecía tener dieciocho años comparados con los taciturnos cuarenta y tantos de él. Ninguna de las mujeres me habló directamente, ni me fueron presentadas por su nombre. Diane era un diamante entre esas circonitas, algo que saltaba a la vista, y quizá eso explicaba su comportamiento cauto.
Todas las familias eran refugiados del Tabernáculo del Jordán. No eran los feligreses más radicales, según explicó el tío Dan, a diferencia de aquellos dispensacionalistas de ojos enloquecidos que habían huido a Saskatchewan el año pasado, pero tampoco eran tibios en su fe, como el pastor Bob Kobel y su rebaño de conformistas. Las familias se habían mudado al rancho (de Condón) para separarse unos cuantos kilómetros de las tentaciones de la ciudad y esperar la llamada final inmersos en paz monástica. Hasta ese momento, según dijo, el plan había tenido éxito.
El resto de la charla trató de un camión cuya batería estaba mal, un trabajo de reparación del techo, y una inminente crisis de tanque séptico. Me sentí tan aliviado cuando terminó la comida como los niños que había en la mesa; Condón le dirigió una mirada feroz a una de las niñas de los Sorley que había suspirado demasiado audiblemente.
Una vez que se retiraron los platos (trabajo de mujeres en el rancho de Condón), Simon anunció que tenía que marcharme.
—¿Estará seguro en la carretera, doctor Dupree? Hay asaltos casi todas las noches en estos tiempos.
—Mantendré las ventanillas subidas y el pie en el acelerador.
—Probablemente sea lo más sabio.
—Si no te importa, Tyler —dijo Simon—, iré contigo en el coche hasta la cerca. Me gusta el paseo de regreso, en las noches cálidas como ésta, incluso teniendo que llevar linterna.
Dije que sí.
Entonces todo el mundo se puso en fila para una despedida cordial. Los niños se retorcieron hasta que les estreché la mano y pudieron irse. Cuando le llegó el turno a Diane, asintió pero bajo la mirada, y cuando le ofrecí mi mano la tomó sin mirarme.
Simon recorrió conmigo cuatrocientos metros subiendo por una ladera desde el rancho, inquieto como un hombre con algo que decir pero manteniendo la boca cerrada. No le dije nada. El aire nocturno era fragante y relativamente fresco. Detuve el coche donde me indicó, en la cima de una colina junto a una cerca rota y un arbusto de ocotillo.
—Gracias por el transporte —me dijo.
—¿Hay algo que querías decirme? —pregunté.
Se aclaró la garganta.
—Sabes —dijo al fin, con una voz que apenas si era más alta que el viento—, amo a Diane tanto como amo a Dios. Admito que parece blasfemo. Me lo ha parecido desde hace mucho tiempo. Pero creo que Dios la puso en la Tierra para que fuera mi esposa, que ése es su propósito de existir. Así que últimamente pienso en que son dos caras de la misma moneda. Amarla es mi forma de amar a Dios. ¿Crees que es posible, Tyler Dupree?
No esperó a mi respuesta, sino que cerró la puerta y encendió su linterna, y lo observé en el espejo retrovisor mientras descendía la ladera hacia la oscuridad y el chirrido de los grillos.
No me tropecé con bandidos o piratas esa noche.
La ausencia de estrellas o de la luna había convertido la noche en un lugar mucho más oscuro y peligroso desde los primeros años del Spin. Los criminales habían creado sofisticadas estrategias para las emboscadas rurales. Conducir de noche aumentaba drásticamente las probabilidades de que me robaran o asesinaran.
El tráfico fue escaso durante el viaje de regreso a Phoenix, en su mayoría camioneros haciendo transporte interestatal de mercancías a bordo de enormes traileres bien defendidos. La mayor parte del tiempo estuve solo en la carretera, tallando una cuña brillante en la noche y escuchando el rechinar de los neumáticos y el viento. Si hay un sonido más solitario que ése, no sé cuál es. Supongo que por eso ponen radios en los coches.
Pero no hubo ladrones ni asesinos en la carretera.
No esa noche.
Así que me quedé a pasar la noche en un hotel a las afueras de Flagstaff y alcancé a Wun Ngo Wen y su comitiva de seguridad en la sala VIP de espera del aeropuerto a la mañana siguiente.
Wun estuvo de ánimo hablador durante el vuelo de vuelta a Orlando. Había estado estudiando la geología del desierto del suroeste y estaba particularmente complacido por una roca que había comprado en una barraca de recuerdos de camino a Phoenix, obligando a todo el desfile a detenerse y esperar mientras rebuscaba en el interior de un cubo de fósiles. Me enseñó su trofeo, una concavidad espiral caliza en un guijarro recogido en la senda Bright Ángel de dos centímetros y medio de lado. La huella de un trilobite, dijo, muerto hacía diez millones de años, recuperado de los eriales rocosos y arenosos que sobrevolábamos, y que una vez fueron el lecho de un antiquísimo mar.
Nunca antes había visto un fósil. No había fósiles en Marte, dijo. No había fósiles en ningún lado del sistema solar excepto aquí, en la antigua Tierra.
Cuando llegamos a Orlando nos metieron en el asiento de atrás de otro coche en otro convoy, éste con destino al complejo de Perihelio.
Salimos al ocaso tras un barrido del perímetro que nos retuvo durante una hora o así. Una vez que llegamos a la autopista, Wun se disculpó por bostezar:
—No estoy acostumbrado a tanto ejercicio físico.
—Te he visto en la cinta de correr de Perihelio. Estás en buena forma.