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—Una cinta no es un cañón.

—No, supongo que no.

—Estoy dolorido pero no lo lamento. Fue una expedición maravillosa. Espero que tú también pasaras tu tiempo de forma igualmente feliz.

Le dije que había localizado a Diane y que estaba bien.

—Eso está bien. Lamento no haber podido conocerla. Si se parece en algo a su hermano, debe de ser una persona notable.

—Lo es.

—¿Pero la visita no fue lo que esperabas?

—Quizá esperaba algo equivocado. —Quizá llevaba demasiado tiempo esperando lo equivocado.

—Bueno —dijo Wun, bostezando, ojos semicerrados—, la cuestión… como siempre, la cuestión es cómo mirar al sol sin quedar ciego.

Quise preguntarle qué quería decir con eso, pero su cabeza había caído sobre la tapicería del asiento y parecía más amable dejarle dormir.

Había cinco coches en nuestro convoy, más un transporte de tropas con un pequeño destacamento de soldados en caso de que hubiera problemas.

El transporte de tropas era un vehículo cuadrado del tamaño aproximado de los furgones blindados que se usaban para enviar dinero a y desde los bancos regionales y que fácilmente podía confundirse con uno.

De hecho, un convoy de la Compañía Brink’s de seguridad estaba a diez minutos por delante de nosotros hasta que salió de la autopista en dirección a Palm Beach. Los oteadores de las bandas, emplazados en la carretera después de todas las intersecciones principales y conectados por teléfono, nos confundieron con el envío de la Compañía Brink’s y nos convertimos en el objetivo de una banda de asaltantes de autopista que nos esperaban más adelante.

Los asaltantes eran criminales sofisticados que ya habían dispuesto minas de superficie en un tramo de carretera que bordeaba una reserva natural pantanosa. También llevaban armas automáticas y un par de lanzacohetes, y el convoy de la Compañía Brink’s no hubiera sido rival para ellos: cinco minutos después del primer impacto los asaltantes ya estarían bien internados en el interior del pantano repartiéndose los despojos. Pero sus oteadores cometieron un error crítico. Atacar un envío de un banco es una cosa; atacar cinco vehículos de alta seguridad y un transporte lleno de personal militar altamente entrenado es algo completamente diferente.

Estaba mirando por la ventanilla de cristales tintados, contemplando el agua verdosa y los cipreses calvos que pasaban a nuestro lado cuando las luces de la autopista se apagaron.

Un pirata había cortado los cables eléctricos enterrados. De repente la oscuridad fue verdaderamente oscura, un muro sólido más allá de la ventanilla, nada me devolvía la mirada excepto mi propio reflejo sorprendido.

—Wun… —dije.

Pero seguía durmiendo, su cara arrugada inexpresiva como una huella digital.

Entonces el coche que iba en cabeza hizo estallar la mina.

La onda de choque sacudió nuestro vehículo reforzado como un puño de acero. Los vehículos del convoy estaban espaciados prudentemente, pero estábamos lo suficientemente cerca para ver al coche de cabeza alzarse en una bola de llamas y volver a caer ardiendo sobre el asfalto, con los neumáticos reventados.

Nuestro conductor dio un viraje y, probablemente en contra de todo lo que le habían enseñado, disminuyó la velocidad. La carretera estaba bloqueada más adelante. Y entonces hubo una segunda explosión en la cola del convoy, otra mina, proyectando trozos de asfalto contra el terreno húmedo y encajonándonos con despiadada eficiencia.

Wun ya estaba despierto, sorprendido y aterrorizado. Tenía los ojos grandes como lunas y casi tan brillantes.

Se oyó el repiqueteo de armas de fuego a poca distancia. Me agaché y tiré de Wun para tumbarlo a mi lado, ambos enroscados alrededor de nuestros cinturones de seguridad y manipulando frenéticamente las hebillas. El conductor detuvo el coche, sacó un arma de algún lugar bajo el salpicadero y abrió la puerta.

