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El presidente Lomax llevaba el asunto como una empresa puramente norteamericana. En un gesto que había enfurecido a la UE, a los rusos, a los chinos y a los hindúes, Lomax se había negado a compartir la tecnología de replicadores más allá de los círculos de obligado conocimiento en la NASA y Perihelio, y había borrado todas las páginas relevantes en la edición pública de los archivos marcianos. Los «microbios artificiales» (en la jerga de Lomax) eran una tecnología de «alto riesgo». Podían ser «militarizados». (Eso era cierto, como el propio Wun había admitido.) Los Estados Unidos, por tanto, se veían obligados a asumir el «control preventivo» para prevenir «la proliferación nanotecnológica y una nueva y mortífera carrera armamentística».

La Unión Europea había puesto el grito en el cielo y la ONU estaba reuniendo un comité de investigación, pero en un mundo en el que las guerras a pequeña escala asolaban cuatro continentes, los argumentos de Lomax tenían un peso considerable. (Aunque, como Wun hubiera replicado, los marcianos habían vivido con éxito con la misma tecnología durante cientos de años… y los marcianos no eran ni más ni menos humanos que sus antepasados terrestres.)

Por todas esas razones, los lanzamientos a finales de verano atrajeron a un público mínimo y una presencia de los medios casi improvisada. Wun Ngo Wen estaba muerto, después de todo, y los servicios de noticias se habían extenuado cubriendo su muerte. Ahora, los cuatro cohetes pesados Delta dispuestos en sus rampas marítimas parecían poco más que un pie de página a su servicio funerario, o peor, una reposición: los lanzadores de semillas reconfigurados para una edad de menores expectativas.

Pero aunque fuera un espectáculo menor, seguía siendo un espectáculo. Lomax acudió en avión a la ocasión y E. D. Lawton había aceptado una invitación de cortesía, y para ese entonces estaba dispuesto a jurar que se comportaría bien en público. Y así, la mañana del día señalado, fui con Jason a una de las gradas para VIP en la costa este de Cape Cod.

Mirábamos al mar. Las viejas plataformas, todavía funcionales pero un poco oxidadas por el agua salada, habían sido construidas para lanzar los transportes pesados de la era de la siembra. Los nuevos Deltas quedaban empequeñecidos en ellas. No es que pudiéramos ver muchos detalles en la distancia, sólo cuatro columnas blancas en los límites del neblinoso océano, más los apoyos móviles de las otras plataformas que no se usarían, los pontones articulados, los transportes y otros vehículos, anclados a una distancia de seguridad. Era una despejada y cálida mañana de verano. El viento era racheado, no lo suficientemente fuerte para abortar el lanzamiento pero sí para hacer restallar secamente la bandera y alborotar el pelo impecable del presidente Lomax mientras subía al estrado para dirigirse a los dignatarios y la prensa allí reunidos.

Dio un discurso afortunadamente breve. Citó el legado de Wun Ngo Wen y su fe en que la red de replicadores que estaba a punto de ser plantada en los helados confines del sistema solar pronto nos iluminaría sobre la naturaleza y el propósito del Spin. Dijo unas cuantas cosas osadas sobre la humanidad dejando su marca en el cosmos. («Querrá decir en la galaxia —susurró Jason—, no el cosmos. Y… ¿dejar nuestra marca? ¿Como un perro que se mea en una boca de incendio?») Entonces Lomax citó unos versos de un poeta ruso del siglo diecinueve llamado F. I. Tiutchev, que no podía haberse ni imaginado el Spin pero que escribía como si lo hubiera visto:

El mundo exterior se ha desvanecido como una visión y el hombre, huérfano desarraigado, tiene que enfrentarse indefenso, desnudo y solo a la negrura del espacio inconmensurable. Toda luz y toda vida parecen un sueño lejano, mientras en la substancia de la noche, desenmarañada y ajena, ahora percibe algo fatídico a su diestra.

Entonces Lomax abandonó el escenario, y tras el prosaico asunto de una cuenta atrás, el primero de los cohetes se alzó sobre su columna de fuego con la intención de desenmarañar el cosmos detrás del cielo. Algo fatídico. Nuestro por derecho.

Mientras todos los presentes alzaban la vista, Jason cerró los ojos y entrelazó las manos sobre su regazo.

A continuación nos dirigimos a una sala de recepciones con el resto de los invitados, nos quedaba una rueda de prensa pendiente. (Jason tenía programados veinte minutos de entrevista con una cadena de televisión por cable. Yo tenía diez. Era «el médico que intentó salvar la vida de Wun Ngo Wen», aunque todo lo que había hecho era apagar su bota ardiendo y arrastrar su cuerpo fuera de la línea de fuego cuando cayó. Una comprobación rápida de vías respiratorias, respiración y circulación dejó claro que no podía ayudarle y que lo mejor que podía hacer era mantener la cabeza gacha hasta que llegara la ayuda.

Que era lo que le contaba a los periodistas, hasta que aprendieron a dejar de preguntarlo.

El presidente Lomax atravesó la sala estrechando manos antes de desvanecerse de nuevo, escoltado por su personal. Entonces E. D. nos acorraló a Jason y a mí en la mesa del bufete.

—Supongo que has conseguido lo que querías —dijo. El comentario iba dirigido a Jason pero lo dijo mirándome a mí—. Ahora ya no se puede deshacer.

—En ese caso —dijo Jason—, a lo mejor no merece la pena discutir por eso.

Wun y yo habíamos acordado mantener a Jason bajo observación en los meses posteriores a su tratamiento. Se había sometido a una batería de tests neurológicos que incluían otra serie de resonancias magnéticas a escondidas. Ninguna de las pruebas había revelado deficiencia alguna, y los únicos cambios fisiológicos obvios eran los relacionados con su recuperación de la EMA. Completamente sano, en otras palabras. Más sano de lo que nunca imaginé que se pudiera estar.

Pero parecía sutilmente diferente. Le había preguntado a Wun si a todos los Cuartos les sobrevenían cambios psicológicos. «En cierto sentido», me había respondido, «sí». Se esperaba que los Cuartos marcianos se comportaran de forma diferente tras su tratamiento, pero había una cierta sutileza en la expresión «se esperaba»… sí, dijo Wun, «se esperaba» (es decir, se consideraba probable) que un Cuarto cambiara, pero también se «esperaba de él», (se le requería que lo hiciera) por parte de la comunidad de sus iguales.

¿Cómo había cambiado Jason? Se movía de manera diferente, para empezar. Jason había ocultado su EMA con mucho ingenio, pero ahora había una nueva libertad perceptible en su forma de andar y en sus gestos. Era el Hombre de Hojalata, después de una buena dosis de lubricante. Seguía enfurruñándose de vez en cuando, pero sus cambios de humor eran menos violentos. Decía menos tacos; es decir, era menos probable que se viera sumido en uno de esos momentos bajos emocionales en los que el único expletivo válido era «joder». Bromeaba más que antes.

Todas esas cosas sonaban bien. Y lo eran, pero también eran superficiales. Había otros cambios más perturbadores. Se había retirado de la administración diaria de Perihelio hasta tal punto que el personal le daba un informe una vez a la semana y durante el resto le ignoraba. Había empezado a leer los tratados de astrofísica marciana a partir de las traducciones primarias, circunvalando los protocolos de seguridad si no violándolos por completo. El único acontecimiento que consiguió penetrar su recién encontrada calma fue la muerte de Wun, y eso lo había dejado muy afectado y angustiado de forma que no lo entendía del todo.