Al mismo tiempo una docena de hombres salieron del transporte y empezaron a disparar contra la oscuridad, intentando establecer un perímetro. Los agentes de seguridad de paisano de otros vehículos empezaron a converger en nuestro coche, intentado proteger a Wun, pero los disparos los inmovilizaron antes de llegar a nosotros.

La rápida respuesta debió poner nerviosos a los piratas de carretera. Abrieron fuego con armas pesadas. Uno de ellos disparó lo que más tarde supe que era un lanzacohetes. Todo lo que supe entonces es que me había quedado repentinamente sordo, que el coche rotaba sobre un eje complejo y que el aire estaba lleno de humo y vidrios.

Entonces, misteriosamente, me encontré con la mitad del cuerpo asomando por la puerta trasera, con la cara aplastada contra el suelo y el sabor de la sangre en la boca; Wun estaba cerca, a un metro delante de mí, tumbado de costado. Una de sus botas, las botas de talla infantil que había comprado para el Cañón, ardía.

Grité su nombre. Se removió débilmente. Las balas empezaron a golpear la ruina del coche a nuestras espaldas, abriendo cráteres en el acero. Tenía la pierna izquierda insensible. Me arrastré más cerca de Wun y usé un trozo de tapicería desgarrado para envolver el zapato ardiente. Wun gimió y alzó la cabeza.

Los nuestros devolvieron el fuego, las balas trazadoras creaban franjas luminosas hacia el pantano que bordeaba la carretera por ambos lados.

Wun arqueó la espalda y se puso de rodillas. No parecía saber dónde estaba. Sangraba por la nariz. Tenía la frente despellejada.

—No te levantes —grazné.

Pero siguió intentando ponerse en pie, la bota quemada estaba hecha jirones y apestaba.

—Por amor de Dios —dije. Alargué la mano pero él se escabulló—. Por amor de Dios, ¡no te levantes!

Pero al final lo consiguió, se estabilizó y se incorporó, temblando, silueteado contra el amasijo de metal ardiente. Bajó la vista y me reconoció.

—Tyler —dijo—. ¿Qué ha ocurrido?

Y entonces las balas lo alcanzaron.

Había muchísima gente que odiaba a Wun Ngo Wen. Desconfiaban de sus motivaciones, como E. D. Lawton, o lo odiaban por razones más complejas y menos defendibles: porque creían que era un enemigo de Dios; porque resultaba que su piel era negra; porque era una prueba de la teoría de la evolución; porque era la prueba física del Spin y las inquietantes verdades sobre la edad del universo exterior.

Muchas de esas personas habían susurrado cosas sobre matarlo. Docenas de amenazas interceptadas estaban registradas en los archivos de Homeland Security.

Pero no lo mató una conspiración. Lo que lo mató fue una combinación de avaricia, confusión y temeridad engendrada por el Spin.

Fue una muerte embarazosamente terrestre.

El cuerpo de Wun fue incinerado (tras una autopsia y extracción de muestras a gran escala) y se le dio un funeral de Estado con todos los honores. Su servicio funerario se celebró en la catedral nacional de Washington y asistieron dignatarios de todo el planeta. El presidente Lomax dio un largo panegírico.

Se habló de enviar sus cenizas a órbita, pero al final no se hizo nada. Según dijo Jason, la urna se guardó en el sótano de la Institución Smithsoniana a la espera de su destino final.

Probablemente sigue allí.

A casa antes de que oscureciera

Así que pasé unos pocos días en un hospital del área de Miami, recuperándome de heridas leves, describiendo los acontecimientos a los investigadores federales, e intentando hacerme a la idea de que Wun había muerto. Fue durante este período cuando decidí dejar Perihelio y abrir una consulta privada propia.

Pero también decidí no anunciar mis intenciones hasta después del lanzamiento de los replicadores. No quería perturbar a Jason en un momento crítico.

En comparación con el esfuerzo de terraformación de los años anteriores, el lanzamiento de los replicadores fue anticlimático. Sus resultados serían, si es que los había, más grandiosos y más sutiles; pero su eficiencia, apenas un puñado de cohetes sin ninguna sincronización milimétrica requerida, no era ningún espectáculo dramático.